lunes, 28 de mayo de 2012

Una biografía de Stephen Hawking  invita a visitar sus teorías

Muy arriba en el cielo nocturno si miras hacia el brochazo luminoso de la Vía Láctea, más allá de Antares y Sargas, de Rukbat y Kaus Borealis, mora la demostración manifiesta del poder de las matemáticas para conocer el mundo: Sagitario A, el agujero negro gigantesco que ocupa el centro de nuestra galaxia. Un producto inesperado de las ecuaciones de la relatividad, un artefacto matemático hecho carne. Y el laboratorio mental de Stephen Hawking. Su puerta de entrada a los rincones más inaccesibles de la física, a los secretos remotos del cosmos.

No era fácil escribir una biografía de Hawking, pues tanto su vida —marcada por una esclerosis paralizante que debería haberlo matado hace 50 años— como su obra, la física teórica de los agujeros negros, son narrativas espinosas, singulares y plagadas de trampas para biógrafos. Pero Kitty Ferguson (San Antonio, Texas, 1941) ha sido capaz de transitar por ambos jardines y no sólo ha salido ilesa, sino que ha penetrado hasta el fondo de las cuestiones y ha producido un libro admirable, en cierto sentido tan extraordinario como el personaje al que retrata. Y justo por eso tan real como él. Pese a que Hawking sigue vivo, Ferguson ha escrito probablemente algo muy parecido a su biografía definitiva.

HUMOR. La autora ha frecuentado al científico durante diez años, los dos conectaron desde el primer momento y han mantenido exhaustivas conversaciones sobre política, economía y sociedad. Ferguson no sólo ha entendido a fondo los pensamientos y los sentimientos del físico, también ha captado a la perfección su puntiagudo sentido del humor, sin el que el personaje resultaría irreconocible. Resulta llamativo que la autora no sea física, médica ni periodista, sino música profesional. Su talento para explicar los conceptos más abstrusos de la física teórica le resultará obvio al lector, y fue el propio Hawking quien lo reconoció en ella. No se puede contar con más avales.

Hawking nació el 8 de enero de 1942 (día del 300º aniversario de la muerte de Galileo) en una de esas familias inglesas de las películas, inteligente, laborista y excéntrica, con Wagner sonando en su casa de Oxford, el padre criando abejas en el sótano, una abuela pianista alojada en el ático, debates sobre la existencia de Dios, o la falta de ella, y vacaciones en un carromato de vendedor ambulante transportado de alguna manera precaria hasta una playa de Dorset, donde rara vez sale el sol. No es extraño que, a los 15 años, cuando Stephen se enteró de que el universo se expandía, su reacción pareciera sacada de Annie Hall: “Estoy seguro de que tiene que haber algún error”.

El joven Hawking era un crack en Oxford y, como suele ocurrir en estos casos, decidió tirarse de cabeza al asunto más dificultoso y menos prometedor de la física de su tiempo: la cosmología destapada por la relatividad general, la gran teoría de Einstein sobre el tiempo, el espacio y la gravedad, la teoría más elegante de la ciencia. Estaba introduciéndose en esa jungla matemática cuando, a los 21 años, empezó a mostrar dificultades para hablar, andar, atarse los zapatos y todo lo demás. La esclerosis sólo respetó su prodigioso cerebro. Le dieron dos años de vida, pero aquí sigue medio siglo después ante el asombro de los médicos. “Una de las cosas más importantes que puedes aprender sobre él”, dice Ferguson, “es lo poco que le importa su discapacidad”.

Hawking ha apostado a que nunca aparecerá el bosón de Higgs, la “partícula Dios” que persigue la mayor parte de sus colegas en el gran acelerador de Ginebra. Apoya la investigación con embriones y la ingeniería genética para mejorar el cerebro. Cuando Bush propuso en 2005 enviar de nuevo astronautas a la Luna, Hawking comentó: “Sería mucho más barato enviar políticos, ya que no hay motivos para traerles de vuelta”. Unos años antes había calificado la invasión de Irak de crimen de guerra. “Aunque el 11 de septiembre fue horrible”, le dijo a un redactor de The Guardian, “no supuso una amenaza para la supervivencia de la humanidad; el peligro es que, aposta o por accidente, creemos un virus que nos destroce”. El físico parece convencido de que eso ocurrirá tarde o temprano, y recomienda un plan urgente para colonizar el espacio. Ojalá se equivoque al menos en eso.

El astrónomo alemán Karl Schwarzschild estaba en las trincheras del frente ruso durante la Primera Guerra Mundial cuando hizo un descubrimiento memorable. Por alguna razón se había llevado al frente las ecuaciones de la relatividad general, la teoría de la gravedad, el espacio y el tiempo que Einstein había publicado sólo un año antes. La esencia de la teoría se puede captar con una inspirada frase del físico John Wheeler: la materia le dice al espacio cómo curvarse, y el espacio le dice a la materia cómo moverse. Una coreografía cósmica llena de armonía y autoconsistencia.

Los cuerpos celestes familiares, como el Sol o la Tierra, generan unas curvaturas suaves en el espacio y el tiempo de su entorno. Pero Schwarzschild pudo calcular que si un objeto muy masivo ocupara un espacio muy pequeño, causaría una curvatura tan colosal que, dentro de cierto radio —el bellamente denominado horizonte de sucesos—, nada podría alcanzar la velocidad de escape necesaria para salir de allí, ni siquiera la luz. Schwarzschild había descubierto los agujeros negros sin moverse de su trinchera. Mandó sus cálculos a Einstein, que le respondió: “Sus matemáticas son excelentes, pero su física es lamentable”. El autor de las ecuaciones no pudo digerir a las criaturas que habían salido de ellas. Y Schwarzschild murió poco después en el frente.

AGUJEROS. El gran descubrimiento de Hawking reactivó el asunto medio siglo después. La relatividad general es sólo uno de los dos cimientos de la física actual, el que rige la majestuosa coreografía de los planetas, las estrellas, las galaxias y hasta el universo entero, y que es el fundamento de la cosmología moderna. Pero el segundo, la mecánica cuántica, impera a la escala de los átomos y las partículas subatómicas. En su ámbito de tamaño, cada teoría predice la realidad con una mareante cantidad de decimales, pero ambas son incompatibles. Las ecuaciones de Einstein se deshacen en la jungla microscópica, donde los pares de partículas saltan dentro y fuera de la existencia como el gato de Cheshire, y hasta la misma nada siempre tiene algo.

Hawking, sin embargo, se dio cuenta de que los agujeros negros debían participar de lo mejor de esos dos mundos: tan masivos que deben regirse por la relatividad, tan pequeños que han de obedecer a la física cuántica. Las paradojas de la segunda cambian de naturaleza en los aledaños del horizonte de sucesos. Lejos de allí, cuando un par de partículas emerge de la nada tiene una vida muy efímera, porque las dos se aniquilan enseguida y vuelven a convertirse en nada. Pero en las cercanías de un agujero negro, una de las partículas puede cruzar el horizonte de sucesos para no salir jamás, y la otra se queda a este lado sin nadie que la aniquile: convertida en “radiación de Hawking”, la única cosa que emite un agujero negro, y lo que ha permitido a los astrónomos saber que Sagitario A, en el centro de nuestra galaxia, es uno de ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario