domingo, 21 de agosto de 2011

El torturador, de Mauricio Murillo

(Fragmento de “El torturador”, relato ganador del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2010 que se presentó en la XVI Feria del Libro de La Paz) Que entonces cuando se empezó a acostumbrar a trabajar a deshoras y en esa luz tenue; alejado de la superficie hasta que empezaba a amanecer. Como era de prevenirlo, mi abuelo lo acompañaba en estas largas jornadas. Polo cambió la distribución de los muebles y la tonalidad y dirección de la luz. Llevó, de cuando en cuando, ciertos aparatos que parecían parte de un laboratorio químico y algunos libros que mi abuelo prefería no conocer. Compró, con su dinero, batas, guantes y barbijos. Garabateaba fórmulas y frases extrañas en un pizarrón negro que también él había colgado en la pared del fondo del sótano. Escribía presionando fuerte la tiza y cuando no estaba de acuerdo con lo que marcaba lo borraba desesperadamente con la palma de la mano (que la tenía áspera y pálida todo el día). Fue en esos días en que empezó a interesarse en la tortura y a esta actividad le dedicó todo su tiempo. Polo pidió un mes de licencia pero explicó que aun así no quería dejar de trabajar por las noches en los interrogatorios. Sus superiores, sabiendo que era hijo de un gran poeta, interpretaron estas actitudes como la expresión del gen artístico familiar y no se hicieron problema. A mi abuelo le ofreció doblarle el sueldo si lo acompañaba ese mes y le brindaba la ayuda específica que le iba a solicitar. La primera semana reordenaron (nuevamente) el sótano. Polo introdujo más frascos y tubos de ensayo, mecheros y un pizarrón más grande. También habilitó un armario amplio donde colocó algunos aparatos mecánicos, herramientas y algo de material. La segunda semana se dedicó casi en su totalidad a leer ciertos libros de botánica y alquimia. En los breves descansos, mientras bebían algo, Polo explicaba que las interrogaciones que realizaban a los detenidos duraban mucho tiempo y que la mayoría de las veces no conseguían la información que esperaban y que necesitaban. Le dijo entonces que en esos días estaba tratando de perfeccionar las formas de la tortura para efectivizarla. La investigación que en ese momento realizaba tenía como objeto encontrar el aroma de una flor rara que si se mezclaba rigurosamente con ciertos ingredientes producía un perfume que exhalaba el verdadero olor de la muerte, le dijo a mi abuelo. Esto lo había leído en algunos libros antiguos de nigromancia que encontró en la biblioteca de su padre en los que se afirmaba que esto era posible. Polo decía que según esos estudios se podía concentrar este aroma en un perfume que no sólo producía dolor al mero contacto con los nervios olfativos, sino que a la vez creaba ciertas alucinaciones en la persona, que la llenaba de terror sin hacerla perder la lucidez. Si lograba encontrar ese olor podría ahorrar el tiempo de las interrogaciones y hacerlas más efectivas. Al final de la semana, Polo le refirió de pasada a mi abuelo que sus conocimientos de botánica, de química y de perfumería eran muy escasos, así que había decidido abandonar esa investigación. Debido al poco tiempo de licencia que me queda, le dijo, prefiero retomar algún trabajo ya avanzado, replantear alguna idea anterior o continuarla, reformularla. En el depósito de la comisaría, que se encontraba en un cobertizo en el jardín, Polo encontró los instrumentos que se habían utilizado para torturar en regímenes anteriores. Eran unos objetos viejos cubiertos de sarro y óxido que habían sido fabricados a principio de siglo. De la misma manera en que se sumergió en los estudios sobre las flores, se dedicó día y noche a la refacción y reactivación de esos instrumentos. Al final de la tercera semana tenía ensambladas algunas herramientas rústicas que mi abuelo no entendía y que Polo miraba satisfecho. Por supuesto, todavía no están terminadas, le dijo, pero las he modernizado y al hacerlo he encontrado sus nuevas posibilidades; la electricidad es un gran aliado. Al comenzar la cuarta semana, mi abuelo le ayudó a cargar gradas abajo una caja grande llena de libros. Toda esa semana, Polo le dio licencia a mi abuelo, ya que quería dedicarse a investigar y estudiar, además de trabajar en las máquinas, como las llamaba. Mi abuelo volvió al siguiente lunes. Polo tenía el pelo sucio, los ojos rojos y las manos engrasadas. Lo recibió con un abrazo y le dijo que lo había logrado. Lo llevó a empujones a la puerta del armario y empezó a sacar pequeños instrumentos que parecían esculturas de metal torcido. Algunos eran iguales a insectos y otros a garras. Había uno que parecía la mano de un esqueleto. Otro se asemejaba a la pezuña de una cabra. El que más le espantó a mi abuelo le hacía recuerdo a una garra de buitre; la parte posterior (lo que parecía unas uñas retorcidas) estaba conectada a una batería de alto voltaje. Mi abuelo se preguntó en ese momento a qué clase de imaginación se le podía haber dibujado en la cabeza ese tipo de formas y esos funcionamientos. Polo, casi como adivinando ese pensamiento, le dijo que toda la semana había estudiado las posibilidades de infligir más dolor en el cuerpo, de esa manera había diseñado y construido sus máquinas. Esos últimos días de licencia experimentó con locos y mendigos; fue también en esos días que mi abuelo comenzó a pensar seriamente en irse a vivir a otro país.

1982 es el año de nacimiento de Murillo, autor de Los abismos posibles, de reciente publicación.

Los jurados encargados de elegir al ganador fueron:
Patricia Alegría, Claudia Pardo, Mauricio Souza, Eduardo Cassis y Álvaro Pérez, quienes eligieron a El torturador como merecedor de los 20.000 bolivianos, dotados como premio único por la municipalidad paceña, y de un diploma de honor, además de su publicación por la editorial Gente Común.

Además del cuento “El Torturador”, la más reciente versión del premio franz tamayo escogió a las menciones El aburrimiento del Chambi, Fresco
perezvelasqueño y Una cueca frente a la celda de Regis Debray, para su publicación. Ésta es la XXXVII versión del certamen nacional, en la que participaron 65 relatos.

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