domingo, 18 de septiembre de 2011

‘Si la poesía no es libertad, no es nada’

La poesía es, ya se sabe, marginal. No sólo respecto a la sociedad (ya casi nadie lee poesía) sino también respecto a la propia literatura (por cada mil novelas que se venden, acaso alguien compra un libro de poemas). Si eso ocurre con la poesía, la reflexión sobre la poesía es doblemente marginal. Eduardo Milán (Uruguay, 1952), junto a la escritura de poemas, es uno de los pocos escritores latinoamericanos que ha insistido en desarrollar una amplia reflexión sobre la poesía.

Lo hizo durante años en la revista Vuelta, que se publicaba en México, país en el que Milán reside desde 1979. Y lo hace a través de sus libros como, entre los más recientes, Justificación material (2004), Un ensayo sobre poesía (2006), Sobre la capacidad de dar sombra de ciertos signos como un sauce (2007) y su última recopilación Cosas de ensayo (2011). La poesía, sin embargo, expresa el estado de una sociedad porque expresa el estado de la lengua, es decir, el estado del instrumento humano para conocer y para imaginar. Y lo expresa en su dimensión más radical, en el territorio extremo donde se debaten las cosas que todavía no tiene nombre, en las fronteras de lo que resulta indecible para el mundo de lo familiar y de las certezas. Esas son las cosas que le interesan a Milán. Estos son fragmentos de una charla que se desarrolló en Caracas, en un encuentro de poetas al que Milán asistió como invitado.

Antologías
— En los últimos años, junto a su labor crítica y de reflexión, ha publicado tres antologías de poesía. La antología es una forma de crítica, quizás la más radical, comencemos hablando de ello.
— En México, en los 80, por ofrecimiento de Octavio Paz hice una columna sobre poesía en la revista Vuelta. A partir de ahí hice una vinculación entre la poesía que circulaba en el ámbito de la lengua y a veces integraba la poesía escrita en Brasil. Esto me permitió ir más allá en un asunto que me preocupó siempre. Yo, a la par de escribir poesía, reflexionaba sobre la poesía. Era un asunto de formación, porque los maestros que yo tenía eran, digámoslo así, poetas pensadores. A raíz del quiebre de ciertas ideas de vanguardia y de la transformación del mundo había una ausencia de reflexión: la gente no pensaba sólo vivía. Ya no había reflexión. Entonces me propuse hacer una reflexión sobre la poesía y luego dar los ejemplos prácticos de esa reflexión, que son las antologías. En principio, con el poeta mexicano Ernesto Lumbreras hice una antología llamada Prístina y última piedra antología de poesía hispanoamericana presente (1999); después, con José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna y Blanca Varela, una antología de poesía en lengua española entre 1950 y 2000 titulada Las ínsulas extrañas (2002). Por último, porque yo sentía que en las Ínsulas extrañas habían quedado fuera ciertas poéticas que salían del encuadre original, hice otra, Pulir huesos, veintitrés poetas latinoamericanos 1960-1965 (2007).
— A cierta distancia, ¿cuál es su balance de esas antologías?
— Sumando esas tres experiencias, de lo que me di cuenta fue que lo que empezó como un problema, es decir la ausencia teórica de pensamiento, se propagó como una realidad irreversible, y que ya era prácticamente imposible recuperar. Cuando yo planteaba este problema, lo planteaba como la necesidad de recuperar algo que había. No se dio. Ahora se acepta como un estado poético el que la reflexión pertenece a un tiempo pasado.

Reflexión
— Hasta hace 30 años, en el campo de la poesía, la creación y la reflexión sobre la creación parecía una pareja inseparable...
— Es cierto, pero lo que ahora hay es una creación sin reflexión. En el mejor de los casos, la reflexión sobre la poesía se integra al poema, como la aparición de otro lenguaje, un lenguaje doble. Pero ya no hay aquellas construcciones abarcadoras, aquellos discursos, como diría Lyotard, totalizantes. Están fuera. Todavía yo intento hacer algo, pero cada vez menos porque me doy cuenta de que ya no está en el espíritu de la cosa, y que cuando la reflexión teórica vuelve, vuelve mal. Por ejemplo, vuelve como proyectos semitotalitarios y de una corrección casi militar de la ausencia, que a mí no me interesa.
— Pulir huesos es una antología más que de poemas o de poetas de poéticas. ¿Qué poéticas nuevas destacaría de ese libro?
— Pulir huesos empieza, por orden de nacimiento, con dos tipos que me parecen de primerísimo orden: Roberto Apratto (Uruguay, 1950) y Diego Maquieira (Chile, 1951). Esos dos poetas representan para mí algo muy importante: la elaboración de ciertos residuos de poéticas todavía constructoras de un lenguaje común, de un lenguaje poético de comunidad. Apratto con esa poesía circular, una poesía que es lo que queda de una comunidad que reflexionaba y que queda hablando sola, como si fuera un tronco. Maquieira con una especie de proyecto épico común descalabrado, una suerte de viaje, sobre todo en el libro que se llama Los Sea Harrier (1993), que hace alusión a los bombarderos de la primera guerra del Golfo, que es una parodia de lo que en algún momento podía haber sido y no fue. Muy interesante ese par de ejemplos con los que se abre la antología. Después hay cosas interesantes de otra generación, como la mexicana Laura Solórzano o la peruana Magdalena Chocano. También hay poéticas que se dan a ciertos niveles de literatura nacional en el rescate utópico retrospectivo, como la poesía de los uruguayos Enrique Bacci, con la narrativa de ciertos episodios nacionales como la fundación de los trenes, y Hebert Benítez, con la remitologización del matrero, una figura del gaucho rebelde.

Ironía
— Sin embargo, esos proyectos poéticos no pueden ser sino irónicos, en la medida que se reconocen a priori como imposibles...
— Es verdad. Es muy difícil construir, como diría un historiador mexicano, la utopía posible, que es una contradicción en acto verbal. Esto pasa, me da la impresión, por algo que la poesía no puede captar y que Haroldo de Campos, en un artículo de principios de los años 80, llamaba el momento post utópico. Haroldo llamaba a eso la poesía de lo posible. Yo le discutía esa idea. Veía el peligro, sobre todo a futuro, de que esa formulación de la utopía posible se quedara en un eterno presente. Porque entendemos la utopía como la capacidad de ir hacia un proyecto, desplazarse en esa dirección. En esta formulación, en cambio, se trataba de fijar un presente y atraer la utopía hacia acá, no ir hacia ella. Yo decía esto tiene el peligro de anular esa dialéctica que radica en el hecho de salir de aquí. Era un horizonte cerrado.
— Pero la crítica a la utopía tiene antecedentes. Ya Octavio Paz planteaba , contra el tiempo lineal y progresivo de la utopía occidental, el valor del instante, del presente...
— Yo creo que sí. Paz plantea una crítica al proyecto utópico en Los signos en rotación, parte final de El arco y la lira y en Los hijos del limo. Pero Paz plantea esa crítica desde una mirada extraña a Occidente. El presente perpetuo y el instante son una crítica a Occidente desde Oriente. El hecho de haber sido embajador de México en la India en los 60 le sirvió para extrañarse ante el devenir de Occidente de los siglos XIX y XX desde una mirada marginal a Occidente. Lo que revela Paz en esa crítica a las ideas del tiempo y del progreso fue muy significativo porque funcionó en la práctica de su poesía, porque Paz lo vio poéticamente: el presente perpetuo donde el amor se encuentra con el amor y anula al tiempo. Pero si hoy traduces la mirada poética de Paz a una realidad pura y dura, la del capital, es devastador. Oriente era marginal respecto a Occidente, pero hoy es el centro de atención. Oriente avanza sobre Occidente pero de una manera absolutamente aniquilante, sin esperanza alguna: es el capital despiadada de 20 horas laborales por un plato de arroz. Ésa es la figura de Oriente que ahora tenemos en el horizonte.
— Hoy, ciertos poetas latinoamericanos y españoles reclaman que la poesía se ha alejado del público y abogan por una escritura que comunique certezas inmediatas...
— En ese planteamiento poético yo creo que hay el reconocimiento de una derrota histórica, que es la derrota del poeta ante el lector. Lo que señala eso es el triunfo de un lector que es el que reordena el mercado a través de un deseo de que la poesía sea eso, la comunicación, la certidumbre, y no lo que la poesía es. En el siglo XVIII, la poesía, como todo el arte, ganó su autonomía. No sólo frente al Estado, frente a la iglesia, frente a la nobleza sino también frente al lector. Eso es lo que hace Baudelaire en Francia en el siglo XIX con su “hipócrita lector”; eso es lo que hace el nicaragüense Carlos Martínez Rivas en el poema Memoria para el año viento constante: “Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra. / Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”. Eso lo escribió en 1954 y está presente hasta hoy. Lo que pasa es que hoy gano el lector, lo veíamos venir con el auge beneditiano...
— Ganó el mercado...
— Sí ganó el mercado, ganó con una poesía de lo posible, de lo entendible, de lo comunicante. Pero hay una realidad: si no hay esa comunicación, el Estado no compra ese boleto, el Estado no financia festivales ni ediciones. ¡Viva todo lo que comunica inmediatamente! Lo incomunicable poético desintegra el proyecto nacional. Eso hay que tenerlo bien clarito…
— Entonces, si ha triunfado lo posible, lo sensato y lo comunicable, la poesía retorna a su lugar más natural: el margen…
— O la poesía es de nuevo el territorio de la libertad o no es absolutamente nada.

Eduardo Milán, la resistencia y la insistencia

En la poesía latinoamericana hay una línea muy clara de poetas que al mismo tiempo que han desarrollado su obra creativa se han dedicado a reflexionar sobre la poesía. Lo fue el mexicano Octavio Paz (1914-1998), quien decía que comenzó a escribir ensayos para responderse a las preguntas que se hacía como poeta. Lo fue, ampliamente, el cubano y barroco José Lezama Lima (1910-1976). Lo es, afortunadamente, el venezolano Guillermo Sucre (1933), autor de La máscara, la transparencia, el libro todavía insuperado de crítica de poesía. El uruguayo Eduardo Milan (1951), en nuestros días, comparte la creencia en que el juego de la poesía no sólo es un hacer sino también un pensar.

En un momento en el que la consciencia crítica, la herencia más perdurable de la poesía latinoamericana desde el Modernismo, parece haber cedido, por lo menos en una amplia franja de poetas de ambas orillas de la lengua castellana, a la complacencia de los lenguajes de lo posible y de la certeza, la intemperie crítica parece más necesaria que nunca. Desde ese lugar, hace ya por lo menos tres décadas, Eduardo Milán escribe sus ensayos. Es el lugar, como él mismo diría, de la resistencia y de la insistencia. El lugar de la crítica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario