domingo, 14 de agosto de 2011

‘A Jaime, el gran Felino Volcánico’




Enrique Molina es, reconocidamente, uno de los grandes poetas latinoamericanos del siglo XX. Sin embargo, sus datos biográficos son particularmente escuetos. De él se dice, generalmente, que nació en Buenos Aires el 2 de noviembre de 1910, que su primer libro, Las cosas y el delirio, apareció en 1941 cuando el poeta tenía apenas 21 años. Se dice también que al año siguiente, en 1942, comenzó a navegar como tripulante de barcos mercantes; que en 1946 publicó Pasiones terrestres, y que desde 1947 recorrió los países americanos del Pacífico con largas estadías en Bolivia, Chile y Perú. Luego, los datos se refieren casi exclusivamente a la publicación de su obra y a su muerte: 17 de noviembre de 1997.

Esta información sugiere naturalmente una pregunta: ¿Cuándo estuvo Molina en Bolivia? Unos pocos datos permiten rastrear su presencia en La Paz y, sobre todo, la relación que lo unió al poeta boliviano Jaime Saenz (1921-1986).

En la primera página de un ejemplar del libro Las cosas y el delirio, publicado en Buenos Aires por Sudamericana, se puede ver el dibujo a tinta de un pájaro seguido de esta dedicatoria: “A Jaime, recuerdo de unos días de hospitalidad terrestre” y una fecha: “La Paz, abril 7 de 1952”. En la misma página, la dedicatoria sigue: “A Jaime, en comunicación permanente con el fuego central”. Y esta vez también aparece la firma: “Con toda la amistad del mísero Enrique”. Molina estuvo en La Paz en 1952, precisamente en los días de la insurrección de abril.

En agosto de 1987, un año después de la muerte de Jaime Saenz recogí para el periódico Presencia testimonios sobre el poeta. Uno de los entrevistados fue Óscar Soria Gamarra, el recordado cuentista y guionista de cine. Soria había tenido una relación cercana con Saenz en los años 40 y 50. ¿Qué recordaba de esa amistad? Entre otras cosas, lo siguiente:

“Eran los días de la Revolución, el tiroteo seguía. Por esos días, Jaime tenía un huésped, su amigo el poeta Enrique Molina. Estábamos charlando los tres, le contábamos cosas que habíamos visto en la Revolución. Enrique nos dijo: ‘Qué pueblo maravilloso tienen ustedes’. Yo conté lo que había visto desde esa ventana: la toma del Laikacota, cuando ya parecía perdida la Revolución. Vi a los milicianos desfilando con las manos en alto, cuando de pronto un disparo tocó a uno de ellos, seguramente en la munición que cargaba, porque el miliciano ardió en cosa de segundos, ardió con unos colores morados, violetas, rojos. Este relato emocionó tanto a Enrique que se puso a lagrimear”.

Sigue el relato de Soria: “Justamente en esos momentos nos avisan que había ocurrido una cosa parecida a un minero de Milluni, que venía desde El Alto retomando la ciudad, haciendo retroceder a las tropas del ejército. A este minero le alcanzó una bala y voló porque estaba cargado de dinamita. Una de sus manos quedó colgada de la rama de un arbolito del parque de la universidad. Nos avisan esto y nos vamos, Jaime, Enrique y yo, a ver cómo había sido aquello. Este hecho me sirvió para escribir el cuento Presos en el cerro, que ganó el Concurso de Cuentos de la Revolución”.

Pero volvamos a la dedicatoria. En la página siguiente, Enrique Molina escribe de puño y letra: “Recuerdo la colcha a rayas amarillas, rojas y verdes, los grandes horrores nocturnos, un santo, un atado de diarios en una carpeta verde y el inconfesable, inexpresable delirio secreto que siempre nos impulsará a vivir las cosas y el delirio, donde corre desesperadamente el agua negra de los viajes. Mil abrazos, demonio hermano mío, mi semejante”.

Estas palabras expresan una relación más intensa, una complicidad en la poesía y un afecto rimbaudiano. En 1952, Saenz tenía 31 años, ya había escrito poemas, pero aún no había publicado un libro. Lo haría recién en 1955, cuando se editó El escalpelo.

¿Cómo era Saenz en ese tiempo? Su tía Esther Guzmán, también entrevistada en agosto de 1987, recordó lo siguiente: “Cuando Jaime tenía su departamento en el pasaje Muñoz Reyes de Miraflores, ocurrió lo siguiente: Serían las dos o tres de la mañana, yo estaba esperándolo. Ya estaba preocupada. De pronto escucho a lo lejos una música que se acercaba cada vez más hacia la casa. Siento que entran y suben las gradas, era una bulla terrible, atronadora. Se trataba de cuatro o cinco hombres con ponchos, zampoñas y tambores… y el Jaime por delante. Uno de ellos me dice: ‘Desde la Garita de Lima hemos vendido, lo hemos traído a su sobrino’. De una cantinita que yo tenía, Jaime me invita una copita de cóctel, y me lo tocan una música. Quiénes serían. Eran campesinos. Era la época del 52”.

No sabemos cuánto tiempo estuvo Molina en La Paz ni la fecha de su partida. Pero su rastro sigue. En octubre de 1963, desde Buenos Aires, Enrique Molina le remite a Saenz un ejemplar de una pieza central de su obra, Amantes antípodas. En la primera página reaparece el pájaro de tinta de 1952, pero esta vez tiene un título. “Pájaro de amantes en fuga”. La dedicatoria dice lo siguiente: “Para Jaime, hermano inolvidable de cabeza fosforescente, absolutamente fiel a la poesía, en su país mágico y absoluto donde la sangre tiene el rumor de astros golpeando sus estepas, este libro con todo el recuerdo y la amistad de Enrique Molina”.

Saenz y Molina sostenían correspondencia, de la cual no hay rastros, e intercambiaban libros. Rolando Costa Arduz, en un texto memorioso sobre Saenz que escribió el 2008, recuerda casi de pasada su vinculación con Enrique Molina y Aldo Pellegrini “dos exponentes del pensamiento surrealista americano, gracias a las cartas que transporté hasta Buenos Aires, para entregar y conocer a tan elevados amigos de Jaime en la Argentina”.

El rastro de esta amistad se pierde, por ahora, en 1967. Ese año, Molina remite a Saenz (¿con Costa Arduz?) dos libros suyos: Las bellas furias, publicado en 1966 y uno anterior, Fuego libre (1962). En el primero le dice: “Jaime a través de las montañas y los años, con la misma invariable adhesión a su poesía y su gran aventura”. La dedicatoria del segundo es más breve, pero también expresiva: “A Jaime, el gran Felino Volcánico de especie más tierna”. Y, en la misma página, Molina le envía de regalo un collage original. Ya se sabe que Saenz y Molina, además de poetas, eran dibujantes y afectos al collage. Hay una notable familiaridad en sus obras plásticas. ¿Saenz aprendió y se aficionó de ese arte de Molina en 1952? No sabemos y quizás no importa; en todo caso, ambos descienden claramente del surrealista Max Ernst.


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