domingo, 11 de septiembre de 2011

Terror y literatura diez años después

Como pasó varias veces, hace diez años empezaba a cambiar nuestra historia común y la historia de nuestras representaciones. Los ataques terroristas de septiembre de 2001, que comenzaron como un atentado a los centros comerciales y políticos de Estados Unidos, y continúan hoy redefiniendo las relaciones políticas, económicas y culturales entre Oriente y Occidente, han generado una interminable serie de respuestas desde todos los campos. El arte, en general, y la literatura, en concreto, por supuesto que no han escapado al canto de sirena que se generaba tras el humo, la ceniza y las ruinas del World Trade Center de Nueva York. Desde el análisis, el comentario y la ficción, las plumas del mundo se han concentrado en lo que comenzaba hace diez años en esa zona cero que representa el memorial de Manhattan, y que —pese a tal vez palidecer frente a la magnitud de otros sucesos históricos de igual o mayor magnitud— se ha convertido en uno de los fenómenos más estudiados y discutidos de la historia contemporánea.
Un par de rasgos notables pueden notarse en la recepción que el mundo tuvo de los atentados: podrían concebirse como uno de los muy excepcionales momentos de la historia en los que gran parte de la humanidad, al unísono, experimentó emociones y sentimientos compartidos. La incredulidad, el miedo, la indignación y la desolación. Y esto, porque lo que pasó el 11 de septiembre en las Torres Gemelas —y otros dos puntos de Estados Unidos— fue, sobre todo, un evento absolutamente mediatizado. En Bienvenidos al desierto de lo real, Zizek indica que los atentados terroristas fueron concebidos, antes que como ofensivas, como espectáculo. Es decir, más allá de haber producido un número significativo de víctimas y de haber afectado profundamente algunos centros neurálgicos de la estructura estadounidense, los ataques fueron pensados como imágenes devastadoras, como escenas que sobrepasaban lo real por su carácter monstruoso, como fotogramas de una película creada para desolar. El carácter mediático de esa mañana, hace una década, logró (incluso más que el acto mismo) cambiar para siempre los usos y costumbres del planeta, porque por primera vez vimos —algunos directamente, la gran mayoría por las pantallas de los televisores de todo el mundo— cómo el terror y la violencia salían de los libros de historia y los documentos de ficción, como el cine y las novelas, para fusionarse y materializarse en todo su hipnótico horror frente a nuestros ojos.
Las imágenes por excelencia de aquellos días, además de los dos aviones explotando contra las Torres y de los posteriores derrumbes, en realidad nos llegaron primero como sonidos. Golpes secos, continuados, ininterrumpidos, que al principio los locutores de los canales de televisión no sabían identificar. Atrapadas en los pisos superiores de los edificios incendiados y sin posibilidad de bajar, decenas de hombres y mujeres eligieron saltar al vacío. Los golpes eran producidos por los cuerpos al chocar contra el pavimento o los techos cercanos. Estas imágenes, que inspiran una de las novelas que más de cerca ha tratado el tema de los ataques terroristas, fueron censuradas a un principio, aunque luego, inaugurando una era que continúa con las filtraciones de Wikileaks, salieron a la luz desde el anonimato del Internet y otros medios. Esos vuelos en picada, esas caídas interminables de los cuerpos, el momento mismo de la muerte, representan la confirmación no sólo de la existencia del mal, sino de las consecuencias de soslayarlo, relativizarlo, minimizarlo.
Hay una tendencia a veces molestosa que trata de fusionar hechos históricos con una especie de correlato literario en el que encontrarían su análisis profundo y posibles causas. Así, se habla en Bolivia, por ejemplo, de la o las narraciones clave de la Guerra del Chaco, de la Revolución del 52, de la dictaduras militares, etc. Lo mismo sucede a diferentes escalas en el resto del mundo: se busca incansablemente relatos que consagren de forma privilegiada las experiencias, estéticas e ideológicas, de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el cambio de milenio, etc., etc. No tengo claro si esta es una forma adecuada de ver los desplazamientos a veces paralelos de la literatura y la historia, pero se ha vuelto hace mucho un lugar asiduamente visitado. Así, es comprensible que un fenómeno tan absolutamente mediatizado como los atentados terroristas de entonces naturalmente iban a estar acompañados de un relato literario de los hechos. El hombre del salto, de Don DeLillo; Tan cerca, tan fuerte, de Jonathan Safran Foer; Sábado, de Ian MacEwan; Terrorista, de John Updike; Windows on the World, de Frederic Beigbeder; Netherland, de Joseph O'Neill, y varios más son ejemplos de esto.
Algunas de estas obras, todas novelas, son verdaderamente exploraciones privilegiadas y muy bien logradas de un momento que, sin embargo, aún no ha conseguido su correlato literario más cabal. Detengámonos un momento en algunas de ellas. El hombre del salto comienza la mañana del 11 de septiembre de 2001, luego de los ataques a las Torres: la novela indaga en lo que les sucede a varios personajes a partir de entonces. Keith Neudecker, un abogado de 39 años que ha sobrevivido al atentado, busca reorientarse en la vida. Tiene una breve e intensa relación con otra sobreviviente antes de reunirse con su esposa y su hijo. Abandona su actividad anterior y, al final, encuentra un destino provisorio en el póquer profesional. Su mujer, Lianne, explora la memoria con enfermos de Alzheimer y observa, atenta, las performances de un artista que imita a un hombre que salta desde las Torres. Su hijo Justin, junto con sus amigos, mira el cielo con binoculares y traslada su pánico a las rutinas cotidianas. En la novela también se narran los preparativos de los terroristas desde la óptica de un seguidor de Muhammad Atta, aquel que embistió un avión contra la torre Norte del World Trade Center.
DeLillo declaró alguna vez al diario El País: “Muchas veces mi punto de partida es una imagen visual. Una foto, cualquier cosa. En esta novela, la imagen era un hombre caminando entre una nube de humo, de polvo y ceniza. Por algún motivo era importante que llevara en la mano un maletín. Yo tenía una idea para otra novela, pero esta imagen del hombre caminando entre el humo persistía, así que tuve que ponerme a escribir sobre ella. Y la otra novela se desvaneció en la distancia, a medida que este hombre irrumpía en ella caminando. Cuando me puse a documentarme y miré periódicos de aquellos días, vi una foto pequeña de un hombre con un traje y un maletín. No sé si se había quedado perdida en mi imaginación durante más de tres años, quizás no. Lo siguiente que comprendí fue que el maletín que ese hombre llevaba en la mano no era suyo. Y eso planteaba un misterio que yo tenía que resolver escribiendo. Así que empecé a escribir. Empecé a contar esa escena. Y como suele decirse, una cosa lleva a otra, y ese hombre se convirtió en alguien que tenía un propósito, que iba a alguna parte”.
Por otra parte, Sábado, de McEwan, siguiendo la tradición inaugurada por Joyce o Woolf, se concentra en un día en la vida del neurocirujano Henry Perowne, que comienza cuando despierta de madrugada y ve un avión con un motor en llamas acercarse al aeropuerto de Heathrow. La novela va trenzando la rutina del sexo marital y el squash contra un colega, con la excepcionalidad de la mayor manifestación pública organizada en la historia de Gran Bretaña —una multitudinaria marcha que pedía al Gobierno no envolverse en la guerra contra Irak que ya había comenzado Estados Unidos— y el contratiempo de un pequeño choque que parece no tener mayores consecuencias, para culminar finalmente en el momento en que una esperada reunión familiar se convierte en una escena de terror.
El tipo con el que chocó Perowne ha entrado a su casa y pone un cuchillo en la garganta de su mujer. Así, como suele suceder en las obras de Ian McEwan, la verdadera amenaza del sábado no es un avión suicida, sino una grieta en la intimidad. La placidez del siglo XXI y su círculo expansivo de conmiseración moral exigen un precio cruel.
El clímax es tan emocionante como obvio. A partir de Expiación, el inglés demostró que su habilidad como narrador es terriblemente aguda y se encuentra entre las más acertadas de toda la lengua inglesa: es capaz de narrar una neurocirugía con el mismo equilibrio fascinante entre precisión y compasión, con que le da vida a acciones como las compras diarias en un mercado. Así, aunque su prosa no sufre cuando cristaliza la capacidad de los Perowne para vencer a su agresor y, acto seguido, salvarlo de la muerte, ese momento extraordinario resulta menos fascinante que la suma de sus causas.
Sábado es una reflexión sobre las posibilidades y los precios de la libertad, y sobre la felicidad posible bajo las nuevas circunstancias de su fatalidad en tanto producto económico y educativo, tanto como biológico y político.
En una entrevista en el sitio web español El cultural, McEwan respondió algunas preguntas al respecto: —¿Cree que la literatura y su libertad pueden verse frenadas por la nueva situación del mundo después de esta ola de atentados?
—Sí, creo que es un problema real. Ya lo hemos visto con lo que ocurrió con Salman Rushdie. De alguna manera estábamos viviendo una especie de preludio de algunas de las dificultades a las que ahora nos enfrentamos. Siempre tendremos ese problema con la gente que tiene unas creencias religiosas muy firmes, tanto islámicas como cristianas, con aquellos que intentan imponer y proclaman un conocimiento que ellos creen que no puede ser desafiado. Nosotros tenemos que encontrar la forma de enfrentarnos a eso porque, sinceramente, no creo que la religión se merezca un tratamiento especial a cualquier otro tipo de ideas. Fíjate en el caso de Michel Houellebecq: él dijo que el Islam es la religión más estúpida del mundo. Esa es su opinión y tiene derecho a expresarla, nunca debería haberse enfrentado a cargos criminales, ¡es totalmente indignante!
Una tercera novela sobre los ataques terroristas, Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer, relata la historia de Oskar Schell, un niño de ocho años que perdió a su padre en el ataque terrorista. Lo extraño es que el señor Schell no trabajaba allí y las cinco llamadas realizadas desde una de las Torres a su casa desde el impacto hasta el derrumbe no aclaran el misterio.
Uno de los juegos de Oskar con su padre consistía precisamente en desvelar misterios; por ejemplo, el padre le entregaba un plano de Central Park y el hijo debía resolver el problema planteado mediante singulares claves que el progenitor le proporcionaba. Pero ahora no se trata de un juego infantil, sino de algo mucho más importante, descubrir qué hacía Thomas Schell en los edificios aquel fatídico día. La única pista de que dispone Oskar es una llave que encuentra en un sobre con la inscripción “Black”, descubierto al romperse casualmente el jarrón en el que parecía estar olvidado.
La crítica ha mirado ambivalentemente esta novela. Algunos la han aceptado como un acercamiento personal e imaginativo a los hechos del 11 de septiembre y sus consecuencias en las esferas personal y familiar, pero otros la han condenado por un excesivo uso de recursos extra textuales, como la profusión de fotografías, dibujos, páginas en blanco y negro, etc.
Las novelas que exploran los sucesos ocurridos hace diez años en la parte sur de Manhattan —y, en realidad, en el resto del mundo— se debaten entre el relato público y el privado de las consecuencias de aquel día. Algunas con más sutileza y talento, otras con menos, contribuyen a crear un género del que tampoco, por su eminente carácter de espectáculo, han escapado expresiones como el cine y otras ramas del arte.
Entre la seducción y la violencia, entre la majestuosidad y el horror, lo ocurrido hace diez años todavía afecta y seguramente afectará nuestras formas de ver el mundo y nuestras formas de representarlo. Y aunque tal vez no sea la mejor forma de esperar entender lo que pasó, veremos si la próxima década nos entrega finalmente una novela que nos muestre de manera sensible, pasional e inteligente lo que verdaderamente sucedió aquel 11 de septiembre.

