domingo, 24 de octubre de 2010

La última curda de Viscarra

Los descarnados relatos de Víctor Hugo Viscarra, el cronista del submundo paceño, reunidos en el libro “Borracho estaba, pero me acuerdo”, son publicados por primera vez en Argentina. El periódico Página 12 califica el libro, aparecido en 2002, como “una obra de culto” y a su autor como “uno de los secretos mejor guardados y aún resistidos de la literatura boliviana”

“Soy antropólogo: soy experto en antros”, decía Víctor Hugo Viscarra, muerto de cirrosis en 2006, para presentarse como narrador del submundo. Viscarra escribió sobre lo que conocía: el laberinto de las calles, las cantinas de mala muerte, la cárcel, el alcohol barato, la delincuencia, la adicción al pegamento y la marginalidad.

“Borracho estaba, pero me acuerdo” –su tercer libro de relatos ahora publicado por primera vez en Argentina– recrea la vida de un hombre que pasó más de tres décadas viviendo a la deriva entre las ciudades de La Paz y Cochabamba. A mitad de camino entre la crónica, las memorias y el cuento corto, los cincuenta relatos reunidos en el volumen pintan un feroz fresco del bajo fondo andino. “Jamás podrán decir que Viscarra escribía sobre lo que no sabía, como ocurre con varios escritores borders de moda”, explica la escritora Virginia Ayllón, desde las alturas paceñas. Esas calles donde Viscarra no tenía nada que perder, donde caminar la noche con un escuálido abrigo y su botellita con alcohol puro a la espera de los salvadores rayos del alba fueron construyendo su universo. Delincuentes de prontuarios flacos que penan en granjas de rehabilitación; humildes emigrados del campo que subsisten a los tumbos cargando sus penas en los mercados populares; lustrabotas que vuelan entre vahos de thinner; viejos proxenetas venidos a menos; expertos en cuentos del tío y otras sableadas; voluptuosas cholitas dedicadas al strip-tease. Se puede pensar que la de Viscarra es una literatura menor que asume una doble marginalidad: desde lo que dice –sus personajes, sus escenarios– hasta cómo lo dice. Voces quechuas, aymaras, campesinas, lúmpenes y siempre explotadas. Sus memorias tejen, en primera persona, la política marginal de las urbes andinas.

Viscarra nació en 1958. Su madre era pobre, su padrastro era pobre, todo el mundo –salvo dos o tres familias dueñas de las minas de estaño– era pobre en la Bolivia de aquellos años. “Puedo decir que a los 12 años me sumergía de cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí cosas, buenas y malas. La noche de La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse para siempre”, escribe Viscarra en “Frío en el alma”, uno de los relatos de “Borracho estaba...”.

Desde aquella noche iniciática, las leyendas urbanas sobre las derivas del “Bukowski andino” lo transformaron en un auténtico mito dentro de las letras bolivianas: efímeros pasos por redacciones, algunos trabajos como escritor fantasma y otras fugaces intervenciones menores en diversos oficios terrestres con la omnipresente sombra del alcohol a cuestas. Su primer libro, que lo rescató del anonimato, fue “Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano” (1981), un soberbio documento recopilatorio del lunfardo y el argot carcelario, que la policía nacional boliviana publicó sin siquiera mencionar al cronista. Luego de aquel primer mal trago llegaron “Relatos de Víctor Hugo”; “Alcoholatum y otros drinks”; “Avisos Necrológicos” y “Ch’aqui fulero”, que se han convertido en auténticos best sellers de la piratería librera boliviana.

Desde los callejones paceños y cochabambinos, Viscarra supo transformarse en la punta de lanza del grupo de narradores que comenzaron a gestar sus proyectos literarios algunas décadas después de que el cimbronazo político y social de la Revolución del ’52 haya quedado empantanado en reformismos tibios. Pero no tan alejados de la dura herencia de los gobiernos militares y los años dulces de la cocaína y el neoliberalismo. Los relatos de otros escritores paceños, como la extensa obra del maldito Jaime Sáenz, los cuentos de Adolfo Cárdenas, Wilmer Urrelo y William Camacho encuentran fuerte sintonía con la obra de Viscarra. Relatos urbanos, textos con un manejo erudito del argot callejero y sus códigos; historias autobiográficas donde el humor ácido y la ironía se beben de un saque. Cuentan que en varios de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). El tiro del final se lo dio una cirrosis fulminante que se lo llevó en mayo de 2006.

En su libro, Viscarra traza una cartografía marginal sobre mercados negros, comedores populares, basurales, puteros, comisarías, bares, cabarets y barriadas. Viscarra sobrevivía merodeando una ciudad de La Paz semiclandestina; la de antros fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno (con sus paredes decoradas con imágenes de La Divina Comedia), El Abismo y El Volcán; cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas cuestan centavos y la regla es amanecer muerto o, con suerte, desnudo.

Con su especial manera de narrar su resistencia, Viscarra también luchaba por ser un extranjero en su propia lengua y construir un espacio al margen del canon literario boliviano que lo condenó a un frío ostracismo.

En la última entrevista que dio, pocos meses antes de su muerte, Viscarra decía: “El mío es un trabajo contraliterario. Hay muchos que se sienten ofendidos con mi literatura. Con mi libro ‘Borracho estaba, pero me acuerdo’ he tenido tres juicios por difamación. Pero como no tengo un lugar fijo donde vivir, no pasó nada. Además, todos los que me homenajean son unos hipócritas que viven en la porquería”.
“El Apocalipsis dice que vendrá el Juicio Final y habrá gente que se irá al infierno por sus actos, pero yo digo: me da igual, porque he vivido toda mi vida en un infierno”, remata.

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