Lo conocí hace ya un buen tiempo, entonces como poeta —lo que apunta a una manera particular de acercarse al lenguaje—. Compartimos andanzas en La Paz y en Madrid, y yo le llamaba “el Pavese boliviano”, por el parecido en el aspecto físico y en la dedicación plena a la literatura.
No recuerdo aventura o conversación con Alfonso Murillo que no estuviera emparentada con la literatura, que no fuera literaria de algún modo. Cualquier paseo por El Prado paceño o por el madrileño Lavapiés se tornaba literatura.
No me entiendan mal. Alfonso Murillo no es como esa gente que dice en voz alta y para que los escuchen “solo vivo por la literatura, nada más me importa”, con el mismo tono con que podrían decir, entornando los ojos, “Mozart me subyuga”. No. Se trata de que, dentro de una vida normal, en la que uno sale de su casa, compra el pan —y, antes, tiene que trabajar para ganárselo—, lee el periódico y recorre distancias, dentro de todo eso, de la cotidianidad de la vida, Alfonso Murillo siempre sabe buscar lo literario, lo encuentra y lo vive. Y luego, si se puede, lo escribe.
Y digo “si se puede” porque la literatura es para Alfonso Murillo labor lenta, trabajada sin apuro. Por eso se toma su tiempo para dar a la imprenta sus libros. Por eso hemos debido esperar tanto después de su El hombre que estudiaba los atlas. Y la espera ha valido la pena.
Y ese “hombre que estudiaba los atlas”, de simenoniano título, nos lleva a esas definiciones de algunos de sus personajes, señalados más por su actividad que por su nombre o por su aspecto. Así, en este libro encontramos al “hombre del parque” o al “hombre del crepúsculo”. Son definiciones lejanas, marcadas por un solo rasgo, que cuadran bien a esos personajes solitarios que pueblan los cuentos de Alfonso Murillo. Personajes de los que apenas sabemos el nombre —si acaso, se cita una vez—, porque apenas oyen su nombre: les falta el “sírvete” que decía Vallejo. Viven vidas apartadas del común, ya sea por las circunstancias —riqueza y ocio, a menudo mal aprovechados— o por escoger el solitario camino del arte. Y ese camino del arte, de la literatura en concreto, es el que ha elegido Alfonso Murillo.
Su vida está entreverada de afectos literarios. Tal como William Blake hablaba con los ángeles todas las tardes de cinco a siete, Alfonso Murillo departe habitualmente con los grandes maestros de la literatura universal. Y por eso los cita en sus obras. Los cuentos de Alfonso Murillo están poblados de nombres señeros: Bruno Schulz, Klossowski, Carver, un Melville de cuyo nombre el protagonista no quiere acordarse…
Todos ellos están presentes en su obra, junto a otros que están escondidos de tan mimetizados, de tan a gusto como se encuentran en las páginas de sus cuentos. Así, hay ecos de Cortázar, de Vargas Llosa, y por supuesto de Borges: en esos epígrafes o subtítulos que nos llevan a la Historia universal de la infamia o en esa fusión inseparable de realidad y simulacro que hay en la Sociedad Poincaré, vinculada a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y a El congreso. Alfonso Murillo trabaja con muchas y variadas influencias, como es esperable en un lector-escritor de talla. De la destilación de sus lecturas en el alambique de su visión del mundo va surgiendo su estilo, desnudo y acerado.
No quiero cerrar esta reseña sin resaltar algo muy importante en la obra de Alfonso Murillo, algo que rara vez aparece en las obras bolivianas. Me refiero a la integración de Bolivia con el mundo; a esa capacidad de ser genuinamente boliviano y a la vez profundamente universal.
Parece que tuviéramos que resaltar todo el tiempo que somos bolivianos: que hubiera que hacer canciones sobre minibuseros, hablar de la coca, de la quinua y del solsticio y el culto al Sol —culto que, por cierto, han observado todos los pueblos del orbe—. Y perdemos mucha fuerza creativa cuando nos obsesionamos en recalcar nuestras particularidades. Con eso se consigue poco más que una postal turística.
Alfonso Murillo se sabe y se siente profundamente boliviano, y por eso no tiene necesidad de mostrarlo todo el tiempo. Por eso se puede dedicar a algo interesante y productivo: a establecer las conexiones entre Bolivia y el resto del mundo, en las condiciones normales de semejanza y fraternidad humanas. “Nada humano me es ajeno”, como dijera Terencio.
Y así Alfonso Murillo puede engarzar sus cuentos y sus personajes dentro de la tradición universal y boliviana a la vez, con la mayor naturalidad. Así, en uno de sus cuentos se nos habla de Jaime Saenz diciendo que “fue, a su modo, nuestro Lovecraft andino”.
Esa imagen, la de Saenz como el Lovecraft andino, nos sirve de guía para romper clichés, y nos da un ejemplo de cómo se debe mirar la tradición literaria, tanto boliviana como universal: con ojos imaginativos, curiosos y precisos. Como la mirada de Alfonso Murillo.
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