domingo, 29 de mayo de 2011

‘El Amor según’ o cómo la novela inyecta veneno

Es la ausencia el eje sobre el que se sostiene la escritura de esta novela. Y siempre que se escribe sobre la ausencia, se escribe sobre la nada, sobre el vacío, sobre el vértigo, sobre la carencia de verdades o certezas.

Desde las primeras líneas de El amor según surge una trama envolvente, espiral, opresiva, claustrofóbica, laberíntica, que apunta, tanto a la configuración como al rastrillaje de un alguien ausente. Y para que esto sea posible Antezana desplaza un juego narrativo donde la quietud, la infinidad de preguntas sin respuesta, la falta de movimiento, el paso lento del tiempo, el silencio, lo absurdo, marcan el ritmo. Pero, más allá de la trama, en la novela se da una interesante vuelta de tuerca a los lugares comunes de la literatura policiaca, de misterio, del thriller y se produce una narrativa preocupada por suspender el sentido, por prorrogar la intriga, por oscurecer y ensuciar la trama, por jugar con las palabras como si se tratara de ecuaciones matemáticas, infinitas, aleatorias.

Pero ya que hablé de la trama, vale la pena revisar algunas líneas de esta urdimbre narrativa que compone El amor según. Las cosas en la novela son muy simples, tal vez por eso asustan tanto al lector: Un día Mariana, una fotógrafa y artista, de forma súbita ya no vuelve a casa. Su pareja, un hombre que antes era un policía de nombre Zimmer, no sabe los motivos concretos de su desaparición y esta incertidumbre le despierta una paranoia incontrolable e incurable. Con la ayuda de sus suegros, Zimmer busca a Mariana de forma incesante, el caso llega a los medios que amplifican la noticia, pero esto no sirve de nada. Mientras Zimmer más la busca más se profundiza su extravío y la narración se hunde provocando en el lector esa sensación de nada, de nulidad, de vacío.

Como Zimmer no encuentra respuestas concretas opta por el camino más laberíntico que es el de la investigación metafísica, abstracta, teórica, poética, delirante. Una investigación donde la información cosechada proporciona filigranas tan delicadas que se evaporan en la nada sin dejar huella palpable. Un detalle interesante es que así como Mariana ha desaparecido, al mismo tiempo en la novela desaparece la posibilidad de que surja alguna verdad, se suspende el sentido, se lo congela, la narración se estanca en un círculo inoperante y las palabras también se estancan junto con el personaje que literalmente queda prisionero en un cuarto donde se depositan los recuerdos y ese juego perverso de recordar.

Zimmer, al entrar en ese territorio pantanoso, recorre la distancia que más próximo lo aventará al desvarío. Y ese desvarío es posible de palpar a lo largo de la narración ya que las palabras, la poesía de la novela, permiten sentir ese sudor de angustia, de extravío que empapa a Zimmer. Y es desde ese extravío que Zimmer reconstruye de forma maniática todos los hilos que componían las últimas horas de convivencia con la mujer, recuerda los olores, las caricias, el sexo, los besos, las palabras, revisa también todas las circunstancias que acompañaron a la desaparición de su mujer, explora a tal punto en su memoria que se ahonda en las dudas más ásperas que ofrece el amor. Y revisa con tal intensidad estos sucesos que poco a poco, tanto en el lector como en la vida del personaje, se va instaurando un espiral de delirio, de locura.

Inquietante. Hay muchas más cosas que rescatar y subrayar de esta novela. Sebastián nos ha regalado una novela inquietante y aleatoria y al mismo tiempo muy compleja por todas esas sensaciones asfixiantes que despierta.

Por otra parte, es pertinente decirlo: en un contexto de producción literaria tan mediocre resulta un alivio leer una novela que quiere abrir otras posibilidades para hacer ficción. Si me permiten, estoy cansado de esas novelitas ingenuas que abundan y que venden, me refiero a esas que tienen personajes bien construidos, creíbles, historias interesantes, atrapantes, inteligentes, esas que retratan el habla de la gente, que reverencian a esos personajes marginales, que tienen desenlaces sorprendentes o definitivos. Por suerte, de todo eso escapa El amor según y nos ofrece un objeto literario más extraño, más poético. Creo que la literatura es un arte bajo y algo de eso se encuentra en esta novela. Ya que, más que parecerse a un libro, se asemeja a un reptil que se arrastra, seduce, corroe e inyecta poco a poco su veneno.

Memorias de una dulce diosa punk

Vicente Molina - escritor
La ingenuidad destaca en Éramos unos niños, una crónica tan libre de prejuicios y cautelas; la narradora, la buena narradora que es Patti Smith, conmueve en muchos momentos —no sólo los trágicos— reconociendo los moldes o secuelas (prudencia, laboriosidad, sentido del deber) dejados en ella por su educación en un hogar convencional de Chicago, y aún más en la del coprotagonista de esta historia, Robert Mapplethorpe, que, viviendo desde 1967 emparejado con Patti y pronto abierto a la experiencia gay en un Nueva York promiscuo y psicotrópico, seguía siendo el católico hijo de unos padres provincianos a quienes no podía decirles que compartía cuarto con una chica con la que no estaba casado.

No se casaron nunca, pero su peculiar aunque verdadera historia de amor es el corazón del libro. A veces, la futura cantante se deja llevar por el relumbrón de las figuras conocidas, que aparecen demasiado anecdóticamente (William Burroughs, Gregory Corso, Andy Warhol). Tienen más densidad e interés los retratos de Janis Joplin, de Allen Ginsberg, de alguna de las fugaces estrellas transexuales de la Factory warholiana, y del millonario Sam Wagstaff, refinado mecenas y coleccionista, protector y amante de Robert. Especial relieve tiene el largo episodio de su encuentro y relación con el escritor Sam Shepard, que aparece siempre fluctuante y esquivo, lo que sin duda hace justicia a tan elusivo e interesante artista.

El tercer capítulo es el mejor de Éramos unos niños y, en sus más de cien páginas, Smith, mientras nos hace seguir el desarrollo de su original dueto de cámara entre fraternal y sexual con Mapplethorpe, compone a la vez una gran escena coral de los habitantes del Chelsea Hotel, donde la extraña pareja se instaló, en un segundo acto de su romance. La autora logra en su escritura pasajes de auténtico fulgor lírico, como su breve apunte sobre la llegada del hombre a la Luna; yo prefiero, en cualquier caso, a la memorialista que capta con viveza el espíritu de aquel lugar, descrito como “una casa de muñecas situada en los límites de la realidad, y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo”.

El 9 de marzo de 1989 le llega por teléfono la noticia de que Mapplethorpe acaba de morir. Patti, de manera desconcertante en una seguidora de Rimbaud, pone en el tocadiscos el Vissi d’arte de Tosca y se deja llevar por un sentimiento de excitación o aceleración, “como si, debido a mi intimidad con Robert, estuviera participando de su nueva aventura, del milagro de su muerte”. En los últimos párrafos de Éramos unos niños, la cantante atesora las pocas cosas que le han quedado de Robert, pero el acto más definitivo es el último recuerdo vivo del amante muerto, “un joven dormido bañado de luz”, y “tan sereno como un niño viejo”. Y se diría que este libro con el que Patti Smith trata de resucitarlo es como el acogimiento que una enamorada madre le da al cuerpo llagado y exangüe del hijo que más le hizo llorar y más quiso.

Éramos unos niños
Patti Smith. Editorial Lumen, Madrid, 2010.

Se reedita la narrativa de Urzagasti

Jesús Urzagasti (provincia Gran Chaco, Tarija, 1941) debutó en la literatura boliviana con Tirinea, una novela breve publicada en Buenos Aires por la editorial Sudamericana en 1969, que muy pronto se convirtió en un clásico de las letras nacionales. Casi 20 años después, en 1987, apareció su segunda novela, la voluminosa En el país del silencio, traducida más tarde al inglés por el destacado Gregory Rabassa.

En 1992 se publicó De la ventana al parque, novela de la cual el mexicano Hernán Lara Zavala dijo que “combina los mitos de la más pura tradición latinoamericana con los más audaces recursos literarios. El narrador se propone como intermediario con el mundo de los muertos que habitan en lugares dispares y lejanos. Así desfilan ante el lector cuchilleros, militares ex combatientes de la Guerra del Chaco, parientes, amigos y bellas mujeres que ya emprendieron 'el viaje definitivo'. Personaje principal de esta historia es también el diablo o el Maestro de la Noche.

Se trata de una novela escrita con humor, lirismo y fantasía en donde la anécdota se va entretejiendo de manera fragmentaria para ofrecernos una aventura de lenguaje e imaginación”.

Con esta novela, precisamente, la editorial Gente Común ha iniciado una colección dedicada a reeditar la obra narrativa de Jesús Urzagasti. Junto a ella también se ha publicado Un verano con Marina Sangabriel. Los editores anuncian que pronto seguirán otros títulos de la narrativa del escritor chaqueño, como Los tejedores de la noche y Un hazmerreír en aprietos. Urzagasti también ocupa un lugar destacado en la poesía boliviana. En este género es autor de Yerubia, La colina que da al mar azul y El árbol de la tribu. Su libro de poemas más reciente es Frondas nocturnas.

De la ventana al parque (novela).
Jesús Urzagasti. La Paz, editorial Gente Común, 2011.

Potosí a través de los siglos

Mariano Baptista Gumucio ha reunido en las páginas de este libro a 32 autores que desde los tiempos coloniales hasta el presente se han asombrado con la ciudad de Potosí y han dejado testimonio de ello. El título es suficientemente descriptivo del contenido del volumen: La ciudad de Potosí vista por viajeros y autores nacionales del siglo XVI al XXI. Aunque, desde ya, el título merecería una pequeña corrección puesto que también se incluyen textos de autores extranjeros, como el norteamericano Lewis Hanke, el venezolano Arturo Uslar Pietri y el uruguayo Eduardo Galeano.

Un amplio prólogo del compilador ubica al lector en la historia de Potosí, contexto necesario para seguir de mejor manera los textos compilados. En la antología de Baptista Gumucio no falta ninguno de los cronistas coloniales que dejaron testimonio sobre Potosí, desde Cieza de León hasta Concolocorvo, pasando por el imprescindible Bartolomé de Arzans y el curioso francés Accarette du Biscai que visitó Potosí al promediar el siglo XVII. Mención aparte merece la reproducción íntegra del poema Testamento de Potosí, fechado en el inicio del siglo XIX con el estudio que le dedicó José Enrique Viaña. Los tiempos republicanos ingresan de la mano de Edmmond Temple autor de Las fiestas en Potosí (1830)y no se detienen hasta el 2004, fecha del texto de Teresa Gisbert La Virgen Cerro y el Dios Pachacámac.

Éste es el quinto libro que Mariano Baptista dedica a recoger la memoria histórica de ciudades y departamentos de Bolivia. Antes lo ha hecho con La Paz, Sucre, Oruro y el departamento de Pando. “Pienso que es urgente recuperar la memoria histórica para preservar la unidad de Bolivia”, dice el autor.

La ciudad de Potosí vista por viajeros nacionales del siglo XVI al XXI.
Mariano Baptista Gumucio (Comp.). Potosí, 2011.

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