jueves, 4 de junio de 2015

Policarpio Calizaya: el costurero que corría hasta sacarse el cuerpo

Policarpio Calizaya se acaba de dar cuenta de que va a llegar tarde a su entrenamiento, a pesar del insistente tictac de su reloj. Llegará casi tan tarde como lo suele hacer el portero de la pista del estadio de atletismo. Lo ha hipnotizado la rueda de la máquina Singer que él hace girar constantemente desde las 5:30 a.m. con una cadencia rítmica estable, bien aceitada, sin rechinar. Son las nueve, es tarde, y Policarpio Calizaya no corre, cose.

El pedaleo le sale tan natural como la corta pero inmutable zancada que imprime al correr. El hombre es maratonista de vocación, el más famoso de Bolivia, y costurero por obligación, uno más en el país. La aguja perfora, milímetro a milímetro un lienzo que luego será una camiseta de competición donde irá pegado un número-dorsal que rozará con sus ganchos a unas sensibles tetillas, y con la que se enjugarán el sudor la mayoría de los atletas de La Paz seleccionados a campeonatos nacionales.

Policarpio Calizaya es costurero desde los ocho años, oficio que aprendió de su padre, David, quien orgullosamente le dejó en legado la profesión que mantiene hasta hoy, entre el alba y la hora en la que se va a la pista, y desde las 6 de la tarde hasta la medianoche, momento cuando piensa en la óptima distribución de los kilómetros que los atletas a quienes entrena tienen que recorrer al día siguiente.
El oficio de costurero, al igual que el de corredor de maratón, puede ser solitario, rutinario y silencioso. El chirrido monocorde de un motorcillo que funciona a tracción humana por un lado; el gemido ahogado, sensible a las pulsaciones del otro; el torrente de oxígeno que sale y entra en la garganta, son algunos de los lenguajes comunes.

Policarpio Calizaya ha amanecido muchas noches ante el trantrán de la máquina, girando las curvaturas del talle de un pantalón y volviendo a enfilar las rectas, pedalada tras pedalada, pieza por pieza.
El oficio paciente de fondista, pausado, que aparentemente no piensa demasiado mientras descuenta kilómetros hacia la meta, le ha servido para coser una pieza, dos piezas, y tres y cuatro, así hasta llegar a 42, o a las que le hayan encargado para vestir a los colegas de su otra profesión.

Su espalda, a los 52 años, se resiente más que a los 23. Ahora cuesta más empalmar entrenamientos con jornadas de costura impuestas por un pedido tardío. Aun así, el chip del aguante hace estragos en un descanso que ya debería ser más uniforme desde que su hijo Marcos egresó de la Universidad de La Habana, en 2010, alcanzando él su propio sueño incumplido.

Policarpio Calizaya duerme menos que cuando era atleta, pero descansa más. Con el nuevo siglo, sus rodillas dijeron basta y detuvieron el conteo de un palmarés de más de dos décadas de victorias y medallas –más largo que ningún otro atleta boliviano–, de sufrimiento sin mucha lágrima. Porque Policarpio no llora en público. Es una persona tozuda, de esas que anuncian insensibilidad, pero que llevan la procesión por dentro.
En su taciturno rostro asoma más el rencor que la tristeza. Tiene unos ojos rasgados que muestran poco, como si le molestara el viento fresco, siempre atrincherados detrás de unas gafas negras fotocromáticas. Los años han dejado que esa mirada cave surcos que operan como vasos comunicantes que prolongan las comisuras de los párpados, coronadas por cejas pobladas únicamente en las inmediaciones de la nariz. Su pelo, peinado colegialmente hacia un lado, es tupido, profundamente oscuro y anuncia una vejez sin calvicie.

Si hubiera tenido que escoger otro deporte, Policarpio Calizaya habría sido jugador de póker, pasatiempo exótico en las pampas altiplánicas. Sus pómulos pronunciados y su nariz achatada no suavizan la imagen, aunque sus diminutos dientes, restan maldad a su gesto en beneficio de la melancolía de un joven vocero de autobús. Resignación, y sobre todo aceptación, se adivinan en su expresión y actitudes cada vez que se enfrenta a un reto o dificultad. Su estilo no es la reacción inmediata, mas sí el intento sostenido de respuesta, el runrún del bombardeo de un ejército de voluntariosas hormigas. Lo suyo es cocinar a fuego lento.
Calizaya siempre ha tenido complicadas condiciones de contorno, y aun así ha salido adelante, victorioso, usando una carta que no muchos seres vivos pueden jugar con soltura: la carrera. Ha sido el creador de una forma digna y oportuna de evasión a los rivales.

Ha aprovechado cada escasa oportunidad que le regaló la vida. La primera fue un 6 de abril de 1985, cuando casi sin conocer el mar, desembarcó en Hiroshima. Sería su primera intervención de alcance mundial y estaba nervioso, pues tenía la responsabilidad de integrar la reducida misión de cinco personas encargada de defender los colores patrios de Bolivia. No era la Segunda Guerra Mundial, era más importante: la Primera Copa del Mundo de Maratón.

Como en el film Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, la memoria de Policarpio Calizaya es selectiva y viaja por el tiempo. El oro fue para el atleta Ahmed Salah, de Yibuti, país africano que entonces tenía medio millón de habitantes, pero capaz de proveer el número necesario de piernas para hacer a su equipo ganador de la primera edición de la copa mundial de los 42 kilómetros y 195 metros por equipos.

En Hiroshima, Policarpio llegaría a más de un cuarto de hora de la gloria, lo que duran cuatro canciones de cueca paceña o lo que tarda en dar la vuelta a un lienzo cosido en la Singer. Y lo hizo sin desánimo, aunque prefiera recordarlo sin detalles. El crono no es lo único importante, insinúa.
Costurero


Su lectura de los hechos pasaba por ajustar relojes, lapsos y medidas, y en algo coincidía con Newton y Galileo, quienes basándose en el teorema de las sumas de velocidades, postularon que si las leyes de la mecánica eran las mismas para todos los sistemas de referencia que se mueven uniformemente, se podían tomar medidas desde cualquier sistema. No obstante, ni Galileo ni Newton predijeron la aparición en el orbe deportivo de Ben Johnson, atleta velocista canadiense oriundo de Jamaica que dio positivo en un control antidopaje en la final de los 100 metros de Seúl 88, ni tampoco intuyeron que el ciclista texano Lance Armstrong demostraría la discrepancia conceptual entre dar positivo y drogarse. Algo tan sencillo como lo que Einstein vino a explicar con su teoría de la relatividad: que todo sistema de referencia tiene su propia “medida de la distancia” particular.

Policarpio Calizaya no corría en un sistema precisamente universal, a pesar de que tampoco era del todo consciente de tal situación. Estaba excluido de esa “medida de distancia” no porque hubiesen cambiado los procesos de entrenamiento sustancialmente, sino porque vivió en los años de la transformación definitiva del deporte de élite, marcada por el descubrimiento de la panacea de los tramposos: la eritropoyetina, más conocida como EPO, hormona glicoprotéica que estimula la formación de eritrocitos, y que a fines de los 80 llegó al mercado para ser utilizada principalmente en tratamientos de anemia en enfermedades renales crónicas, y también para ganar Tours de Francia.

Calizaya, el atleta orgánico
La aparición de la EPO coincidió con un punto de quiebre en el deporte contrarreloj de largo aliento, cuando se comenzó a generalizar el uso de sustancias dopantes que alteraban el nivel de oxigenación de la sangre, pese a los ineficientes controles antidopaje.

Basta comprobar que los récords mundiales de las pruebas de fondo masculinas se hicieron en las dos últimas décadas –habiendo progresado el récord de maratón en 100 segundos durante ese periodo– mientras que, por ejemplo, los récords de salto de longitud, salto de pértiga o salto de altura siguen inamovibles desde entonces.

Parece evidente que Calizaya no utilizó EPO jamás. Ni las marcas, ni el comportamiento de sus valores sanguíneos, ni su interés por el tema sugieren una aproximación a la jeringa que no sea para curarse una gripe peleona.

“Con el uso de EPO de manera sistemática probablemente” –según un exseleccionador español de atletismo que pasó por Bolivia y coincidió con Calizaya— “él podía haber bajado sin problemas de los 28 minutos, lo que le habría significado bajar del puesto 10 del ránking sudamericano al puesto 2, y haberse metido en la lucha por un puesto en la final olímpica, a la que nunca un deportista boliviano ha accedido”.

Policarpio Calizaya estaba siempre condenado a llegar quince minutos tarde en un mundo acelerado a fuerza de anabólicos. De hecho, el tema de las ayudas ergogénicas y sanguíneas parece no perturbarlo. “En la Hoyada paceña no sabíamos qué era el dopaje”, dice con desinterés desde su propia Comala, como cuando uno ve playas tropicales en la televisión desde los Andes, mientras arquea sus labios hacia abajo enfatizando su desdén, a pesar de que hubo casos comprobados de dopaje en Perú, Brasil, Argentina, Colombia y Venezuela, al menos desde los años 70.

La relatividad del tiempo en la que vive inmerso Policarpio no es sólo instantánea. Lo suyo es una entrada y salida automática entre décadas. De hecho vive y salta cuando quiere entre los años 80 y 90, para volver al 2015 en un abrir y cerrar de ojos. Viaja con la mente, con la nostalgia del paso del tiempo, como revisando recortes de prensa, pero hablando en presente, ora en La Paz, ora en Miami.

Precisamente la nostalgia se incrementa de forma considerable cuando piensa en su intento fallido por emprender el sueño americano construido sobre la imagen de Miami Vice, a donde llegó por invitación a participar en una carrera popular organizada por la hoy extinta aerolínea norteamericana Eastern.

La aerolínea abrió las noticias de 1985 con la fatal crónica de la colisión contra el imponente Illimani a 6.500 metros de altura, en un vuelo que iba de Asunción a Chicago el mismo día de año nuevo, matando a las 29 personas que iban a bordo. Quizás buscando resarcirse de manera implícita o limpiar su deteriorada imagen, el previsiblemente asustado equipo de marketing de Eastern invitó unas semanas después del accidente a Calizaya y a otros atletas bolivianos a participar en una carrera urbana de 10 kilómetros en Miami, donde la aerolínea tenía su sede.

Policarpio no llegó a cumplir un año en su aventura por tierras norteamericanas, a pesar de los intentos de los cazatalentos. Un entrenador norteamericano endulzó sus oídos con promesas de una beca universitaria y una nada despreciable suma de dinero para manutención, siempre que accediese a formar parte de su grupo de entrenamiento, aprender inglés y estudiar con ellos en el campus.
Aunque llegó a correr en Boston ese año, la maratón más antigua e importante del mundo, finalmente el hombre tomó la decisión de volver a La Paz, convencido de que alguien lo esperaba allí: Lidia Marca.
“Nunca más tuve esa oportunidad; ¿qué hubiera sido de mí?”, se pregunta Policarpio, 28 años más tarde. “Mi hijo, un tiempo después, ya adulto, me decía afligido, 'tendríamos la Green Card, papá'. No lo hice. Me arrepentí toda la vida. Cosas que uno hace de enamorado”.

La oscuridad radiante
Con la mochila de siempre en la espalda, Policarpio Calizaya regresó a Bolivia buscando tranquilidad y rutinas para entrenar con sosiego, y así encarar el plan de destituir a Johnny Pérez y Rodrigo Camacho de sus puestos privilegiados en el ránking nacional y sudamericano, liderado por brasileños. 1987 sería un año clave para preparar el asalto olímpico de 1988. Precisamente Seúl preparaba un ensayo general de lo que sería su maratón olímpica con la Segunda Copa del Mundo, un año antes.
Sin embargo otro asunto colmaría sus preocupaciones.

El lunes 6 de abril de aquel año, Calizaya tenía el cronómetro mental en cuenta regresiva para llegar al final de los nueve meses de un inesperado embarazo de su pareja, Lidia Marca. La misma semana de la Copa.

En vísperas del alumbramiento, se vio forzado a hacer escala burocrática de varias horas en La Paz, para obtener el correspondiente visado a Corea, dejando a su pareja en su morada, a 10 minutos de El Alto, donde se encontraba en labores de parto desde la noche anterior.

Inopinadamente, tras unas horas mirando relojes en salas de espera, con el visado en su pasaporte, apenas llegado a casa, Calizaya supo que su hijo Marcos había nacido, sano y esbelto, tan pronto pudo hablar con su hermana Gertrudis, pero con un costo demasiado alto: una complicación en el parto hizo que Lidia se desangrara, y tras una convulsa lucha por la supervivencia, falleció sin opción a rescate.

En las inmediaciones del cuarto que alquilaba, percibió todo convulso, hostil. Encontró a sus familiares alborotados. Gertrudis se hacía cargo del recién nacido, mientras el padre de la difunta, policía temible, se encontraba en camino desde la ciudad de Oruro. Sus familiares en la capital minera le aconsejaron huir, temiendo lo peor si se quedaba en casa.

“No estábamos casados todavía. Cuando su padre se enteró, vino rápidamente a La Paz, imagino que me habría llenado la cabeza de plomo, según me avisaron los familiares de ella desde Oruro”, recuerda Policarpio, quien tuvo que correr para salvar su vida.

“Todo el mundo me aconsejó escapar. Mis colegas atletas me llevaron al día siguiente hacia el aeropuerto, para largarme a Corea, lo suficientemente lejos donde el policía no me encontrase”.

Policarpio Calizaya veló el cadáver a su manera, agazapado aquella noche entre las penumbras. El gendarme, fuera de sí, se llevó el cuerpo sin vida consigo, de vuelta a Oruro, sin avisar a nadie e impidiendo al flamante padre dar sepultura a la madre del pequeño Marcos.

El sepelio sucedió a la misma hora que Policarpio cruzaba el atlántico rumbo a Asia, por segunda vez, tan solo un par de años después de su debut en Hiroshima en una Copa del Mundo. Tenía más experiencia y mejor forma física, sin embargo y previsiblemente, los 42 kilómetros de aquella aciaga carrera se hicieron interminables para un cuerpo castigado por las escasas horas de sueño, por la falta de serotonina y por el vacío en las entrañas, colocando al atleta al borde de una profunda depresión.


Costurero

Dame revancha, patrón
Tras la carrera de Seúl, amigos y enemigos dieron por finalizada la vida atlética de Calizaya. El calvario y el desamparo, se prolongaron por varios meses, mientras los heraldos del pasado se encargaron de sobrevolar el nido de Policarpio toda la temporada, rumiando aquellas decisiones tomadas y la imposibilidad del olvido. “He pasado las de Caín”, recuerda.

Policarpio cuenta la historia sereno, arqueando las cejas con resignación, con una sonrisa melancólica. Lo cuenta con dos décadas de distancia, sentado en la mesa del comedor de la Villa Olímpica de Pekín en 2008, donde no puede acceder la prensa, con naturalidad, mientras ve pasar a Rafael Nadal.

De improviso, le hace una seña con la mano simulando el gatillo de una cámara que inmediatamente desenfunda. Lo detiene. Le pide una fotografía. Vuelve a la mesa y cierra el tema dando un bocado a los hilos de pasta ensartados en el tenedor, con la misma mirada sosegada de siempre, mientras repite “uka mau; así fue”, sin alterarse un ápice.
Luego de un año psicológicamente más que complicado, sin correr, Calizaya coqueteó con el alcohol y la desidia. “No había cómo correr”, dice, mientras recuerda que fue a Cochabamba para rehabilitarse con familiares íntimos. “Me sentía bien solo cuando corría, sin apetito, y las cuestas de siempre se empinaban aún más, los 25 kilómetros diarios se hacían eternos”, recuerda.

Apenas una efímera escala en el Mundial de Roma, con clasificación lograda meses antes, cerró la persiana de ese terrible 1987 con mucha pena y la única gloria de vencer estoicamente la congoja. El reloj no se detuvo y siguió marcando el tic tac, durante horas, atormentándolo. Calizaya nunca llegó a cruzar esa meta.

Sin ninguna ambición, aquel 1988, con apenas unas semanas de entrenamiento, Calizaya fue convencido de correr su prueba talismán, la Media Maratón de Mayo de Radio Cosmos, clásica cochabambina de gran calado mediático, que llegó a ganar hasta en nueve ocasiones, y construyó parte de su leyenda.

Esa entrada en meta cuando se anunciaba el comienzo del invierno boliviano, fue para Calizaya una redención, una segunda oportunidad para afrontar unos siguientes meses que se antojaban decisivos para preparar el gran objetivo que se propuso en la vida: unos Juegos Olímpicos de Seúl 88 que daba por descartados al comenzar la temporada.

Los meses siguientes fueron portentosos, encadenando ritmos fuertes y gran volumen de entrenamiento, recuperando lentamente la confianza en sí mismo y el tono muscular. Aprendió, de la mano de su pequeño Marcos, a volver a andar.

El regreso a la competición sería en el mismo lugar en el que había dejado varios pañuelos empapados: Seúl. Su tercera visita a Asia en tres años, con tres tipos distintos de estado civil.

La mañana del 23 de septiembre de 1988, Policarpio Calizaya amanecía en el Parque Olímpico de Songpa-gu, en las inmediaciones de Seúl, a casi 18.000 kilómetros de distancia del cantón El Choro, donde dio sus primeros pasos. Estaba a unas horas de debutar en sus primeros Juegos Olímpicos.

Madrugó como todos los días, a las 5:30 a.m. según su reloj de pulsera, aunque de noche en su reloj biológico, y realizaría algún estiramiento, seguido de un breve calentamiento. A las 7 a.m., aunque esta vez sin pasar por la ducha –ritual mal visto el día de la competición entre esos atletas bolivianos con pánico a relajar los músculos– desayunó dos rebanadas de pan tostado con mermelada y una taza de café con leche, como mandaba su rutina, dejando de lado lo que el comedor de la Villa Olímpica ofrecía: desde una exquisita variedad de kimchi, pasando por panqueques con tocino o lo que el McDonalds frecuentado por basquetbolistas de aquel comedor ofreciera durante las 24 horas del día.
Las rutinas son amigas de los deportistas. La adrenalina, la testosterona y la curiosidad deben dejarse para la pista. El sueño es precioso. Una hora más en la cama nunca está demás para reconstruir las fibras musculares destruidas por el esfuerzo.

Ni siquiera en los almuerzos se inmutaba Policarpio, fiel a sus tallarines con tuco. Algo más le inquietaba el escuadrón de africanos, emergentes por esos años 80, que se atiborraban de trigo, plátano y frutos secos. Poca carne, poca grasa. Los excesos se podían expiar en la pista, pero estaban tan acostumbrados al autoflagelo, que aun teniendo permiso para ingerir algo de azúcar de más, preferían alinearse con la sobriedad del régimen.

Policarpio llegó fino, con menos de 60 kilos y las venas de las piernas tan visibles como un mapa orográfico, a la prueba que le correspondía: los 10.000 metros en pista. Dio un paso atrás y dejó la maratón para futuros tiempos, habiendo comprendido que la resistencia se ganaba con la edad.

Sobre las 4 en punto, tras 15 minutos de trote, Policarpio se había dispuesto a entrar en la cámara de llamadas, tan similar al Checkpoint Charlie berlinés. Ese control migratorio hacia la gloria o al fracaso, destino casi siempre maniqueo en los grandes campeonatos, en el que las casi caninas autoridades deberían medir los clavos de las zapatillas y la corrección política en los trajes de competición. Allí estarían apelotonados por unos minutos los otros 24 nerviosos competidores inscritos en la serie 2, esperando su turno para salir al ruedo, como miuras de lidia, perros rabiosos o astutos cervatillos, según la particularidad.

A las 4:30 p.m. de la tarde del 23 de septiembre de 1988, Policarpio, vestido de verde brócoli y con una cinta blanca en la cabeza que años después imitaría LeBron James, recibía el pistoletazo de salida para la serie preliminar de las 25 vueltas que debía aguantar.

Le ganaron 35 atletas, ganó a seis y 10 cobardes desertaron.
Calizaya tuvo dos oportunidades olímpicas más. Una en Barcelona 92, aquella ensartada en la memoria de la gente gracias al tiro certero del arquero que prendió el fuego olímpico, donde corrió los 10.000 y los 5.000. Esta última prueba fue ganada por el alemán Dieter Baumann, quien años después daría positivo por doparse con la prohibidísima nandrolona, tomando por excusa un boicot sufrido en una inyección con anabolizantes en su pasta dental, mientras dormía.

La tercera participación de Policarpio Calizaya fue en Atlanta, donde sería el encargado de portar la bandera. El túnel por el que desfilarían los más importantes atletas del mundo, quedaba ya lejano a aquel pasillo cercano a la puerta 9 del Hernando Siles, enmohecido y tatuado con arañazos en sus descascaradas y orinadas paredes. La energía en el túnel de Atlanta y la alfombra azul, formaron un microcosmos que Calizaya no volvería a vivir nunca con la misma intensidad.

El nombre del abanderado, con las gafas fotocromáticas oscurecidas por el derroche de luz y vestido con un terno verde olivo casi militar, no pudo ser pronunciado por el locutor norteamericano, quien a falta de un mejor dato sobre Bolivia, tuvo la ocurrencia de mencionar en los cuatro segundos que le dedicó al país, que el altiplano fue el paraje donde se escondieron los forajidos Butch Cassidy y Sundance Kid.

Policarpio llegó a la meta en la maratón de Atlanta 96 andando, a 21 minutos del ganador de la prueba, en un ejercicio de ratificación de la teoría einsteiniana. Tras el paso por la meta del campeón, el sudafricano Josia Thugwane, entraron otros 89 corredores antes que él. Ya cerca de llegar a la meta su cuerpo le había dicho basta, y el público, conmovido con la narrativa épica del orureño, le dedicó una de las ovaciones más emocionantes que se recuerdan, llevándolo en volandas a terminar la carrera, pese a la deshidratación y a los ya continuos calambres.

Años más tarde, ya habiendo dejado la práctica del deporte, el Policarpio entrenador, recuerda las sensaciones como atleta. De pie, en la pista de calentamiento del estadio olímpico de Beijing en 2008, observa a su hermana menor Sonia, con el Nido de Pájaros al fondo, esa amalgama de acero en donde ella entraría en solitario tras 2 horas 45 minutos y 6 segundos corriendo por las contaminadas calles de la capital china, dejando el récord de Bolivia para la prueba vigente hasta hoy.

La sabiduría llega de distintas maneras
Las oportunidades de correr fuera de Bolivia, en eventos mundiales, supusieron una motivación y un punto de inflexión para Policarpio. Significaba su ingreso en la madurez deportiva, sobrevenida por la asunción de responsabilidades paternales. Para comer, habría que ganar carreras, y para ello, habría que hacer grandes marcas en pista, planificadas con varios semestres de antelación, en base a calendarios de microciclos y macrociclos de entrenamiento. Ello suponía renunciar a premios jugosos y competiciones de segundo nivel, en beneficio de entrenamientos sistematizados.

Esa sistematización le llevó a conseguir uno de sus mayores logros deportivos: la obtención de la medalla de oro en los Juegos Deportivos Sudamericanos, Odesur, de 1994 en Valencia, ciudad venezolana que marcó aquel día una temperatura de 38 grados centígrados y la desagradable humedad relativa del 91% a la hora de la prueba –4 pm–, logro que en términos económicos le significó poco o nada.

Policarpio pasó solitario la meta, temblando y seminconsciente, con un hilo de saliva chorreando por su mejilla, completamente deshidratado, en piloto automático y lastrado por fuertes calambres. Seguidamente llegaron unos extenuados Gilberto Torres de Perú y Freddy Luján, de Bolivia, únicos valientes que trataron de perseguir al confiado atleta orureño, sin lograr aguantar su ritmo de poseso.

“Esos meses había hecho los mejores entrenamientos de mi vida, eran mis años de auge”, dice Policarpio con el podio de vencedores en el recuerdo y con una foto entrando a meta con la cabeza gacha, desencajado, y sostenido por sus compañeros de equipo.

Policarpio ha vivido un atletismo que hoy se nos antoja descolorido, en el que no había likes ni redes sociales, sino gestas que iban distorsionando los cronistas orales del deporte. Así se construyó el mito de aquella fiera que arrasaba carreras populares de forma silenciosa.

En Huancayo, ya en 1995, Calizaya, cual ave de rapiña, olió sangre en la Maratón Internacional de los Andes, carrera más importante del Perú, apuntando a los premios en metálico reservados para los 10 primeros.
La aspiración de meterse en la decena privilegiada y lograr aquellos 500 dólares que le permitirían ampliar el taller de costura, fue superada con creces y, sin obsesionarse con la victoria, se topó con una de las mejores carreras de su vida, triunfando con facilidad.

Hasta ese entonces, ningún atleta había cruzado la meta en el majestuoso valle del Mantaro con un crono de 2 horas 25 minutos, a más de 3.000 metros de altura y ante la vista de 200.000 espectadores a lo largo de los 42 km, cifras poco usuales para corredores, lo que supuso su declaración como patrimonio del pueblo de Huancayo desde 1993.

Finalmente Calizaya se llevó a casa los 8.000 dólares de la victoria y 2.000 más por el récord de la prueba, dejando boquiabiertos a varios corredores de Kenia, Etiopía, México y el resto de la región que fueron en busca de la victoria en una de las pruebas más prestigiosas de Sudamérica y retornaron con la garganta seca y el bolsillo pelado.

El hombre hecho a sí mismo
Los años han pasado y Policarpio ha adquirido la costumbre, como atleta y como entrenador, de buscarse la vida, de encontrar oportunidades en el páramo atlético del altiplano, donde escasean las florituras, los estímulos estatales y los centros de alto rendimiento.

Con poco más que caminos abiertos que le incitaban a transitarlos, aprendió a administrar dolores, ritmos y asfixias él solo, autodidacta, a base de sensaciones e intuiciones. Lo que los norteamericanos llaman self-made man.

Como un matahari de lo ajeno, incorporando alquimias a su repertorio, primero en carne propia, y luego utilizando a sus hermanas Justina y a Sonia como especies de laboratorio, logró con ellas varias medallas en competiciones internacionales.

En sus análisis empíricos, se ha dado cuenta de que en el áspero oficio de corredor de pruebas largas, el más no siempre es mejor. El machaque no siempre significa éxito y que la verdadera pócima del triunfo está en el balance entre los tres vértices de un triángulo muchas veces tortuoso: la cantidad, la calidad y la cercanía al riesgo de rotura.

