Orfeo
Existe un contacto con la muerte, pero su presencia entreabre sus
invisibles alas oscuras cuando la vida es el testigo efímero que la
trasciende. Entonces, su misterioso rumor tentacular y ávido estremece
el temblor sobre el resucitado. Deja sus huellas de otra zona, de donde
casi no se regresa para poder narrarlo en el tamiz trivial de la plática
doméstica.
De ahí es que
entonces comienzas a tener la noción exacta, de que la conformación de
tus huesos hace extrañas dislocaciones en tu organismo, como si se
tratara de un instrumento de maravillosas resonancias.
Tus clavículas estallan en extraños crujidos y murmuraciones,
trocándose en un todo arquitectónico que nada tiene que ver con la
mirada, que se ha quedado enceguecida por el deslumbramiento de tomar su
cuerpo como algo ajeno; un pretexto para que lo maravilloso de tu ser
se exprese y se ponga en contacto con esta trivialidad de estar
viviendo, y que al mismo tiempo configura la premonición de que el
éxtasis toma una dimensión de vértigo.
Ser un evadido de la muerte implica desde ya haber penetrado en lo
iluminatorio. Y es como asistir al deslumbramiento que causa en nuestro
ser la no participación del cuerpo, que gesticula en la intuición
desconcertada que inspira el macabro dibujo de una radiografía.
De mi paso por la muerte tengo un fresco recuerdo casi mecánico y
exclusivo en las caderas. Ellas no pertenecían a mi carne, y mi carne no
existía para mi percepción interna.
Más que mi carne, —como un viejo molino desvencijado, y en esos
aprendizajes que provienen de una profunda convalecencia— sentía sólo mi
esqueleto.
Y como los
infantes, inesperadamente, descubren que poseen un cuerpo, los hombres
adultos al pasar por un trance mortal y volver a nacer, descubren que
tienen un esqueleto. Y él hace sus visajes un poco apartados del
espíritu, asumiendo la dinámica de una terrible coreografía que se
recobra en una forma objetiva en la memoria, y a la que uno asiste con
una temible curiosidad que casi resulta quimérica y risible.
Y uno intuye, desconcertado, que hay algo más profundo que nuestra
mecánica, y que somos una cosa muy distinta a la que creemos ser. Hasta
podría aventurar, que vivos, asistimos al espectáculo de nosotros mismos
desde afuera, y muertos, entramos en nosotros a convivir con el ser y
la totalidad en la verídica introversión santificada. Esta es toda la
luz que obtuve de mi muerte.
Arte de alquilar una casa
Sabrás que para alquilar una casa hay que poseer mucho tino. Ella
siempre es una trampa de las potencias oscuras o de las claridades
apenas entrevistas. Una casa jamás es inorgánica. Y las vigas se
iluminan de un cosquilleo y un escalofrío en el gran silencio que vierte
la noche. Sobre sus muros los perros dibujan su olfato, con el hábito
ancestral de hacerlo —como sus abuelos— y las gotas encienden sus
pensativas linternas sobre la sordidez o sobre el anhelo.
Una casa nos brinda en las paredes sus signos astrológicos, y la
premonición grafológica en la torpe ortografía aparentemente estéril que
dejan las patas de las moscas y los dedos de los niños: su geografía,
sus ríos y sus tumbas y los abismos y remansos del que la arrienda. De
ahí que una aguja clavada sobre el empapelado puede presagiar cosas
funestas a tu vocación sin nubes. Ello puede ocurrir en una casa de
orates o en un convento donde un leproso ha aspirado con fruición el
perfume de las rosas o del aire inmovilizado en los jardines.
Puede estar iluminada maravillosamente sin que sobresalga un solo hueso
de los muertos, o de los sepelios anónimos que han transpuesto sus
dinteles, o de los canes misteriosos que luchan debajo de un crucifijo
por la salvación ignota de tu alma.
Antes de tomar una casa en alquiler estudia los rasgos de sus dueños.
La psicología de sus cerraduras, de sus cerrojos, de sus ventanas, de
sus dinteles —donde platican sombras paradas para tu angustia
impensada—, para tus cadenas que limpias todos los días con un líquido
precioso que tiende a asfixiarse, a surtirte si eres pervertido, de las
más maravillosas humillaciones.
Hay casas que causan pavura. Lo sé por experiencia. Casas donde el
silencio se espesa, y desata serpientes húmedas por detrás de los muros y
adquiere sus polillas o sus ciempiés con el fin que medites de vez en
cuando sobre la proximidad del purgatorio.
Una casa con jardines siempre es una cripta o un cementerio. Con
solárium, un buen lugar para escarbarse los dientes del hastío. Con
llamador, un elemento que hace pensar en las manijas de los ataúdes. Con
techos puntiagudos, las angustias crecientes de una mujer soltera. Con
pozos de agua, los suicidios de las muchachas poseídas por la lujuria de
los sueños felices. Con piscina, la muerte misteriosa de los
millonarios. Y todo así. Porque la casa es un castigo o una perdición
desconocida para los fines del hombre. Es la asfixia después de los
largos viajes. Y es el aprendizaje para la muerte. La devoción del
paraíso de sus propias miserias. Muy pocas veces, quien sabe, la odisea
de la libertad o de esa felicidad sin anhelos sobre la vida.En esta
forma expreso que cada día alquilas tu tristeza, tu impotencia, de la
cual hacen escarnio las risas silenciosas de los muros, que a su vez te
ven reír como un simio, o folgándote con tu pudor espontáneo y tan puro,
para escribirlo en la eternidad, y para proyectarlo ante el asombro aún
increado. Film aterrante en que actúa un extraño que no eres tú, que
nunca eres el mismo a cada instante, y que sin embargo es tu forma de
forjador pasivo de esa sombra que en el cielo o en el infierno te
ejercita y te oprime hasta hacerte estallar como una chinche, en formas
sucesivas y para siempre, y para siempre.
Punto de referencia
Sin querer, los antiguos rostros se repiten.
Rostros que hemos visto en la infancia, en otras zonas, bajo el color
de otras hojas —follajes verdinegros de países lejanos— y tan próximos
por el corazóny los sueños.
Con ellos han venido el terror y la alegría.
Un terror que no queremos que sea renovable y una alegría perdida en un
río mudable, que algunas veces en sus períodos lagunares, pintó, nunca
iguales, los vagos abismos del cielo. (Nada queremos repetido y sin
embargo esa rama que ahora tiembla bajo la luz es tan horriblemente
comprendida que el hastío siempre ha sido el poeta que la cante. ¿Dónde
aullará hoy día la mentada mirada sorprendida?)
Esa alegría no nos hizo más grandes, ese terror sólo nos dio un miedo demente hacia los seres tranquilos.
Esos seres que algunas veces han aspirado con deleite la brisa y a los
cuales sólo les faltó esa oportunidad, tan leve, de matar a su madre en
legítima defensa. Hoy, lejos de ese país, un rostro que pasaba me
recordó a mi padre. Hoy he querido no haber nacido.
La canción de las islas
Nuestra piragua rosa es apenas un sueño sobre el mar. Dormitas, y
cuando entreabres los ojos humedeces las nubes celestes,y el pájaro se
perfuma en el aire luminoso.
En ese breve instante, sé que para ti ya no soy; porque lanzas muy suavemente, como palomas al horizonte —más allá de tu mirada
—tres gatos en éxtasis.
Mi canción nieva como una flor
inútilmente sobre tu recuerdo.
¡Pobre de mí y de ti que no me entiendes
blanca Nautilia!
Mi muerte fue
cuando el alba iluminó de rosas
tus pupilas —pájaros llenos de sonrisas
en viaje al infinito.
Eras blanca temblando sobre el cielo,
como un lirio sensual en puntas de pie,
embriagado hasta el delirio por el
perfume del mar.
¡Oh blanca Nautilia!, ¿por qué no me miras?
¿Por qué humedeces con tus labios el paisaje?
Es inútil que hable, que suplique;
mi palabra ya no es música en el caracol
de tus orejas,
y el mar sigue murmurando su verde
indiferencia,
bañando mis pies de náufrago,
sin comprender mi horrible eternidad,
fugitiva y dolorosa
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