domingo, 18 de septiembre de 2011

Deseos de juventud de Susan Sontag

Es posible que Susan Sontag no hubiera querido que se publicaran sus diarios, las notas personales que escribió desde que tenía 15 años hasta su muerte, cerca ya de los 72, el 2004. Su hijo, David Rieff, que tomó la decisión de editarlos, admite que, en cualquier caso, éste no sería el libro que ella habría creado. Es muy probable que, si hubiera aceptado publicar estos textos, lo que su propio hijo duda, Sontag hubiera “intervenido” para organizarlos y presentarlos de otra manera. Y, desde luego, es casi seguro que no hubiera aceptado un título tan detestable: Renacida.

Para superar la repulsión que produce la idea de que se está violando la intimidad de alguien, una persona que, para colmo, tiene una brillante y amplia obra publicada, perfectamente suficiente para conocer qué pensaba y cómo analizaba el mundo, sin necesidad de meterse, además, en su casa y en su cama, quizás convenga recordar lo que dijo su compañera, Annie Leibovitz, cuando publicó las amargas fotos de la agonía de Sontag: “Si estuviera viva, por supuesto que este trabajo no se hubiera publicado. Pero está muerta y eso es otra historia. Quiero decir, ella hubiera defendido este trabajo”. Algo así alega su hijo en el prólogo de este volumen: “A mi madre le apasionaban los diarios y las cartas... cuanto más íntimos mejor”.

Sea pues. Sontag, que hizo en vida muy pocas confidencias sobre su intimidad, está ahora muerta y expuesta. Conste, sin embargo, que Renacida (Diarios tempranos, 1947-1964) no constituye un autorretrato de la autora de Contra la interpretación o La enfermedad y sus metáforas, dos ensayos que marcaron, por su inteligencia, independencia y originalidad, la crítica cultural del siglo XX, sino un retrato en el que ha intervenido la paleta de su hijo, que suprime notas que le parecen aburridas y potencia otras, generalmente las que están relacionadas con la formidable, y muy temprana, convicción de Susan Sontag de ser una persona intelectualmente sobrecapacitada y con su paralela y aparente incapacidad de mantener relaciones sexuales y sentimentales (lesbianas) que no conllevaran un gran sufrimiento.

Quien haya leído alguno de los magníficos ensayos de Sontag conoce su manera ferozmente independiente de pensar y su voraz deseo de analizar la sociedad contemporánea, sin dejarse encorsetar por definiciones entre lo serio y lo culto, y lo popular y lo frívolo. Ella fue, por ejemplo, quien introdujo en toda una generación el término camp. Su libro Contra la interpretación (que se publicó cuando tenía 33 años) la convirtió instantáneamente en uno de los pensadores más polémicos e importantes no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa, en cuyos ambientes intelectuales siempre deslumbró.

Los Diarios tempranos quizás no desvelen, en ese sentido, una personalidad desconocida, pero sí una precocidad y una voluntad de construirse a sí misma inconcebible, si no fuera porque es ella misma quien lo describe y demuestra.

La Susan Sontag conocida, admirada y famosa mostró siempre una absoluta confianza en su capacidad intelectual y en su destreza para desentrañar los mitos de las sociedades modernas. Lo asombroso es que cuando tenía 15 años era también consciente de tener un don especial. La jovencísima Sontag (entonces se llamaba Rosenblatt) hace listas interminables (un hábito que mantendría toda su vida) en las que apunta qué leer, en qué pensar, qué hacer.

CREER. La primera, cuando le faltan tres meses para cumplir 15 años, empieza así: “Creo: a) que no hay un dios personal o vida después de la muerte; b) que lo más deseable es la libertad de ser fiel a uno mismo, c) que la única diferencia entre los seres humanos es la inteligencia; d) que el único criterio de una acción es su efecto último en la felicidad de una persona, e) que está mal privar a cualquiera de la vida (...)”.

Los diarios no son cuadernos en los que se anotan las incidencias del día sino su apabullante deseo de construirse a sí misma. Con 16 años llega a la Universidad de California y hace por primera vez el amor con una mujer (Harriet, con la que a lo largo de muchos años, intermitentemente, mantendría una relación casi masoquista, dolorosamente detallada en páginas posteriores). Pero entonces, confiesa: “Dios, vivir es enorme” y poco después, “todo comienza a partir de ahora, he renacido”.

A los 19 años, acepta casarse con un joven profesor (“me caso con Philip con plena conciencia-temor a mi voluntad de autodestrucción”) con quien tendrá su único hijo (al que no se menciona en el diario hasta que tiene dos años).

Nada, ni el fracaso matrimonial, ni el reencuentro con Harriet, empañan esa voracidad intelectual ni su enorme voluntad de desarrollarla. “En el diario me creo a mí misma, no sólo registra mi vida real, sino que en muchos casos ofrece una alternativa”. “¡Esta pasión es una enfermedad!”, se queja, pero pocas horas antes ha escrito con la misma furia: “Una aristócrata de la sensibilidad así como una aristócrata del intelecto. ¡No me gusta nada, nada, que me traten como una plebeya!”. Sontag tiene en ese momento 25 años. Con dos más sigue pensando que amar duele. “Es como entregarse a que te desuellen a sabiendas de que en cualquier momento la otra persona puede marcharse con tu piel”.

Cuando el primer tomo de sus diarios se cierra, a punto de publicar Contra la interpretación, Sontag sigue confrontada a los mismos problemas: “El éxtasis intelectual al que he tenido acceso desde mi temprana infancia. Pero el éxtasis es el éxtasis”. Habría que haber pedido a Sontag que pensara si es posible que los seres humanos se diferencien, además de por su inteligencia, por sus más íntimas pulsiones: cómo enfrentarse a la muerte, en los hombres, y cómo enfrentarse al amor, en las mujeres.

La escritura de todos los días

18/11/56. Un proyecto: Notas sobre el matrimonio. El matrimonio se funda en el principio de inercia. Proximidad con falta de afecto. El matrimonio es todo comportamiento privado —no público. La pared de cristal que separa una pareja de la otra. La amistad en el matrimonio. La suave piel del otro.

1957. ¿En qué creo de verdad? En la vida privada. En el mantenimiento de la cultura. En la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos. ¿Qué disfruto? La música. Estar enamorada. Los niños. Dormir. Carne. Mis defectos. Siempre tarde. Mentir, hablar demasiado. Pereza. Sin volición de rechazar.

5/1/57. Notas sobre el matrimonio. ¿Para ser presentado a mis bisnietos, en mis bodas de oro? “Bisabuela, tú tenías sentimientos?” “Sí. Era una enfermedad que contraje en mi adolescencia, pero la superé”.

2/1/58. Pobre eguito, ¿cómo te sientes hoy? No muy bien, me temo —algo magullado, adolorido, traumatizado. Oleadas ardientes de vergüenza, y todo aquello. Nunca me ilusioné con que ella estuviera enamorada de mí, pero sí supuse que yo le gustaba.

6/1/58. Harriet vuelve; se reanudan los juegos del sexo, el amor, la amistad, las bromas, la melancolía. Me habla de un tiempo lujurioso, espléndido en Dublín. ¡Dios, es hermosa! Y es difícil estar con ella, incluso en el ámbito de su propio doblez. Egoísta, nerviosa, burlona, aburrida de mí, aburrida de París, aburrida de sí misma.

4/7/58. ¿Qué diferencia puede haber entre la situación de una persona cuerda mientras el resto del mundo estaba loco, y la de una persona loca mientras todos los demás están cuerdos? Ninguna. Su situación es la misma. La locura y la cordura son iguales, aisladas.

19/11/59. La llegada del orgasmo ha cambiado mi vida. Estoy liberada, pero no hay que decirlo así. Más importante: me ha cerrado, ha cancelado posibilidades, ha logrado que las opciones sean claras y definidas. Ya no soy ilimitada, es decir, nada.

3/12/61. El miedo a la vejez surge del reconocimiento de que no se está viviendo ahora la vida que se quisiera. Equivale en un sentido a vilipendiar el presente.

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