“Donde se queman libros se terminan quemando también personas”, es la frase del poeta Heinrich Heine que siempre se repite para recordar los acontecimientos del 10 de mayo de 1933, cuando universitarios quemaron en Berlín y en otras ciudades del país libros de espíritu “no germánico”.
Aquellos actos, que congregaron a miles de espectadores en las calles y en los que participaron profesores y miembros de las SS, marcaron el inicio de la censura y la persecución de intelectuales que caracterizaron al régimen nazi.
La frase de Heine, muerto en 1856 en su exilio parisino, resultó profética y casi que parece pronunciada después de 1933 e, incluso, después de 1945, cuando se llegó a conocer con todo detalle la verdadera dimensión de la barbarie nazi.
Heine, de origen judío, era uno de los tantos autores que los nazis querían hacer desaparecer de las bibliotecas.
El periodista Volker Weidermann tiene una obra, “El libro de los libros quemados”, en los que recupera las biografías de 131 autores incluidos en una de las primeras listas negras de los nazis.
Sin embargo, en esa lista no están los nombres de todos los autores cuyos libros fueron lanzados a las hogueras ni tampoco los de todos los que sufrieron diversas formas de persecución.
En la lista recuperada por Weidermann falta, por ejemplo, Walter Benjamin, que empezó a ser perseguido aún antes del ascenso al poder de los nazis y que se suicidó tras no lograr entrar a España cuando huía de las SS.
También falta Thomas Mann, a quien al comienzo los nazis trataron de ganar para su causa pero que se convertió en una de las voces más destacadas de la oposición intelectual al nacionalsocialismo.
Las esperanzas de los nazis de ganarse a Mann, como lo cuenta Marianne Krull en su libro “Otra historia de la familia Mann”, estaban fundadas en que en los primeros meses después de la toma de poder el autor de “La montaña mágica” tuvo una actitud vacilante.
Thomas Mann no quiso colaborar en la revista “Die Sammlung”, dirigida por su hijo Klaus y que tenía como objeto recoger textos de los intelectuales emigrantes, e incluso declaró públicamente que no compartir la orientación de ese medio.
A la postre, Mann se alineó con la resistencia, a la que habían pertenecido desde el comienzo sus hijos Erika y Klaus y su hermano Heinrich, que fue desde el comienzo uno de los escritores más odiados por los nazis.
Sin embargo, las vacilaciones de Mann recuerdan que muchos otros escritores no solo no se declararon de forma inmediata contrarios al nazismo sino que simpatizaron y colaboraron con el movimiento.
Al lado de los escritores perseguidos hubo también escritores cómplices, como fue el caso del poeta Gottfried Benn. Si se revisan las listas negras, se puede establecer una especie de tipología de los autores perseguidos y cuyos libros fueron quemados por, según los nazis, ser contrarios al espíritu alemán.
Se perseguía, en primer lugar y como era de esperarse, a los judíos vivos, como Benjamin o Alfred Döblin, o muertos, como Heine.
Una de las tesis que defendían los estudiantes nazis antes de las quemas del 10 de mayo era que si un escritor judío escribía en alemán estaba mintiendo y que los judíos debían escribir en hebreo.
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