En sus manos tiene el lector una selección de la
obra de Carlos Medinaceli (1898-1949) que tengo el honor de prologar. Y
quisiera hacerlo abordando no un eje temático o cronológico, sino un
tono existencial del autor y por ser grande también de la sociedad en la
que le tocó vivir: el desarraigo.De inmediato se me reprochará que de
quien, entre los escritores bolivianos de su generación, no se puede
hablar de desarraigo es precisamente de Medinaceli porque nunca viajó
fuera de Bolivia, lo que constituye una faceta más de la pobreza, la
estrechez del medio y el olvido en las que nuestro autor vivió y
murió.ESPACIO. Pero el desarraigo no solo llega por el desplazamiento
territorial, que Medinaceli experimentó en sus viajes constantes de
Sucre o Potosí a las provincias y en su contacto con el pueblo, indios y
cholos; sino también por el tiempo que en su movimiento nos exila del
propio espacio y nos arroja a la lucha constante por sufrir lo ajeno y
entrañarlo, sin habernos movido de casa.
En uno de
los textos más sentidos de Medinaceli que el lector disfrutará en esta
compilación, “El sentimiento de la nostalgia y el ananké de la fugacidad
en el alma keswa”, el autor señala que la nostalgia india, a diferencia
de la gallega o la de otros pueblos migrantes, “no reside en el
espacio, sino en el tiempo. Es la nostalgia trágica de un pasado ya
para siempre irreversible”.
Carlos Medinaceli —y su
sociedad— está atravesado por la dislocación acelerada de dos mundos: el
mundo quechua y el de la más antigua aristocracia colonial, aquella
asentada en Sucre, causada por la articulación de la economía boliviana
al mercado mundial capitalista, vía exportación de materias primas
(plata, estaño, quina, goma), desde la segunda mitad del siglo XIX.
COLONIAL. Y estos trastornos son profundamente contradictorios, aunque
comparten el contexto colonial: el mundo criollo que había usufructuado
del mundo indio desde la conquista y alrededor del centro político y
administrativo de Charcas, al mismo tiempo que lo despreciaba
profundamente. Y el mundo indio que de la explotación colonial, de la
mita y la hacienda, y del medio siglo de desorden social, político y
económico debido a las guerras independentistas y la creación de la
república, pasaba a una explotación capitalista organizada y por tanto
intensa, aunque inestable en el tiempo: el trabajo asalariado en la
mina, la migración campo-ciudad y el constante ensanchamiento y
fortalecimiento de un estrato mestizo que —aunque culturalmente indio—
se afirmaba en la explotación y negación de su origen.
Creo, sin embargo, que Carlos Medinaceli no se deja sumergir en la
nostalgia del desarraigo del presente frente al pasado, ni en la del
mundo indígena ni en la de la vieja aristocracia chuquisaqueña,
desplazada primero por los nuevos ricos de la plata, Aniceto Arce,
Gregorio Pacheco y José Avelino Aramayo y luego por los mineros del
estaño y la naciente élite paceña que en la guerra civil de 1899
arrebata a Sucre la centralidad de 350 años.
Medinaceli no queda estupefacto en la mirada de un pasado que se añora o
deplora y que está dejando de ser, sino que combate este desgarramiento
del tiempo, del cambio de la sociedad con la labor creativa: la
afirmación de la energía de la tierra, de una nueva y vigorosa cultura
popular —la chola—, la recuperación de los escritores bolivianos del
polvo del olvido y del anquilosamiento de la élite criolla. Por eso
Adolfo, el protagonista autobiográfico de La Chaskañawi, es un “tipo del
pasado —fin de raza— sin porvenir” que se agarra a las polleras de la
chola para transitar hacia la nueva sociedad que está emergiendo:
“Adolfo necesitaba una mujer así, que lo maneje y domine y tenga la
fuerza que ella tiene para impedirle que se dé por completo a la bebida
(…) Porque el Adolfo es como una guagua, sin voluntad, sin carácter,
inútil para la vida. Él necesitaba una mujer como la Claudina, que lo
envuelva, que lo waltte (envuelva en pañales como niño) porque él es de
esos hombres que no pueden vivir de otro modo si no es abrigados bajo
las polleras de la chola” (La Chaskañawi).
Veamos
estas profundas transformaciones de la sociedad boliviana en la historia
de la familia de nuestro autor, que configuran el locus, el lugar de la
experiencia, desde donde piensa su mundo y su época. Seguimos a Mariano
Baptista Gumucio en Atrevámonos a ser bolivianos. Vida y epistolario de
Carlos Medinaceli en este recorrido ([1974] 2012).
Agustín de Medinaceli y de la Zerda, ingeniero español especializado en
minas, llega a Charcas en 1785, “encargado por la Corona para hacer
prospecciones primero en la provincia de Mizque, Cochabamba, y luego en
la cordillera de Chichas” (2012: 21). Cuando progresa como minero de la
plata, deja la burocracia y se asienta en un amplio latifundio en
Cotagaita. Su primogénito, Carlos Medinaceli, criollo ya, estudia en
España y a su regreso se alista en el ejército realista, “convirtiéndose
en uno de los lugartenientes más distinguidos de Pedro Antonio de
Olañeta” (22), hasta que atraído por las fuerzas independentistas, vence
en la batalla de Tumusla que “representó el vuelco definitivo de la
situación [independentista] y abrió el camino para la autonomía del Alto
Perú” (28).
El primogénito de Carlos, Gabino de
Medinaceli y Leaño nace en 1815, su hijo Zacarías de Medinaceli y
Ferreira pelea en la Guerra del Pacífico y muere en la batalla del Alto
de la Alianza, su hijo legítimo Francisco Medinaceli y Villegas es padre
de nuestro autor y muere “en 1945 en la casa de hacienda que
construyera su tatarabuelo antes del nacimiento de la República” (23).
Son entonces seis generaciones que entre 1785 y 1949 (año de la muerte
del escritor) marcan el apogeo y la decadencia no solo de la familia
Medinaceli, sino de la primera élite republicana que, ya sea reclamando
su origen español y su participación en la independencia o las guerras
limítrofes, enarbola la paternidad nacional.
La
reapertura de la economía boliviana al mercado mundial, que había sido
paralizada durante la primera mitad de siglo XIX, trastoca este estrato
social que si no logra vincularse a la nueva burguesía que controla
mina, barraca, hacienda y Estado, empobrece como la familia Medinaceli.
Estos nuevos ricos en cambio aspiran cubrirse de blasones nobiliarios y
reproducen con mayor rigor la explotación y el desprecio al mundo
indígena, aunque el nuevo signo de la época sea el dinero.
DESARRAIGO. Medinaceli vive el desarraigo de la antigua familia
colonial en esta sociedad nueva y ello también representa una tendencia
nacional: Sucre, asiento del poder colonial en estas tierras, se hace
marginal en la Bolivia del siglo XX. El siguiente es un pasaje extenso
de su novela Adela, donde la casa solariega alegoriza la estirpe, y su
derrumbamiento, el desarraigo que señalamos:
“En esta
casa están las raíces de mi casta y de mi hogar. Esta casa ha venido
legándose de generación a generación desde un luengo pasado memorable;
desde las tatarabuelas. La casa, empero, está ahora tan desmantelada y
ruinosa, que los muros amenazan derrumbarse, las vigas y cumbreras de
techos están apolilladas, en los montantes han hecho su nido los
khellunchus. Todo da sensación de decaimiento, pobreza y abandono.Miro
los muros de la patria mía,
Si un tiempo fuertes, ya
desmoronados.Cómo el tiempo pasa; cómo nos cambia… Qué dichoso, qué
feliz; con qué ánimo fuerte y claro llegaba, antes, a esta mi casa…A
nada le encuentro sabor ahora… esta es mi casa; lo sé bien. Es mi casa
por la sangre y el espíritu, por la estirpe y la raza. Si algún día,
vencido y viejo, quiera tranquilo reposar en hogareña gleba, he de
tornar a este soledoso rincón del campo, refugio último, que porque fue
el primero, no repudia ni abandona jamás. Las piedras tienen vida como
los hombres… Esta casa vieja, de piedra, tan arrugada, lacrimosa, debe
tener corazón de madre…” (citado en Baptista, 32-33).
LUCIDEZ. Lo fascinante de Medinaceli no es que sea parte de una élite
estamental en desintegración, sino que siéndolo sea un progresista que
ve con lucidez, aunque no haya hablado de socialismo y revolución como
Gustavo Navarro (Tristan Marof) de la misma ciudad y generación o los
intelectuales socialistas y nacionalistas posteriores, que el problema
fundamental de Bolivia pasa por el latifundio y la explotación del
indígena por parte de una élite decadente y occidentalizada, fuera de
tiempo.
Medinaceli no es solamente el primer
intelectual boliviano que afirma con vigor el mundo cholo de las
ciudades como fuente de la nueva sociedad y de la nacionalidad, mientras
los escritores de la generación previa —Franz Tamayo, Alcides Arguedas,
Armando Chirveches, Enrique Finot— y la sociedad liberal condenaban el
encholamiento de su tiempo, sino que también respira un conocimiento y
sensibilidad de su tierra, de la provincia y su gente, quizá solo
comparable a la del también chuquisaqueño Jaime Mendoza a quien admira,
y que le permite estar a salvo del colonialismo intelectual,
afrancesado con los liberales, alemán con Tamayo y ruso con los
socialistas y comunistas y aunque local, empobrecido en consigna con los
nacionalistas, sin dejar de tener un amplio bagaje letrado que sus
análisis respiran.
Entre los caminos polvorientos que
van de la casa solariega derruida a la plaza, el mercado y la chichería
de los pueblos del sur pasa su vida, forjando con la letra un espacio
de reconocimiento para la nueva sociedad. Carlos Medinaceli es un
intelectual vigoroso porque bebe de la energía de la tierra, que es la
sensibilidad a la piel popular que emergía y que protagonizará la
revolución de 1952, la recuperación democrática y el proceso de cambio
actual. Esta condición, sin embargo, agudizó la conciencia de su
desarraigo, que quizá es materia prima de toda reflexión metódica:
“El escritor, el intelectual auténtico, vive siempre en desacuerdo, en
abierta contradicción o en flagrante beligerancia con su ambiente y su
tiempo. Es siempre un incomprendido, no puede comunicarse con los demás:
les es extraño. Por eso, si alguien siente, en su inconmensurable
soledad, la cósmica soledad del yo, es el intelectual. La soledad de las
alturas. La gélida soledad del páramo espiritual, donde, para vivir, se
requiere ser —como pensaba Nietzsche—, o un dios o una bestia (La
inactualidad de Alcides Arguedas y otros estudios biográficos.1972: 56).
Su convencimiento de la importancia de la letra y la educación,
despreciadas en nuestro medio por una sociedad tradicional en el ocaso y
una nueva aún en formación, lo llevó a ser crítico literario como una
batalla contra el olvido de pensadores sobre quienes escribía sus
ensayos dispersos y quienes le permitían elaborar sus propios
planteamientos. Paradójicamente, su cruzada no pudo salvarlo, en su
tiempo sufrió la precariedad y el olvido de una sociedad indiferente a
la reflexión y con ella a la conciencia de sí, aunque esta ingratitud va
siendo enmendada.
DESALIENTO. En un ensayo que da
título a la selección póstuma de sus escritos, Chaupi P’unchaipi
tutayarka. A mediodía anocheció y que inicia esta edición, el autor
analiza las condiciones de desaliento sistemático y pareciera
institucionalizado (hasta ahora) en las universidades, gobiernos, la
esfera pública y la poca lectura de la población que hacen naufragar
temprano vocaciones intelectuales:
“La juventud
boliviana no llega al libro: revienta en un discurso, alumbra en un
verso, promete mucho… Luego encalla en un empleo, y se burocratiza: o se
casa y se domestica; o se da a la política y se enchola, o a la bebida,
y se degenera; o muere en edad temprana, o termina con un pistoletazo.”
Medinaceli aquí también invocó su destino, su gran talento no vio el
cénit, la falta de apoyo institucional, la pobreza, la amargura y la
muerte se lo llevaron antes de tiempo. Y, no obstante, nos dejó tanto.
Las generaciones actuales tenemos el deber del desagravio con Carlos
Medinaceli y con los creadores que aún hoy bregan contra un medio que si
no es abiertamente hostil a la institucionalización del trabajador del
pensamiento es indiferente a su contribución. Y la sociedad toda pierde
porque seguimos permitiendo que anochezca a mediodía.
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