lunes, 6 de abril de 2015

Sergio Suárez desde las sombras



A la espera de una noticia primicial, trasnochados periodistas compartíamos el café y el cigarrillo nocturno en la sala de redacción de nuestro matutino, allá por los años 60 del siglo pasado. Comentarios aislados sobre política, esperanzas abiertas a éxitos deportivos y un monótono ruido de dados lanzados en busca de la generala triunfante ambientaban el lugar. En ese escenario de noticias imprevistas, un colega me dijo: “En el barrio de El Alto vive una persona de quien conozco su talento puesto al servicio de la cultura con definida inclinación a la poesía, la música y al teatro; su nombre: Sergio Suárez Figueroa, llegado, según comentarios, desde una provincia uruguaya de nombre Cerro, aunque también trasciende que nació en otro país. Lo evidente es que, ahora, él tiene ciudadanía boliviana”.

El dato abrió interés especial en mi persona. Tenía a mi cargo una página quincenal destinada a las actividades culturales y aquella presencia en La Paz no podía pasar desapercibida, pero un encuentro inmediato no fue posible, porque el poeta estaba de viaje. Tuve que esperar cuatro meses para entablar una relación que comenzó después de un concierto con aires folklóricos.

De pocas palabras en el diálogo y muy significativas en el concepto del quehacer cultural, Suárez Figueroa me hablaba de su inclinación a la literatura y a la música de “sonidos mayores” así clasificada por su persona, la creación de la música de los grandes compositores clásicos del mundo. Había participado de veladas musicales junto a otros cultores del folklore nacional, con quienes llevó nuestras melodías hasta Venezuela donde el conjunto tuvo acertadas actuaciones.

De retorno a Bolivia su interés estuvo inclinado a un repertorio selecto, aquel que “resucitaría” música de la Edad Media y algunos temas de la época del Romanticismo. Su guitarra, aquella que había vibrado con las melodías más sobresalientes de autores bolivianos, resonó con la cadencia propia de un instrumento clásico en un recital ofrecido en el auditorio del Paraninfo Universitario de la Universidad Mayor de San Andrés, en febrero de 1968.La repercusión de aquella entrega musical conmovió a un público que pedía una nueva presentación de Suárez Figueroa, lo que motivó a Marcelo Quiroga Santa Cruz a organizar la nueva entrega sonora para el siguiente mes, pero Sergio Suárez Figueroa falleció, legando a nuestra cultura una obra literaria entregada a la prosa poética, el ensayo y el teatro. Murió a la edad de 45 años,

Transcurridos muchos años, se desgranan los recuerdos y la mente se proyecta hacia un pasado que abre una visión retrospectiva con una serie de acontecimientos desordenadamente captados. Ya no importa si Suárez nació en Uruguay o no; lo valioso es que murió con ciudadanía boliviana, país que le dio la oportunidad de brillar en la cultura y formar un hogar cuando El Alto dejó de ser un barrio más de La Paz transformándose en ciudad progresiva. Pasaron más de 40 años de aquel febrero del adiós. Desde las sombras nos ilumina el poeta, dramaturgo, músico, enfermero, periodista, bibliotecario, esposo y padre de familia, a quien le bastaron cuatro décadas y media para cumplir un cometido testimoniado en las páginas de sus libros, en la crítica del periodismo literario y en los artículos que él escribió en La Patria, de Oruro.

Su biografía emerge de las amarillentas páginas de nuestros diarios y desde la memoria de quienes lo conocimos.

La relectura de columnas de prensa permite el acercamiento a su imagen y a los días en que un tren carguero llegó a la estación de Oruro donde desembarcó Sergio, junto a dos amigos con quienes había escapado desde Argentina. Desde la fuente periodística a través de una entrevista a la señora Ligia López, viuda de Suárez, lograda por Álvaro Diez Astete, el poeta llegó a la ciudad minera el año 1944. Allí conoció a los vates Luis Mendizábal Santa Cruz y Carlos Mendizábal Camacho los que abrieron las puertas del quehacer cultural en literatura y la música. Quizá de aquellos días data una de sus composiciones poética publicada en Presencia Literaria, como página inédita de Sergio Suárez Figueroa. El comienzo del poema dice:

“Aún no tenía la noción de haber ingresado a la vida. ¿Qué era la vida? Todo parecía una amenaza. Los esbeltos árboles dorados, en el crepúsculo. Los destellos de fuego quemando el horizonte, haciéndolo hervir en lejanías aterrantes depositándolo en la hondura atónita de las pupilas; pupilas cuya pureza premonizaban la intrusión de las pruebas, esos vagos encapuchados emergiendo en el rumor de un patio, bajo la magia de la palabra en el verano, y el son de melancólicas flautas después del anochecer.”

La vida fue, sin duda, una carga de contrastes en los días que Suárez Figueroa estaba sujeto a su padre, aquel armador de barcos que llevó a la familia hasta las playas argentinas, enfrentando una existencia de la cual Sergio escapó en busca de nuevos horizontes, encontrados en su nueva patria: Bolivia. Las nuevas amistades orureñas le dieron toda esperanza. Suárez Figueroa trabajó en un hospital como enfermero, pero dejó esa responsabilidad a causa de una experiencia que lo llenó de horror.

Las necesidades prioritarias de su existencia tenían momentos muy difíciles, lo que le llevó a cumplir su trabajo donde se ubicaba, como en aquel tren de carga, en el cual vestía un delantal de mesero atendiendo a los viajeros, sin otro fin que el de pagar el pasaje, lo cual confirmaba aquello que todo trabajo dignifica a quien lo realiza honestamente. También estuvo ante miles de libros que le acercaban a ilustres escritores bolivianos y extranjeros cuando fue incorporado a la Biblioteca Municipal de Oruro.

Las páginas del matutino La Patria contaron con su pluma en la columna llamada Perfiles, la que firmaba con el seudónimo Quasimodo. Esa labor de apariencia rutinaria era matizada con pulsaciones llevadas a las seis cuerdas de su guitarra. Había cultivado el arte del sonido como una distracción, sin embargo, su técnica lo ubicó entre los ejecutantes más distinguidos que se conocieron en Oruro, como más tarde en La Paz y otras ciudades. El tiempo pasaba entre música y literatura hasta que conoció a una dama ornamentada por su sencillez, quien despertó sentimientos profundos en el bardo y se unió en matrimonio. El nuevo hogar diseñaba nuevos emprendimientos en medio de la ternura de los hijos y la inquebrantable voluntad de vencer los contrastes propios de una vida entregada al amor y al trabajo.

Evoco una tarde sabatina de los años 60, en El Diario, con muy pocos periodistas en la sala de redacción. Sergio Suárez prestaba servicios a ese matutino con sus valiosos comentarios sobre temas culturales. Caminaba de un lado a otro entre escritorios y apiladas de periódicos paceños, hasta el momento en que iniciamos un corto diálogo. Sergio me hablaba de su poesía creada como una escapatoria a sus horas enfrentadas a dificultades cotidianas. No ponía énfasis en lo que significaba verso o prosa poética, pues para él valía el contenido, no la forma sujeta a reglas literarias. Mientras hablaba, sus palabras creaban oraciones rítmicas en tonalidad muy baja, como si temiera incurrir en errores. Los silencios tenían la plasticidad de los creadores de imágenes cromáticas. Luego volvía al tema literario y resaltaba sus trabajos destinados al género teatral y, en tal sentido, sostenía que allí, en esa labor casi cotidiana, se plasmaba su vocación.

Conservo solo dos libros suyos: La peste negra, en el género del teatro y El tránsito infernal y el peregrino, en prosa poética. Este poemario editado 1967 —un año antes de su fallecimiento— incluye una dedicatoria a mi persona; honor recibido de manos de un “colega” con quien compartí horas inolvidables cambiando opiniones sobre el acontecer diario y las obras que escribía el “trovador alteño”. No es fácil elegir determinado poema, dada la dispersión de su producción, pero doy paso a una corta prosa poética:

“Una tarde alguien me obsequió la esfera desvencijada de un reloj de bolsillo. Un niño había colocado detrás de ella un trozo de cartón en que había fijado la imagen de una muchacha recortada de una revista ajada. / En la noche tuve un sueño plácido y al día siguiente reparé que la foto de mi novia terrestre había desaparecido.”

Las 50 páginas del poemario parecen insuficientes para captar el sentimiento de Sergio y, sin embargo, cada oración gramatical aviva recuerdos que me conducen hacia mis archivos privados. Pocas páginas de viejos diarios y versos publicados en libros de antologías seleccionados por Yolanda Bedregal y Porfirio Díaz Machicao, hacen posible un nuevo acercamiento al poeta. Allí están los poemas: Como la grave niebla del pánico, Los rostros mecánicos, Pureza al anochecer.

También pude rescatar un comentario sobre la pintura del maestro Gil Imaná y un poema, ambos publicados en la revista NOVA dirigida por Fernando Diez de Medina, en agosto de 1963. Sobre la pintura de Imaná escribió: “Pintor de aparente serenidad hace trasuntar a través del equilibrio un mundo intranquilo”.

El poema titulado No hay un hermoso crimen tiene el siguiente contenido: “Busco en la mansión de las aguas —cortinaje veloz que cubre la frente cenicienta de los montes— esa canción lejana, nocturno parpadeo y regueros de luz y soledad que amplía y llena el musical rumor.”

“Tú, más trascendente que lo que te designa, habitas —no estando cerca— mi melancolía, el oculto sentido, la abismal significación de las cosas.”

“La ciudad es solo el mustio escenario de mi tristeza, y desde esta altura transito con un automático ritmo el movimiento que me hace circular.”

“En esta altura donde los ojos divagan, mis manos aclaran vivos cristales empañados y la húmeda luz de la noche desciende detrás de mío al borde de los secos pasos.”

“Trato de evocar la dimensión de este enorme sentimiento que se estremece como un arpegio y que hoy, dulce noche de las serenas lluvias, no se prolonga en las estrellas.”

“No tengo a dónde huir y mi pensamiento, como leve algodón en el ámbito de la montaña, hace descender entre los vientos no sé qué peregrino equilibrio.”

“De pie, frente a las luces que trepan la gigantesca ladera lejana, no hay un hermoso crimen que me revele intensamente vivo, ni un amor transfigurante donde el tiempo haya perdido la noción falsa del hoy y del mañana.”

Su vinculación con los escritores Jaime Saenz, Luis Mendizábal Camacho y Carlos Aróstegui, lo ubicaron en el panorama de la literatura boliviana dando paso a la creación de sus obras: Los rostros mecánicos, El tránsito infernal y el peregrino, Como la grave niebla del pánico, Siete umbrales desciende hasta Job, El arpa en el abismo, El hombre del sombrero de paja, Un viejo cementerio abandonado bajo la lluvia, La peste negra, La azotea.

Sergio Suárez Figueroa recibió el año 1967 el Gran Premio Nacional de Teatro “Franz Tamayo”. Sus actividades continuaron con cierta interrupción dado el deterioro de su salud hasta que una embolia cerebral le causó la muerte.

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