Se trata de ejercitar hasta el límite un oficio que a él le resulta simple: el aguante. El ejercicio de cerrar los ojos, apretar las mandíbulas y pensar –casi inconscientemente—que queda un segundo menos hacia el consuelo, un adoquín menos hacia la meta. Un recurso estilístico al que todo gladiador de las largas distancias recurre frecuentemente.

Ese dolor producido por el lactato, ocasionado por un sobreesfuerzo de los músculos, ya de por sí magullados, que solicitan más oxigeno del que en ese momento están preparados para transportar. Ese regustillo oxidado generado por el trajín de capilares colindantes a los pulmones que se rasgan y desangran por dentro, impregnando la garganta y la nariz de aroma y gusto a hemoglobina en el paladar.

Todas esas sensaciones ya le son familiares a Calizaya, desde que con seis años, tenía que recorrer una decena de kilómetros diarios para llegar a la escuela primaria más próxima.

Esa base de años, tomada como circunstancia natural, puede haber transformado a Calizaya en el atleta boliviano que ha dominado los podios nacionales por más tiempo –dos décadas—y que por más olimpiadas ha desfilado, pero que no tiene la medalla internacional masculina de atletismo más importante ganada con la camiseta verde, ni está entre los plusmarquistas de la categoría absoluta.

De hecho, Policarpio tendría el récord nacional de 10.000 metros lisos en 106 de los 184 países afiliados en la federación mundial de atletismo, IAAF, pero no lo tiene en Bolivia, puesto que cuando corrió la mejor carrera de su vida marcando 29 minutos y 19 segundos, se topó con su archirrival de las pistas bolivianas, el cochabambino Johnny Pérez, haciendo también su marca personal –récord nacional a la sazón–, parando el crono 13 segundos antes, registrando en el palmarés la que quizás sea la rivalidad más notable del atletismo boliviano.

La tarde del 28 de octubre de 1984 en el mítico Estadio Nacional de Santiago de Chile no se jugó una final del mundial de fútbol como el 17 de junio de 1962, ni se mató a Víctor Jara como el 16 de septiembre de 1973, ni se recibió la visita del papa como el 2 de abril de 1987. Aquella tarde más bien se grabó en la memoria de unos pocos aficionados, la pieza más épica en la historia del atletismo boliviano.

Tres décadas después de sus años gloriosos, mientras guarda fotos abrazado de los mejores fondistas de la historia –Emil Zatopek, Saíd Aouita, Haile Gebresselassie–, Poli, como le llaman cariñosamente sus amigos, tiene el consuelo del récord nacional Sub-23 (categoría recientemente creada), y aunque todavía no se lo han contabilizado, no pierde esperanzas de que algún día lo reconozcan, pues conserva una foto a blanco y negro de su llegada a meta, tomada por el equipo de cronometraje oficial. “Ya he mandado mi reclamo a la Federación Atlética de Bolivia, y estoy a la espera de que me lo convaliden con los actuales, que no logran bajar de 30 minutos; una vergüenza para el país que el atletismo esté estancado en los años 80”, puntualiza.

El hijo del viento
La vida de Policarpio hoy en día es casi monacal, frugal, actitud adquirida y sostenida desde sus años de atleta. No acostumbra a salir, no fuma, es austero y bebe únicamente en ocasiones especiales. Tiene la ascesis por principio, lo que se refleja en su parca forma de vestir.

En un intento por cambiar el sistema desde la política deportiva, Calizaya logró ser elegido presidente de la Asociación de Atletismo de La Paz, aunque se vio impedido de ejercer el cargo por “trabas que le han impuesto los perdedores”, según cuenta.

Su estilo es el de un maratonista: sin enfrentamientos directos, enviando a sus soldados a la lucha, como liebres o pacemakers que únicamente marcan el ritmo evitando el descalabro del atleta mayor. El Policarpio entrenador tiene rivales y hasta enemigos, pero no los desvela. Entiende muchas veces la lucha como un juego de suma cero, y defiende a cada uno de sus atletas con garra. Hace lo que mejor sabe hacer: resistir ante las insuficiencias presupuestarias en un país en el que el deporte no es parte de la cultura nacional, y que nunca ha colocado un deportista como trending topic.

La situación heredada por los rivales de Policarpio en la Asociación paceña no ha progresado mucho de cuando era atleta. En el estadio Hernando Siles, donde se ubican las oscuras oficinas, colindantes a unas duchas que no funcionan desde hace varios quinquenios, estaba la única pista atlética sintética de La Paz, que se limita a actuar como sala de espera de futbolistas, no ha recibido refacciones importantes desde 1977 y se encuentra inactiva y sin tartán. Ello simboliza un atletismo paceño decadente que ya no es más el dominador del atletismo boliviano, como lo fue en los años de Policarpio, sino que ha cedido puestos de privilegio en favor de Santa Cruz, Cochabamba y Tarija.

Ni al Policarpio atleta, ni al entrenador ni al dirigente le ha seducido la fama. Vive con naturalidad un perfil bajo que él se ha autoimpuesto, aunque tiene también la tentación de asumir un pasado más grande que su futuro.

A falta de paparazis y prensa rosa, un conocido de los Calizaya, a raíz de las frecuentes apariciones en televisión de Sonia durante los días olímpicos de Beijing 2008, ayudó a identificar a una hermana biológica que sus padres dieron en adopción hacía cuatro décadas, lo que significó para Policarpio el cierre de un nuevo capítulo en su vida, asumiendo cuestiones delicadas y sentimentales, con el estoicismo que lo caracteriza.

Hoy día, con un presidente indígena, Policarpio sufre menos de segregación racial. Ya no siente la discriminación de antaño, cuando se acercó a la pista atlética del Hernando Siles por primera vez y un profesor del Colegio Alemán lo ignoró por su aspecto físico.
Aún así, las carreras de fondo y de calle en Bolivia, siguen siendo un asunto de indígenas, mientras que la velocidad, los saltos y las pruebas técnicas de pista, de k´aras u hombres blancos.

Ya en los albores del siglo XXI, Policarpio dejó de competir, cansado de mendigar las migajas y ayudas económicas que burócratas profesionales del deporte rociaban ocasionalmente para justificar jugosos salarios.

Políticos de todo linaje se habían aprovechado de sus medallas, pero él seguía sin acceso a un seguro de salud para curar las dolencias que dejaron los casi 100.000 kilómetros que Policarpio corrió durante su vida, distancia equivalente a dar la vuelta al mundo dos veces y media.

Aquel niño costurero que remendaba y adecuaba su material deportivo a sus necesidades, nunca fue un atleta dry feet, ni gore tex, ni air.
Armado con la aguja de su máquina de coser, luego de duros años de lucha, 500 o los 54 que acaba de cumplir, desde diferentes trincheras, Policarpio ha preferido volver a hacer lo que a él le gusta. Estar al pie de la pista, ayudando a sus atletas a brillar, tostándose la piel, en el campo de batalla.

Relata su historia en dos tiempos, con toda la naturalidad posible. El primero, durante los Juegos Olímpicos de Beijing, en el comedor de la Villa Olímpica, en agosto del ya lejano 2008, y la otra el 24 de enero de 2015, desde el autobús que lo lleva al Campeonato Nacional de Bolivia de Campo Través en su Oruro natal.

Marcos Calizaya Marca, su hijo, tiene ahora 27 años y cumplió el sueño de su padre de formarse en Educación Física. A los 18 consiguió una beca y se fue a Cuba, el país con los mejores entrenadores de América Latina. “Él siempre quiso ser policía, nació para mandar, pero no pudo entrar en la academia porque cuando egresó del colegio era muy joven. Felizmente es profesor precisamente en la Academia de Policía, terminó haciendo lo que quería. Él nació para mandar. Y es lo que hace ahora”.
“En estos años del llamado proceso de cambio, hay más plata pero se ha retrocedido”, comenta y abunda en la idea: “Ahora que hay premios en metálico, de 2000 o 3000 dólares, cuesta mucho trabajo convencer a los chicos de que hay que concentrarse en objetivos a mediano y largo plazo; es muy difícil hacerles entender que estructurando los entrenamientos, eventualmente se lograrán mejores resultados. Evo Morales sólo ha traído plata al deporte, pero no planificación ni buenos dirigentes”.

Al darse cuenta de que se sale de su perfil personal, retoma el tono de entrevistado y finaliza la conversación, antes de colgar el teléfono celular: “El mayor error de mi carrera deportiva fue comenzar a correr maratones con 22 años. Estanqué mi progresión de velocidad. Nos obsesionamos con hacer kilómetros y kilómetros, y descuidamos el trabajo de fuerza y velocidad. Claro, era lo que sabíamos en ese entonces. Ahora haría las cosas de manera distinta, pero en esa época era lo que creíamos. Si pudiera volver atrás… me arrepiento”, concluye. Luego cuelga el teléfono apresuradamente. Han llegado a Oruro y toca servirse un plato de thimpu para llenar el alma, y las reservas de glucosa, por si fuera necesario.

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