domingo, 22 de diciembre de 2013

Jaime Saenz: El imán de la escritura



Distante del nómada, más bien sedentario, afincado en La Paz, su ciudad natal y escenario de su obra narrativa, Jaime Saenz en La piedra imán (1) testimonia la experiencia del regreso (o de varios regresos) a la misma. Elijo el del capítulo XXV, cuyo primer movimiento comunica el retorno del ausente y su reincorporación casi natural a su ciudad que permanece invariable. En cambio, el segundo fragmento nos interna en un mundo fúnebre, subterráneo, colindante con la morgue —ámbito tan frecuentado y descrito por el poeta, y al cual le dedica, no sin humor, el capítulo XV de ese libro. El tercer movimiento retoma el primero: el retorno es posible porque el pasado siempre ha permanecido y permanece ahí. Y Saenz da prueba de ello en la continuación, hilvanando una serie de recuerdos, suerte de cajas chinas de la memoria donde un recuerdo atrae o imanta a otro —cajas chinas y, asimismo, cajas de resonancia, pues en varias secuencias resuenan poemas suyos anteriores así como de otros autores. Pero no todo es tan simple ni tan claro, ni en la realidad ni en Saenz; por eso mismo, si en el fragmento XIX sostiene que “el pasado es una realidad innegable, y por lo tanto se está”, de inmediato añade: “pero lo malo es que el pasado no existe”; es decir: no es sino rememoración, espectro.

La data de la gestación del libro va del 17 de noviembre de 1980 al 17 de julio de 1981, pero los retornos que registra sucedieron mucho antes. Conjeturo que el regreso del capítulo XXV tuvo lugar en la juventud del poeta, a su vuelta de Alemania (la sección VI del libro rememora un concierto de Bach escuchado el 5 de octubre de 1938 en la sala de conciertos de Konignsbergh). En cualquier caso, lo que Saenz escribe o reescribe años más tarde es el deseo de volver a un retorno lejano, para así volver a la juventud y a su ciudad de entonces:

No sé qué ansia, mortal y fantasmal de volver a vivir lo vivido,

y mirar otra vez los ojos que han mirado y los muertos que he mirado.

Ir otra vez al río, y tocar el agua y subir la colina,

en pos de la piedra que dormía y del secreto que soñaba.

Pero el deseo de volver a la infancia y a “los mares profundos de la juventud”, nada a contracorriente del río del tiempo, bajo cuyo curso irreversible ambas irrevocablemente yacen. El deseo de volver a ellas sólo amagaría nuestro miedo a la muerte, y Saenz lo sugiere ya claramente: “Así las cosas, se diría que un angustioso al par que inconfesado temor de morir se encubre bajo la máscara de volver a vivir lo vivido, y si esto es así quiere decir que el futuro no es sino la muerte y de ahí que nos aferremos al pasado”.

Sin embargo, como señala Vladimir Jankélévich, el hombre frente a lo irreversible, “permanece impotente, pero no mudo” (2). Por eso apela al canto, a la poesía, al arte. El regreso al pasado es imposible, pero el pasado es decible, evocable, representable. El deseo apela a la escritura como a una piedra imán que lo atraiga al presente, y eso es lo que hace Jaime Saenz en su obra poética y narrativa: escribir (revivir) la ciudad y los habitantes de su infancia y juventud para que vuelvan a nosotros por el imán de su escritura y esa otra piedra imán que es la lectura.

NOTAS

1. Cito por la segunda edición: La Paz: Plural, 2008. La primera es de 1986, bajo el sello Huayna Potosí.

2. L’irréversible et la nostalgie. Paris: Flammarion, 1974, p. 219.

LA PIEDRA IMÁN

JAIME SAENZ (1921-1986)

XXV

Vuelvo de años.

Ya todo lo había olvidado, ya nada recordaba.

Y he aquí que ahora las cosas vuelven a ser los de antes, y ya todo lo recuerdo;

viendo las calles, viendo el cielo, viendo el perfil de la montaña;

oyendo el viento, oyendo las voces;

mirando tantas cosas

y viendo que me reciben.

Hay unos cuartos vacíos y lóbregos que invitan a la meditación y al suicidio, con puertas angostas y con tumbados invisibles.

Hay un patio empedrado, en el que se mira la noche, y en el que yacen los restos de un desconocido.

Hay una retama, descolorida y marchita, con una sombra de misterio, y con un olor de agua que seduce.

Hay una pila de bronce, que se electrifica ante la presencia de los muertos, y que se brinda a cautelosos dolientes, quienes la utilizan para lavar a sus muertos,

hay un zaguán tortuoso y oscuro, que resuena con mis pasos en el eco, y que se diría no termina nunca.

En un recodo, al final del zaguán, hay un hueco, que se abre a un tenebroso vacío, del que ascienden espesos vapores.

Nada ha cambiado.

Ni el aire de la ciudad, ni el color del río.

Ni la oscuridad de la noche, ni el resplandor del crepúsculo.

Nada ha cambiado; y sin embargo, extrañamente todo ha cambiado

—y al mismo tiempo, todo se está.

Y es ésta una gran verdad: todo se está.

Me basta mirar la piel que envuelve mis huesos, o la tela que cubre mi carne, para convencerme de que todo se está.

La sangre que corre en mis venas guarda un mundo ya olvidado, y me lo recuerda.

Pues todo se está.

(La piedra imán, 1981)


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