domingo, 22 de diciembre de 2013

Las poesías que atravesaron mi vida

En cada contingencia de la vida debe haber un poema. Cuando era un adolescente vino en mi auxilio un poema de Rudyard Kipling; yo no sabía entonces que era el más famoso de todos, y que todos lo habían leído ya, pero yo tenía doce años y apenas había empezado a leer libros.

Ignoro por qué descubrí entonces a Rudyard Kipling, pero allí estaba ese poema, ante mí; lo leí tantas veces, me lo supe tan bien, que cuando me di cuenta ya lo recitaba de memoria; y me lo supe tan bien que incluso me lo sabía con lo que no era la sustancia del poema, pero estaba en la misma página, era parte de lo que veía y de lo que leía: el nombre del traductor. Así que lo leía mentalmente y mentalmente concluía así: “Traducción: Miquelarena”.

Luego supe quién era Miquelarena: era aquel hombre que, asustado como José Ortega y Gasset del ruido que hacían los españoles en una estación de tren, le escuchó decir al filósofo más importante de la España del siglo XX: “Qué país, Miquelarena”.

Pues así acababa yo el recitado mental o dicho del poema más famoso de Kipling. Gracias a ese poema fui sabiendo que muchas de las inquietudes de la adolescencia no me afectaban solo a mi, sino también a ese poeta inglés tan antiguo, de modo que, imaginé, desde la antigüedad muchos ya se preguntaban por la sustancia misma de la fugacidad y de la muerte, asuntos que formaban parte de los dilemas que perturbaban las debilidades de mi adolescencia. Los sesenta segundos que te lleven al cielo , de Kipling. Eran unos versos potentes, alegres y perturbadores, convincentes pero también melancólicos, pues daban por sentado algo que entonces yo no había entendido aún como parte del drama de vivir: que vivir, ay, se acaba.

Entonces yo había descubierto la lectura, pero aún se me resistía la escritura; la escritura era como ese paso que espera el vacío, pero tú le tienes miedo al vacío, es como la mar sin fondo, y para un adolescente esa mar es sin fondo y muy oscura. El poema de Kipling, sin embargo, me dio alas, y decidí empezar por él mis ejercicios de escritura, copiándolo.

Lo hice como los antiguos, sobre una pared. Elegí la mampostería blanca (siempre fue blanca, como un papel) de la puerta de entrada de casa; ahí estampé, palabra a palabra, signo a signo, todo el poema,hasta la consabida línea final que también estaba en mi memoria: “Traducción: Miquelarena”.

Mi madre, con la lógica que tienen las madres, me obliga a borrar, línea a línea, signo a signo, hasta la línea dedicada al traductor. Como para esa tarea no era posible otro instrumento que la uña, así, con la uña, fuidiluyendo en la cal cada uno de los versos.

Hasta que mi madre se sintió satisfecha. Muchos años después, tantos que yo ya tenía treinta años y ella había caído en la peor de sus enfermedades, hallé en la consulta de un médico al que ella iba una revista en la que el actor Adolfo Marsillach decía que su poema predilecto era, justamente, Si (If, en el original), de Rudyard Kipling. Claro, me sorprendió, tantos años después, con mi madre dentro de la consulta, en la soledad clínica de aquel hospital, la coincidencia entre su gusto y mi viejo descubrimiento adolescente, y me puse a dar vueltas por el saloncito, como cuando uno busca con quien comentar algo.

Sólo me encontré allí con un interlocutor mudo e insólito: un cuadro en el que el médico había colocado ¡el poema de Kipling!

En ese momento el poema me volvió a acompañar, esta vez no en la circunstancia de mis dudas existenciales sino en un tránsito aún más complejo, cuando el azar pone ante ti la realidad que ese poema iba diciendo con la insistencia que sólo se aprende cuando se cumple la inexorable verdad que encierra la experiencia de la vida. Aquello que decía José Saramago: estás y de pronto no estás.

En ese tiempo ese poema era otra vez como la comprobación de que sólo las palabras sanan de verdad, dan curso a la tragedia, al drama o a la melancolía contando lo que ya le pasó a otros para que tú mismo te alivies con la experiencia ajena. La muerte, qué barbaridad, cómo nos confunde a todos en uno solo. Para ese trance, de pronto, volvió a mi vida ese poema.

Cuando murió su abuela Juana, mi madre, mi hija tenía ya ocho años, supo del trance como los niños saben qué ocurre, pero me oyó mucho contar esa historia de If, hasta que un día, cuando ya ella tenía dieciséis años, me llamó desde mi casa natal. Había descubierto las huellas deIf, aquel poema, en la misma pared, tantos enjalbegados después.

Ahí seguía, mi uña tachando, volviendo blanco lo que fue bolígrafo, o birome. La memoria devolviendo la raíz de mis primeras escrituras en la pared de la puerta de mi casa.

Para entonces me parece que yo ya estaba separado y además tenía otro poema acompañándome. Esta vez If era un hermoso, melancólico recuerdo, pero para entender la vida, para entender ese fenómeno tan extraordinario y tan inesperado del final de una relación que con tanto amor se inicia y que con tanto estruendo emocional se va convirtiendo en una despedida, yo encontré no sé si milagrosamente un poema de Pablo Neruda. Entre sus odas hallé, como una justificación de lo que pasa cuando no entiendes qué pasa, la Oda a las cosas rotas, las cosas “que nadie rompe pero se rompieron”. También hubo otra línea, pero no era de un poema, era el título de un cuento de Julio Cortázar, que entonces era un compañero que ayudaba a comprender la vida, sobre todo la vida de noche. El cuento se titulaba, y parecía escrita esa línea como un campo de batalla para no perecer,No se culpe a nadie.

En algunos libros míos está escrita esa situación (sobre todo en el último, Especies en extinción), pero como Daniel Ulanovsky, el editor de esta página, que ya quiso saber cómo me iba con mi nieto, quiere que hurgue otra vez en el pudor de aquel entonces, ahora relataré cómo se saltó de aquel poema a una especie de Zamba de mi esperanzaque fue, por decirlo así, la canción del reencuentro.

Tuvo la culpa (ya saben, no se culpe a nadie de la separación, pero a alguien hay que culpar del reencuentro) el escritor alemán Günter Grass, que todavía no era Premio Nobel de Literatura. Era 1999, verano, esa etapa de la vida en que a los separados nos resulta más difícil lograr acomodo en nuestros viajes solitarios, o generalmente solitarios. Grass y su mujer, Ute, me habían invitado a su casa de Dinamarca, a pasar algunas semanas de ese verano, que para mí acabaría en Lanzarote, donde alivié parecidas soledades una década antes.

Pilar y yo llevábamos ya separados diez años, nuestra relación era amistosa y frecuente, pues nunca discutimos por lo que más desune (entre otras cosas, el dinero), así que la llamé enseguida que pasó un grave incidente en el aeropuerto. Me habían robado todo, billetes, cartera, computadora, todo, mientras facturaba una pata de jamón que llevaba de regalo a los anfitriones. Ya no tenía ningún sentido el viaje, le conté a Pilar, me voy a Lanzarote. ¿Vendrías conmigo?

Por primera vez en su vida, de pronto, y sin pensarlo dos o tres veces,la respuesta fue sí. Para mí aquel reencuentro fue como una especie de ola llena de futuro, una manera de romper el maleficio de la distancia. Una manera de empezar a recomponer los trozos de las cosas rotas. Sucedió en Lanzarote, poco a poco, en aquel hotel en el que vivimos losnueve días que tenía que durar nuestra estancia programada allí, se fue desfigurando la larga ausencia y al final nos prometimos un regreso emocionante. Cuando nos separamos y yo le conté a nuestra hija Eva qué estaba pasando, la niña, que ya era una adolescente plenamente consciente de que las cosas no las rompe nadie pero se rompen, me dijo: – Pero, ¡si ustedes siempre se están riendo!

Ahora podríamos volver a reír juntos, pero para desandar lo andado habría que contarle otra vez a la hija que se había rehecho el poema de Neruda. Fue más fácil, o más placentero, porque era como verificar la existencia de un milagro doméstico, chiquito, que tenía una enorme trascendencia para los tres, que ahora son más, porque después nació Oliver, que ya tiene más de dos años, casi tres, y es el nieto del que le hablé cuando me pidieron otra vez que contara ese mundo íntimo.

Ah, le envié a Grass otra pata de jamón, para sustituir aquella que ya no pudo ir a Dinamarca, y le conté qué había sucedido. A él le alegró mucho que aquel viaje truncado diera de sí un viaje tan fructífero. Pero semanas después me llamó riendo a carcajadas: ¡los que manipularon el paquete habían metido una piedra donde debía estar la pata de jamón!

Algunas semanas después lo fui a ver a Göttingen, donde se reunía con sus traductores, y llevé conmigo una pata de veras. Él estaba echado en la cama, leyendo, con una luz que resaltaba un libro. Entonces dejó el libro, y agarró la pata como quien toma en sus manos un violín, o un tambor de hojalata, cantando a la vez: – ¡Mandolina, mein Mandolina!

Durante muchos años esa fue nuestra historia, la de Pilar y la mía; el pudor que ahora quieren que rasgue impidió que fuera asunto de periódico, se ha quedado en algunos libros y en muy limitadas confidencias, pues la distancia es tan íntima como el amor, y una cosa es la historia que yo puedo contar, con los límites que yo mismo me pongo, y otra es la historia de Pilar, que es mucho más sensata y por tanto más pudorosa que yo, de modo que ignoro si alguna vez ella misma dará su versión de lo que se rehizo en Lanzarote.

Así que este recuento sólo está explícito en aquel libro reciente,Especies en extinción, por el cual se enteraron mis propias hermanas que durante tantos años las cosas estuvieron rotas como en el jarrón de Neruda. Pero así es la vida, si no sabes guardar silencio para lo que de verdad importa, el silencio se rompe en palabras vanas y la casa se llena aún de más añicos.

Las cosas que nadie rompe pero se rompieron… No se culpe a nadie… No pude decirle a Neruda, claro, que él y Cortázar me ayudaron a sobrellevar esos diez años. Pero pude decirle a Grass que ese viaje interrumpido fue el inicio de otro viaje grande del que algún día, pronto, seguro, tendrá noticia el gran Oliver, que sigue ganando batallas en la plaza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario