lunes, 2 de diciembre de 2013

Hasta el infinito y más allá

Alfredo y Saúl hacen el trayecto entre El Alto y Arica. Comen donde se tercia. Suelen dormir poco. Son camioneros. Saúl es un peso pluma: fino como aguja. Tiene ojos chiquitos, patillas ralas y la pinta de un karateka trasnochado después de una pelea. En los dominios de Alfredo, el ‘soundtrack’ habitual es capaz de hacer bailar a un moribundo: folklore, rock, salsa, chicha, bachata.

Mi nombre es Alfredo Massi. Tengo 38 años y soy camionero: el dueño de un Volvo americano con el que viajo a Chile todas las semanas. Hago la ruta El Alto-Arica, Arica-El Alto desde hace casi 20 años. Me estoy haciendo viejo en la carretera.

Sábado. El camión —matrícula 2298— partió hace un par de horas desde una gasolinera de la periferia alteña. Se trata de una mole de fierro que remolca un container con 800 cajas de castaña de exportación y acelera ahora en medio de un paisaje monótono y frío, dominado por la paja brava y colores ocres y grises.

El camino invita a ratos al aburrimiento. Sobre el asfalto: algunas curvas, líneas blancas, líneas amarillas, rectas interminables. A su alrededor: mares de nubes, la sucesión de pueblos.

Me gusta salir temprano, sobre todo sabiendo cómo son las paradas y demoras en la frontera. Pero lo que más me agrada, lo más emocionante, siempre es retornar: el Illimani, los otros cerros, el ingreso a la ciudad, que mi mujer y mis hijos me esperen.

No me gusta enfermarme y que los medicamentos estén vencidos. Si uno se pone mal durante el trayecto, a veces no hay dónde lo atiendan. Una vez me resfrié muy duro, horrible ha sido, temblaba mucho. Por suerte, un primo que estaba en otro tráiler me friccionó con sus orines y me recuperé rápidamente. Ni siquiera yo mismo lo creía.

A Alfredo, a veces, lo confunden con Evo Morales: su peinado es tipo casco, con la raya al medio, y, de perfil, su nariz luce bastante parecida a la del Presidente. Pero él no suele presumir de eso, sino de su mirada de escopeta: donde pone el ojo —suele decir— pone la llanta.

La vida del volante

Mi nombre es Saúl Massi, pero muchos de los que me conocen me dicen El Flaco. Alfredo es mi hermano. Tengo 31 años y soy camionero. A los 10, ya trabajaba como voceador de un minibús; y aprendí a conducir a los 13. Cuando Alfredo retornaba de algún viaje, a veces, me subía a su camión sin que él se diera cuenta, lo ponía en marcha, lo movía y luego lo dejaba de nuevo en el parqueo. Me pilló porque no siempre lo acomodaba del todo bien, en el mismo sentido en el que estaba. Desde entonces, me entusiasma ir de aquí para allá, la vida del volante.

Saúl es un peso pluma: fino como aguja. Tiene los ojos chiquitos, patillas ralas y la pinta de un karateka trasnochado después de una pelea: cara de pillo, pelo revuelto. Su Volvo es igual al de su hermano Alfredo, sólo que algo más moderno. También lleva un cargamento de castaña encima. Su valor: 95.000 dólares.

Saúl, que no es propietario del vehículo, recibe un sueldo mensual de más o menos 400 dólares, 237 veces menos de lo que cuestan las 15 toneladas que transporta en estos momentos.

Yo siempre he deseado un camión propio. El camión, al final, es como una casa, el ambiente donde uno suma nuevas experiencias. Gracias a él, he podido hacer amigos: El Tortuga, El Cara de Wawa, El Viejo, La Bella y La Bestia . Con ellos toca compartir fechas señaladas, como la Navidad. Son como una segunda familia para uno.

El almuerzo —charque, papa, huevo duro— es en Patacamaya, a las 12.20. Quizá Saúl no vuelva a meterse otro plato caliente entre pecho y espalda antes del anochecer. A veces es así: se come donde se puede y lo que hay. En ocasiones, no hay nada. A ratos, es difícil distinguir el hambre del apetito. Y la dieta suele ser un crimen nutricional: rica en calorías, pobre en carbohidratos; rica en grasas saturadas, pobre en hierro; llena de salsas industriales —ketchups, mostazas, mayonesas—, llena de pollos crocantes que las caseritas iluminan con un foco para que permanezcan tibios.

Cuando no voy con demasiada carga, yo suelo llevar una pequeña hornilla y su garrafa para hacerme té o matecito y matar el frío. Porque a veces es grave, sobre todo cuando nos quedamos en medio de un bloqueo. Una vez estuve parado varios días por eso y tuvieron que traerme agua desde muy lejos porque ya no me quedaba nada. Fue rudo.

El soundtrack del camino

En el camión de Alfredo hay una litera, varias gavetas, frazadas, una almohada azul de los pitufos, un casco de obra, un armario, un cajón con una Biblia chiquita, con documentación, con tarjetas usadas de teléfono, un cargador de baterías, un peine de plástico, botellas vacías.

También llevo montos grandes de dinero. En una ida y vuelta a Arica gasto fácilmente entre 500 y 600 dólares únicamente en combustible. A veces, incluso más; y luego hay que pagar los peajes, la alimentación, los caprichos, los refrescos. Siempre tengo a mano alguito extra para emergencias. Y trato de no hacerme faltar hoja de coca. En nuestra profesión, casi todos pijchan. Pijchar es bueno. Te quita los dolores cuando estás un poquito enfermo. Y ayuda además cuando está por agarrarte el sueño.

En la cabina del chofer, la radio casi siempre es una buena compañera contra el tedio. Y en los dominios de Alfredo el soundtrack habitual es capaz de hacer bailar a un moribundo: folklore, salsa, rock, chicha, bachata, composiciones románticas.

Ahora suena un CD remix con una portada en la que se ven unas palmeras y un título a juego —Tropiclásicos, dice la bolsita en la que se hallaba el disco—.Reúne grupos de nombres sugestivos (Amor Azul, Ráfaga, Tormenta, La Bamba) y canciones aptas sobre todo para potenciales suicidas: Volver a empezar, Engañadora, Maldito corazón o Amantes.

Uno de los cantantes que disfruto mucho es Roberto Carlos, sobre todo por su voz; y por su tema Camionero. Él habla de lo que nos pasa, de la soledad, de la tristeza.

Cuando Alfredo no está escuchando música, sintoniza a ratos algún dial extraño. Con su aparato de onda corta logra agarrar emisoras de parajes lejanos. Y a veces se adormece con el runrún de un noticiero ruso o se espabila con la sabrosura y el son de un locutor cubano.

Destellos amarillos

Para Saúl, que ha recorrido la mayor parte del país en “colosos” parecidos al que actualmente maneja, la representación de la frontera —Tambo Quemado en Bolivia y Chungará en Chile— no son las construcciones compactas, ni el viento nervudo que pareciera soplar en toda dirección imaginable ni los paisajes como apocalípticos, sino la hilera de vehículos de alto tonelaje con rumbo a Arica que a diario se tranca.

Las filas suelen ser interminables. Las hacemos para que los funcionarios revisen la mercancía, para dejar documentación, para que nos sellen. Y es muy estresante. Antes, llegábamos al puerto, a nuestro destino, en un día. Ahora, eso es casi imposible.

También hubo un antes —cuando Saúl era todavía chico— en el que tardaban alrededor de una semana. Por aquel entonces, Saúl solía acompañar a Alfredo o a su padre en algunos de esos periplos; y los atrasos no eran por culpa de los aduaneros, sino porque la vía no estaba pavimentada. Porque era de greda y el camión, en ocasiones, se trababa.

Cuando ocurría algo así, ellos renegaban y yo me divertía mucho. Recogíamos arbustos y los colocábamos frente a las ruedas para que no resbalaran, para sacarlas.

Son las 19.30, Alfredo y Saúl ya cenaron y lo que le preocupa al menor de los hermanos es hallar al responsable de un vehículo que le corta el paso. Saúl decide regresar al sector del papeleo y pregunta ahí por la matrícula: “El 2911”, grita desde el fondo de un pasillo en el que aguardan turno entre 40 y 50 camioneros.

Nadie responde. “El 2911”, vuelve a intentarlo sin éxito. “El 2911, lo acabo de chocar”, bromea después. Y entonces, sí: aparece enseguida el conductor del 2911 y Saúl puede arrancar su Volvo de nuevo.

Saúl avanza unos minutos en mitad de una oscuridad inquietante y, tras varios volantazos para esquivar un par de baches y algún que otr­o hueco profundo, Chungará aparece como un horizonte de focos amarillos. El puesto fronterizo ya cerró; y entre los destellos y Saúl debe haber al menos cuatro kilómetros de tráilers que también pasarán la noche acá, varados en este limbo tan particular que nadie sabe bien a quién pertenece.

Tierra de nadie

Domingo. Alfredo se levanta a las tres de la madrugada, prende el motor de su Volvo para que no se enfríe y éste se queja repetidamente como si tuviera tos.

Media hora después, Alfredo lo apaga, dormita un poquito; y a las 07.00 está otra vez con un ojo avizor para ver qué ocurre.

Lo que ocurre es que toca ser paciente. Así siempre es. Y es mejor no salir de la colcha hasta que esto se mueva. Cuando uno asoma las narices muy pronto, se agripa. A veces, un señor viene en su auto y vende café. Pero casi nunca alcanza para todos. Si no estás al principio de la cola, como nosotros hoy, ni siquiera se puede contar con eso.

En cuanto atisba un poco de acción fuera, Alfredo, que luce un ll’uchu marrón que le cubre las orejas, lo primero que hace es arreglar su cama, que queda en la parte posterior de la cabina helada. Luego, intenta adivinar cuánto tardará en cruzar a Chile; y no es muy optimista. “No saldremos de aquí al menos hasta las cuatro de la tarde”, profetiza. Por ahora, los camiones, que uno detrás de otro tienen la apariencia de una serpiente gigantesca, apenas se esfuerzan. Y Chungará parece todavía un espejismo inabordable.

En otras fronteras no es igual que acá, cada una tiene sus particularidades y, según el tramo que uno hace, también son diferentes los problemas con los que se enfrenta. Cuando uno va a Perú, por ejemplo, es más fácil resolver todos los trámites, pero después tiene que tener mucho más cuidado con lo que transporta. Una vez, cuando había hartísima guerrilla, yo llevaba azúcar y me asaltaron unos hombres con ponchos y con carabinas. De Sendero Luminoso han debido ser. Antes de dejarme marchar, me obligaron a bajar diez sacos de la mercadería. Más bien que a mí no me hicieron nada.

Alfredo arriba a Chungará alrededor de las 18.20, hora chilena —las 17.20 en Bolivia—. Media hora, después —y tras casi un día entero en tierra de nadie— atraviesa los controles. En ese lapso, él y Saúl comieron sólo una empanada frita y unas galletas.

Chatarra y cruces

A partir de aquí, la carretera se pone interesante: curvas complicadas curvas sencillas, curvas asesinas. Saúl mantiene un ritmo anodino. Es consciente de que no debe correr: en este sector —la Ruta del Desierto— ha habido decenas de percances.

Mi hermano suele decir que el principal error de los principantes es confiarse. Y es cierto. Hay sitios en los que uno piensa que puede ir más rápido cuando no es así; y luego, le mete al acelerador y se embarranca. El mismo Alfredo, una vez que granizaba harto, bien jodido se ha volcado. Se fracturó una parte de la columna. Lo tuvieron que sacar en ambulancia. Estuvo tres meses echado y creo que otros seis sin trabajar. Desde entonces, odia que llueva.

En algunos trechos, sobre todo donde las laderas son pronunciadas, la vía parece un cementerio: está repleta de remolques que cayeron, chatarra oxidada y precipicios que parecieran tragar hierro; y también, de cruces de madera y nichos en homenaje a los que fallecieron aquí por un mal cálculo, por un descuido, porque fallaron los frenos. En algunos hay flores marchitas; en otros, juguetitos —es así cuando entre las víctimas hubo algún niño—; y muchos ya no revelan nada: están ahí, pero son como renglones vacíos.

Donde el sendero se estrecha, el manejo se vuelve bastante peligroso. Y hay que tener cuidado. En ese rincón de ahí, en plena montaña, se estrelló un colega que iba con su pareja y sus tres hijas. No se salvó nadie. La mujer salió disparada por el cristal tras el impacto y el resto agonizó poco después a causa del incendio. Más allá, otro camionero se salió de la calzada por un giro que hizo a demasiada velocidad y murió decapitado.

Saúl cuenta las historias con detalle, como si fuera un periodista de esos periódicos amarillistas que sólo se animan a dar malas noticias. Lo hace de forma teatral, agitando muchísimo los brazos. Y no siempre habla de desgracias. También ha sido testigo de algún que otro “milagro”.

El Highlander, otro compañero, igual se accidentó una vez por esta zona. Su camión quedó inservible: hecho pomada. Pero él escapó completamente ileso: cuando lo fuimos a ver al hospital, no tenía ni un rasguño. A veces, a uno le pasa algo, le coge luego miedo a la carretera y piensa que Dios le ha dado una segunda oportunidad, pero para hacer algo distinto: El Highlander montó una ferretería en Cochabamba.

En estas travesías internacionales, según Saúl, se aprende mucho: “a ponerte el cinturón de seguridad desde que te sientas, a llevar las luces prendidas cuando estás en movimiento, a no olvidar que sólo hay tres cosas importantes que uno debería tener en la cabeza cuando viaja: la supervivencia, los seres queridos, la carga”.

Recuerdos y silencios

En un lugar llamado “El Ovni”, Alfredo comenta que, a pesar de tratarse de una cuesta arriba, cuando uno deja aquí el camión en punto muerto, éste sube como si una mano invisible lo empujara. Nadie entiende bien a qué se debe esto: quizás sea una ilusión óptica, quizás algún campo magnético tira de la carrocería incomprensiblemente.

Después de su explicación, Alfredo calla. En los instantes de silencio —que los hay y muchos—, Alfredo suele acordarse de los que no están con él aquí: de su esposa, de sus wawas, de sus hermanos y de sus hermanas, de su padre, de su madre.

Mi padre era minero y nos cayó muy mal la época de la nacionalización de las minas. Vivíamos en un pueblo y fue muy complicado emigrar a El Alto. Mi papá tuvo que ponerse a cavar zanjas para el alcantarillado de algunos de sus barrios. Mi mamá empedraba calles, lavaba ropas, hilaba mantas. Y nosotros (los hijos) les ayudábamos.

Con esfuerzo —sudor, lágrimas, tropiezos—, y poco a poco, se estabilizaron. Alfredo comenzó a manejar camión por Yungas, por Santa Cruz, por Cochabamba, por el Altiplano. Su padre, Eusebio, hizo lo mismo. Saúl también se integró a esa rutina itinerante. Y hace unos años, armaron una empresa de transporte, El Yon, que cuenta con cinco vehículos propios y un plantel que ha incorporado a varios de los hermanos de Saúl y Alfredo.

Entre ellos, está Pablo, que es adoptado. Lo recogimos a sus 9 años porque nos encariñamos: él era huérfano. Hoy tiene 32 y lo consideramos uno más de los nuestros.

En su celular, Alfredo guarda algunas fotografías de sus “retoños”. Son cuatro: de 18, 12, 9 y 2 años. De vez en cuando, los muestra con orgullo; y también, con un poco de nostalgia porque recuerda las veces que no ha podido estar a su lado para hacer la tarea de la escuela. Pero ahora no. Ahora, Alfredo se ha ensimismado de nuevo en sus pensamientos, cabecea, y no tarda mucho en anunciar un “alto” para descansar un rato.

El mar, el puerto

Lunes. A las ocho de la mañana, los Volvo de Saúl y Alfredo toman por asalto el Truck Center de Arica, un centro de esparcimiento del tamaño de 40 piscinas olímpicas en el que hay baños, restaurante, lavandería, gasolinera, supermercado, billar y espacio para alrededor de 500 vehículos. En la siguiente escena, los hermanos —en chancletas y con la toalla al hombro— se dirigen sin demasiada prisa y haciendo chistes hacia las duchas de este mall obrero. En esta ocasión, no se meterán al mar, como hacen siempre que se tercia, al codiciado mar chileno con el que Alfredo se ha emocionado muchísimas veces.

La primera vez que lo vi, fue una alegría. Ahora, en cambio, a ratos me da pena porque pienso en los bolivianos que no pueden venir a verlo. Yo, cuando están de vacación, traigo a mis hijos: vamos a la playa, hacemos shopping. Y a ellos todo eso les encanta.

Un poco después, en el centro de Arica, se acaba el relax y comienzan otra vez los ajetreos: con el agente que hoy mismo hará gestiones para la descarga del camión, con las autoridades portuarias. Luego, mientras aguardan a que les den por fin luz verde para deshacerse de una vez del flete de castañas, los dos choferes pasean: entre leones de mar, entre barcos viejos, entre expescadores que han caído en el alcoholismo y van de acá para allá en busca de un laburo sencillo que les genere unos pesitos para comprar un aguardiente. “Más que el viaje, lo que cansa realmente son las esperas”, dirá Alfredo.

A las 17.00, les citan en el puerto. La terminal marítima (TPA, según sus siglas) es un complejo enorme repleto de containers que conforman pequeños laberintos de paredes verticales y horizontales que sólo una potente bomba o un tsunami destrozarían por completo. Según las estadísticas, el 78% de lo que sale y entra por Arica es boliviano. O lo que es lo mismo: sin los clientes de Bolivia, la TPA no sobreviviría durante demasiado tiempo. A Alfredo y a Saúl lo que les angustia ahora es la operación en la que una gran grúa metálica jalará su carga para acomodarla sobre otros contenedores muy parecidos a los suyos. La maniobra dura exactamente dos minutos, dos minutos que se sienten como un siglo.

Al día siguiente, de regreso a El Alto, Saúl se anima a reflexionar en voz alta sobre el oficio: “Coincido en lo que sostiene Alfredo: lo más bonito son los regresos.

Pero quiero añadir algo: yo, tras tres o cuatro días de reposo, ya quiero partir de nuevo”.

(*) Este reportaje ha sido posible gracias al respaldo del periódico La Razón y es el resultado de una beca de la undécima versión del Fondo Concursable de Periodismo de Investigación de la UNIR que este año está relacionada con la vigencia o vulneración de derechos humanos en Bolivia.

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