10 años han bastado para que se cree un subgénero literario dedicado a los ataques terroristas.

Novelistas como Don DeLillo, Jonathan Safran Foer, Ian McEwan, John Updike, Frederic Beigbeder, Joseph O'Neill y varios más han contribuido a crear un subgénero que con el tiempo parece no hacer otra cosa que crecer: las ficciones que lidian con los ataques terroristas del 11 de septiembre.

Hay una tendencia que trata de fusionar hechos históricos con una especie de correlato literario en el que encontrarían su análisis profundo y posibles causas. Así, se busca relatos que consagren de forma privilegiada las experiencias, estéticas e ideológicas, de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el cambio de milenio, etc.

Las imágenes por excelencia de aquellos días, en realidad nos llegaron primero como sonidos. Golpes secos que los canales de televisión no sabían identificar. Atrapadas en los pisos superiores de los edificios incendiados, decenas de personas eligieron saltar al vacío y los golpes eran producidos por los cuerpos al chocar contra el pavimento o los techos cercanos.

Las novelas que exploran lo ocurrido hace diez años en Manhattan se debaten entre el relato público y el privado de las consecuencias de aquel día. Algunas con más sutileza y talento, otras con menos, contribuyen a crear un género del que tampoco, por su carácter de espectáculo, han escapado el cine y otras ramas del arte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario