domingo, 31 de agosto de 2014

Carlos Medinaceli: El desarraigo del tiempo

En sus manos tiene el lector una selección de la obra de Carlos Medinaceli (1898-1949) que tengo el honor de prologar. Y quisiera hacerlo abordando no un eje temático o cronológico, sino un tono existencial del autor y por ser grande también de la sociedad en la que le tocó vivir: el desarraigo.De inmediato se me reprochará que de quien, entre los escritores bolivianos de su generación, no se puede hablar de desarraigo es precisamente de Medinaceli porque nunca viajó fuera de Bolivia, lo que constituye una faceta más de la pobreza, la estrechez del medio y el olvido en las que nuestro autor vivió y murió.ESPACIO. Pero el desarraigo no solo llega por el desplazamiento territorial, que Medinaceli experimentó en sus viajes constantes de Sucre o Potosí a las provincias y en su contacto con el pueblo, indios y cholos; sino también por el tiempo que en su movimiento nos exila del propio espacio y nos arroja a la lucha constante por sufrir lo ajeno y entrañarlo, sin habernos movido de casa.
En uno de los textos más sentidos de Medinaceli que el lector disfrutará en esta compilación, “El sentimiento de la nostalgia y el ananké de la fugacidad en el alma keswa”, el autor señala que la nostalgia india, a diferencia de la gallega o la de otros pueblos migrantes, “no reside en el espacio, sino en el tiempo.  Es la nostalgia trágica de un pasado ya para siempre irreversible”.
Carlos Medinaceli —y su sociedad— está atravesado por la dislocación acelerada de dos mundos: el mundo quechua y el de la más antigua aristocracia colonial, aquella asentada en Sucre, causada por la articulación de la economía boliviana al mercado mundial capitalista, vía exportación de materias primas (plata, estaño, quina, goma), desde la segunda mitad del siglo XIX.
COLONIAL. Y estos trastornos son profundamente contradictorios, aunque comparten el contexto colonial: el mundo criollo que había usufructuado del mundo indio desde la conquista y alrededor del centro político y administrativo de Charcas, al mismo tiempo que lo despreciaba profundamente. Y el mundo indio que de la explotación colonial, de la mita y la hacienda, y del medio siglo de desorden social, político y económico debido a las guerras independentistas y la creación de la república, pasaba a una explotación capitalista organizada y por tanto intensa, aunque inestable en el tiempo: el trabajo asalariado en la mina, la migración campo-ciudad y el constante ensanchamiento y fortalecimiento de un estrato mestizo que —aunque culturalmente indio— se afirmaba en la explotación y negación de su origen.
Creo, sin embargo, que Carlos Medinaceli no se deja sumergir en la nostalgia del desarraigo del presente frente al pasado, ni en la del mundo indígena ni en la de la vieja aristocracia chuquisaqueña, desplazada primero por los nuevos ricos de la plata, Aniceto Arce, Gregorio Pacheco y José Avelino Aramayo y luego por los mineros del estaño y la naciente élite paceña que en la guerra civil de 1899 arrebata a Sucre la centralidad de 350 años.
Medinaceli no queda estupefacto en la mirada de un pasado que se añora o deplora y que está dejando de ser, sino que combate este desgarramiento del tiempo, del cambio de la sociedad con la labor creativa: la afirmación de la energía de la tierra, de una nueva y vigorosa cultura popular —la chola—, la recuperación de los escritores bolivianos del polvo del olvido y del anquilosamiento de la élite criolla. Por eso Adolfo, el protagonista autobiográfico de La Chaskañawi, es un “tipo del pasado —fin de raza— sin porvenir” que se agarra a las polleras de la chola para transitar hacia la nueva sociedad que está emergiendo:
“Adolfo necesitaba una mujer así, que lo maneje y domine y tenga la fuerza que ella tiene para impedirle que se dé por completo a la bebida  (…) Porque el Adolfo es como una guagua, sin voluntad, sin carácter, inútil para la vida. Él necesitaba una mujer como la Claudina, que lo envuelva, que lo waltte (envuelva en pañales como niño) porque él es de esos hombres que no pueden vivir de otro modo si no es abrigados bajo las polleras de la chola” (La Chaskañawi).
Veamos estas profundas transformaciones de la sociedad boliviana en la historia de la familia de nuestro autor, que configuran el locus, el lugar de la experiencia, desde donde piensa su mundo y su época. Seguimos a Mariano Baptista Gumucio en Atrevámonos a ser bolivianos. Vida y epistolario de Carlos Medinaceli en este recorrido ([1974] 2012).
Agustín de Medinaceli y de la Zerda, ingeniero español especializado en minas, llega a Charcas en 1785, “encargado por la Corona para hacer  prospecciones primero en la provincia de Mizque, Cochabamba, y luego en la cordillera de Chichas” (2012: 21). Cuando progresa como minero de la plata, deja la burocracia y se asienta en un amplio latifundio en Cotagaita. Su primogénito, Carlos Medinaceli, criollo ya, estudia en España y a su regreso se alista en el ejército realista, “convirtiéndose en uno de los lugartenientes más distinguidos de Pedro Antonio de Olañeta” (22), hasta que atraído por las fuerzas independentistas, vence en la batalla de Tumusla que “representó el vuelco definitivo de la situación [independentista] y abrió el camino para la autonomía del Alto Perú” (28).
El primogénito de Carlos, Gabino de Medinaceli y Leaño nace en 1815, su hijo Zacarías de Medinaceli y Ferreira pelea en la Guerra del Pacífico y muere en la batalla del Alto de la Alianza, su hijo legítimo Francisco Medinaceli y Villegas es padre de nuestro autor y muere “en 1945 en la casa de hacienda que construyera su tatarabuelo antes del nacimiento de la República” (23). Son entonces seis generaciones que entre 1785 y 1949 (año de la muerte del escritor) marcan el apogeo y la decadencia no solo de la familia Medinaceli, sino de la primera élite republicana que, ya sea reclamando su origen español y su participación en la independencia o las guerras limítrofes, enarbola la paternidad nacional.
La reapertura de la economía boliviana al mercado mundial, que había sido paralizada durante la primera mitad de siglo XIX, trastoca este estrato social que si no logra vincularse a la nueva burguesía que controla mina, barraca, hacienda y Estado, empobrece como la familia Medinaceli. Estos nuevos ricos en cambio aspiran cubrirse de blasones nobiliarios y reproducen con mayor rigor la explotación y el desprecio al mundo indígena, aunque el nuevo signo de la época sea el dinero.
DESARRAIGO. Medinaceli vive el desarraigo de la antigua familia colonial en esta sociedad nueva y ello también representa una tendencia nacional: Sucre, asiento del poder colonial en estas tierras, se hace marginal en la Bolivia del siglo XX. El siguiente es un pasaje extenso de su novela Adela, donde la casa solariega alegoriza la estirpe, y su derrumbamiento, el desarraigo que señalamos:
“En esta casa están las raíces de mi casta y de mi hogar. Esta casa ha venido legándose de generación a generación desde un luengo pasado memorable; desde las tatarabuelas. La casa, empero, está ahora tan desmantelada y ruinosa, que los muros amenazan derrumbarse, las vigas y cumbreras de techos están apolilladas, en los montantes han hecho su nido los khellunchus. Todo da sensación de decaimiento, pobreza y abandono.Miro los muros de la patria mía,
Si un tiempo fuertes, ya desmoronados.Cómo el tiempo pasa; cómo nos cambia… Qué dichoso, qué feliz; con qué ánimo fuerte y claro llegaba, antes, a esta mi casa…A nada le encuentro sabor ahora… esta es mi casa; lo sé bien. Es mi casa por la sangre y el espíritu, por la estirpe y la raza. Si algún día, vencido y viejo, quiera tranquilo reposar en hogareña gleba, he de tornar a este soledoso rincón del campo, refugio último, que porque fue el primero, no repudia ni abandona jamás. Las piedras tienen vida como los hombres… Esta casa vieja, de piedra, tan arrugada, lacrimosa, debe tener corazón de madre…” (citado en Baptista, 32-33).
LUCIDEZ. Lo fascinante de Medinaceli no es que sea parte de una élite estamental en desintegración, sino que siéndolo sea un progresista que ve con lucidez, aunque no haya hablado de socialismo y revolución como Gustavo Navarro (Tristan Marof) de la misma ciudad y generación o los intelectuales socialistas y nacionalistas posteriores, que el problema fundamental de Bolivia pasa por el latifundio y la explotación del indígena por parte de una élite decadente y occidentalizada, fuera de tiempo.
Medinaceli no es solamente el primer intelectual boliviano que afirma con vigor el mundo cholo de las ciudades como fuente de la nueva sociedad y de la nacionalidad, mientras los escritores de la generación previa —Franz Tamayo, Alcides Arguedas, Armando Chirveches, Enrique Finot— y la sociedad liberal condenaban el encholamiento de su tiempo, sino que también respira un conocimiento y sensibilidad de su tierra, de la provincia y su gente, quizá solo comparable a la del también chuquisaqueño Jaime Mendoza a quien admira, y  que le permite estar a salvo del colonialismo intelectual, afrancesado con los liberales, alemán con Tamayo y ruso con los socialistas y comunistas y aunque local, empobrecido en consigna con los nacionalistas, sin dejar de tener un amplio bagaje letrado que sus análisis respiran.
Entre los caminos polvorientos que van de la casa solariega derruida a la plaza, el mercado y la chichería de los pueblos del sur pasa su vida, forjando con la letra un espacio de reconocimiento para la nueva sociedad. Carlos Medinaceli es un intelectual vigoroso porque bebe de la energía de la tierra, que es la sensibilidad a la piel popular que emergía y que protagonizará la revolución de 1952, la recuperación democrática y el proceso de cambio actual. Esta condición, sin embargo, agudizó la conciencia de su desarraigo, que quizá es materia prima de toda reflexión metódica:
“El escritor, el intelectual auténtico, vive siempre en desacuerdo, en abierta contradicción o en flagrante beligerancia con su ambiente y su tiempo. Es siempre un incomprendido, no puede comunicarse con los demás: les es extraño. Por eso, si alguien siente, en su inconmensurable soledad, la cósmica soledad del yo, es el intelectual. La soledad de las alturas. La gélida soledad del páramo espiritual, donde, para vivir, se requiere ser —como pensaba Nietzsche—, o un dios o una bestia (La inactualidad de Alcides Arguedas y otros estudios biográficos.1972: 56).
Su convencimiento de la importancia de la letra y la educación, despreciadas en nuestro medio por una sociedad tradicional en el ocaso y una nueva aún en formación, lo llevó a ser crítico literario como una batalla contra el olvido de pensadores sobre quienes escribía sus ensayos dispersos y quienes le permitían elaborar sus propios planteamientos. Paradójicamente, su cruzada no pudo salvarlo, en su tiempo sufrió la precariedad y el olvido de una sociedad indiferente a la reflexión y con ella a la conciencia de sí, aunque esta ingratitud va siendo enmendada.
DESALIENTO. En un ensayo que da título a la selección póstuma de sus escritos, Chaupi P’unchaipi tutayarka. A mediodía anocheció y que inicia esta edición, el autor analiza las condiciones de desaliento sistemático y pareciera institucionalizado (hasta ahora) en las universidades, gobiernos, la esfera pública y la poca lectura de la población que hacen naufragar temprano vocaciones intelectuales:
“La juventud boliviana no llega al libro: revienta en un discurso, alumbra en un verso, promete mucho… Luego encalla en un empleo, y se burocratiza: o se casa y se domestica; o se da a la política y se enchola, o a la bebida, y se degenera; o muere en edad temprana, o termina con un pistoletazo.” Medinaceli aquí también invocó su destino, su gran talento no vio el cénit, la falta de apoyo institucional, la pobreza, la amargura y la muerte se lo llevaron antes de tiempo. Y, no obstante, nos dejó tanto.
Las generaciones actuales tenemos el deber del desagravio con Carlos Medinaceli y con los creadores que aún hoy bregan contra un medio que si no es abiertamente hostil a la institucionalización del trabajador del pensamiento es indiferente a su contribución. Y la sociedad toda pierde porque seguimos permitiendo que anochezca a mediodía.

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