jueves, 22 de diciembre de 2011

Catorce escritores hispanoamericanos, incluyendo a la boliviana Giovanna Rivero, exploran la narración pornotemática

Dicen que el porno no tiene alma. Que la plástica de lubricantes, muñecas inflables y fantasías corriendo por la fibra óptica no tiene nada que ver con algo parecido a la trascendencia. Dicen también que nada tiene que ver con el arte, que está lejos de repensar ciertos términos del discurso amoroso, que su hiperrealidad se aloja en lo previsible. Dicen, en fin, que sólo es porno. Esto dicho, y mucho más que no queda por repetir, lo dicen quienes detractan la condición de la música funky y el sexo demasiado iluminado, la disciplina de la pose, la estridencia de la imagen. Sería más sencillo pensar que ellos no son los mismos que los otros, pero a estas alturas resultaría ingenuo no dudar de las frágiles barreras del pudor y las buenas maneras.

La condición pornográfica (El Cuervo, 2011) reúne a 14 escritores iberoamericanos en el ejercicio de la literatura pornotemática. Ésta, según el peruano Salvador Luis, responsable de la antología, es distinta a la erótica y reivindica ciertos lugares de la cultura popular que han ido ordenando las sociedades en un perfectamente calibrado juego de vigilancias: el cine para adultos, las clásicas revistas porno y el internet. La riqueza simbólica de la pornografía, apunta Salvador Luis, se asienta en la señalización de lo obsceno, el poder disciplinario y el panoptismo que este gesto implica. Sin embargo, proponen Salvador Luis y estos 14 autores, lo pornográfico puede mirarse más allá del tabú, en lo que su impropiedad no debiera provocar: en su búsqueda por trascender lo que está ya normalizado en lo público, lo pornográfico se sitúa en la transgresión de una línea, en la trascendencia que aguarda fuera de ésta.

Lo que en estas 14 narraciones se juega es la exploración de un rubro y los acentos de un registro que, bien conocido por todos, puede ser lo mismo y, también, otra cosa. Así, creo que pueden señalarse al menos dos gestos que trabajan estas narraciones, insistencias que en este panorama dibujan recorridos que, aunque diferentes, ensayan una intencionalidad germinal. No la reivindicación de un género, ni la exageración de sus alcances, sino la feliz y seguramente descarada marcación de su cotidianidad. Y es que si se trata de discutir sobre los cruces entre la realidad y la ficción, es el campo de lo pornográfico el lugar de una revelación, no siempre revelada, de una molestosa y lo suficientemente tangible transgresión. El porno, como diría uno de los personajes de este libro, es el verdadero sexo.

El primer gesto tiene que ver con el melodrama. En el primer cuento de esta antología, firmado por el argentino Patricio Pron y titulado “La cosecha”, el actor porno Lost John hace su control rutinario de sida. El resultado es positivo. “Lost John se queda mirando el papel que sostiene en la mano. Está de pie en la cocina en calzoncillos y la cabeza le da vueltas, así que se apoya en la barra un momento y coge aire. Luego se viste lentamente, mete algo de ropa en una maleta y llama un taxi”. La fuga, como punto germinal del relato, inicia la travesía de una decadencia que terminará tomando el color de una novela rosa, de una telenovela en las playas del Brasil. En medio de una tormenta de recuerdos y el minucioso registro de contagios a varias generaciones de actores de la escena porno, que ocurren a partir del resultado positivo de Lost John, la narración encalla en lo que podemos sospechar como improbable en la vida de un personaje como éste. Echado sobre la arena, Lost John conoce a una chica de minúsculo bikini. La verá varias veces, comprará un diccionario inglés-portugués para poder hablarle, saldrá a bailar con ella, la besará. Lost John, enfermo de sida, se enamorará, y el trayecto trágico que dibuja la historia concluirá con un final de película de fabela, alejado de los escenarios de luces planas y juguetes sexuales.

El segundo gesto es algo parecido a una taza de leche. El sopor de lo cotidiano y las pantallas de ordenadores portátiles —último reducto para la obscena fantasía— son el escenario de varios personajes e historias de parejas que terminarán siendo salvadas por descargas en internet, catálogos perniciosos y citas virtuales con cámaras web. “Medio cuerpo afuera vagando por las ventanas” de la chilena Andrea Jeftanovic se adentra en la desgastada relación de una pareja de adultos con sexo demasiado previsto y número de orgasmos dado de antemano. Las mañanas trascurren, entre café con leche o té, el cuerpo encorvado de ella depilándose las piernas, y el recuerdo de migajas en el pecho de él que ella recogía a besos. Nada parece estar ya. “Era heroico caminar con el ramo y recibir sonrisitas enternecidas de mujeres que me cruzaba por la calle. Ahora llego con vibradores y anillos rugosos, líquidos intensificadores de sensaciones en mi maletín. Un catálogo de dildos de variados tamaños y formas. Estoy seguro de que la pornografía nos salvará”.

El relato de la boliviana Giovanna Rivero, titulado “Una hermosísima concha”, se detiene en los decadentes ires y venires editoriales de una revista persiguiendo el glamour y no el porno casero, en la búsqueda del pubis angelical de una mulata depilada. El error perdonable de lo que sería la portada, ya no lo es cuando, revisando las fotografías sobre una mesa de vidrio, se atisba la imagen de Coco B., ya veterana actriz oxigenada, bizca y con una extensa llanura en medio de los pechos que no provocaba ninguna pulsión penetrante.

La pornotemática de esta antología no queda en los gestos de los cuentos citados: obreros de esta inmensa industria y de otro cine de autor, adictos al porno y científicos del capitalismo farmacopornográfico caminan de aquí para allá, en mundos cibernéticos, departamentos, oficinas, calles, ciudades de este mundo harto polarizado. Queda la lectura, como reducto de esta extrema y perniciosa escritura trascendente de gemidos y salvaciones fantasiosas, pero no por eso menos reales.



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