domingo, 7 de septiembre de 2014

Con ‘Siempre fuimos familia’, Gonzalo Lema ganó el Concurso Internacio- nal de Novela Kipus



1— ¡Carpe diem!​El viejo se estabilizó en la acera del templo y empezó a buscar a sus contertulios entre la mucha gente que llegaba a oír misa. Del baúl profundo del BMW salió el taburete de los sábados y rasgó —como era su costumbre— parte del tapiz. El viejo se sonrió al advertirlo. Su hijo se desesperó como si fuera el primer corte del clavo visible de una de las tres patas. Sin embargo, más de un flequillo indicaba lo contrario. De todas formas se preparó como un ganso de pelea para protestar.

— ¡Memento mori! —previno el mendigo con un dedo en alto—. No vale la pena sufrir por las cosas materiales. Además, si quieres te compras un bólido del año, tenemos ahorros. Éste ya está como pasado. La gente de tus círculos debe estar cuchicheando en tu contra.​

Álvaro suspiró con dolor. Pasó la palma de su mano derecha por las heridas de tantos sábados. Más que martillar la cabeza del clavo le hubiera gustado prender fuego a ese trasto piojoso. Y a la ropa con la que su padre se disfrazaba para lograr “armonía absoluta” con sus colegas de limosna de verdad. Una pira de cinco metros capaz de llevarse los piojos, la madera, la tela y la locura misma…

​Alguna gente que entraba al templo, o salía, se detuvo a observarlos. Estaban los esposos Carpio que manejaban con fluidez la breve historia de la sociedad cochabambina y no ubicaban desde el arranque a los señores constructores Martínez. Y los Tardío Arauco, que jamás perdían el tiempo mirando a gente que no había estudiado en el colegio de la plazoleta. Y los Arandia, que habían empezado su linaje en las serranías de un pueblo del sur, pero que habían logrado su fin de emparentarse con los propietarios del Sol en la plaza Colón y el arranque del paseo El Prado. El resto era gente que llevaba su apuro y apenas saludaba moviendo una ceja escuálida. Tanto desconocido en la acera era un logro de la democracia.

​A papá Álvaro todo aquello lo tenía sin cuidado. Una vez firme sobre la acera sacudió su saco de pobretón pensando, una vez más, en su parecido con el mendigo de la pintura. Cuando se sintió presentable en su ropa de pordiosero reclamó su taburete y caminó hacia la enorme puerta de madera donde ya se reunían algunos pretendidos suyos. Allí depositó su carga y se sentó en el acto con muy buena cara. De inmediato se despidió de su hijo batiéndole una mano, apurándolo.

— ¡No más tarde de las 12.30, así almorzamos 13 uur!

​Luego se dedicó a quienes se sentaban y arrastraban en el frío piso de cemento a la espera de una moneda caída del cielo mismo de los feligreses.

​— No somos pobres —les consoló- si tenemos Sol. Y este Sol sale cada día para todos nosotros.

​También advirtió que todavía le giraba la cabeza por el alcohol de la víspera, como si medio litro se le hubiera quedado en la nuca.

Álvaro dejó de observarlo y cerró la quinta puerta. Se sacudió ambas manos de alguna probable astilla. La acera se había llenado de gente y casi parecía un tumulto. Los de la primera misa se confundían —en su trajín corto y menudo— con los de la segunda. También parecía un hormiguero afanoso buscando comida para el invierno. El olor de los cirios, del incienso y de las flores generaba un espíritu nuevo, renovado de esperanza entre todas las personas.De uno de los tantos montones de gente una muchacha de piel blanca le sonrió. Él detuvo en seco sus pasos y se sacudió sorprendido de cuerpo entero. Afinó todo lo que pudo su vista y confirmó feliz que esa mano que volaba allí como una paloma de paz servía para llamar su atención.​Carraspeó. Se lanzó al ojo del remolino mismo de cabeza.

— ¡Hola! —le dijo la muchacha. Álvaro no pudo ubicarla en su galería de amistades. Los padres y la otra gente del grupo también lo saludaron, cada uno a su manera.

— ¿Es tu padre ése que anda por ahí? —le preguntó sin rodeos la señora de sombrero con encaje negro. Con una mano enguantada hizo un gesto en la misma dirección de su quijada. En el gesto dejó una estela de perfume de flores.​Álvaro se sonrió y se puso firme:

— Sí, es mi padre. Los sábados viene a pedir limosna para no olvidarse de ser humilde en la vida. O sea.

— ¿¡Con todo el dinero que tiene!? —opinó molestísimo el señor viejo con ambas manos cruzadas en la espalda. Y con las cejas fruncidas.

— Precisamente por eso —comentó Álvaro moviendo el cuello flaco y la cabeza pequeña, como si se tratara de un ganso de iglesia.

— ¡Además lo traen en un BMW del año! ¡Qué ridículo todo! —insistió el señor desde las tripas y giró el cuerpo tres cuartos, en un semimutis.

— 98 —precisó Álvaro—. Ya tiene dos años. De hecho, pienso cambiarlo apenas empiece la próxima semana. Por anciano.

La muchacha y sus amigas se taparon la boca para ahogar sus risas.

​— ¿Es cierto que fuiste novio de Carolina de Mónaco? —le preguntó en un solo impulso una de ellas y de inmediato se coloreó del rostro.

​— ¡Bruta! —la recriminó otra muchacha.​Los viejos giraron el rostro para prestar atención a la respuesta.

— Así es —dijo Álvaro, más ganso que nunca. Del bolsillo superior de su chaqueta sacó más de una tarjeta personal y la repartió con facilidad en el grupo—. Estamos construyendo un rascacielos único: 20 pisos, cinco piscinas, cinco gimnasios, cinco áreas sociales… Si les interesa echarle una mirada estoy para servirlos.

— Ya tenemos casa —dijo la señora y comenzó su camino soberbio en pos de la puerta de ingreso del templo—. Gracias, de todas formas.

​— Gracias —dijeron las muchachas casi a coro y se pusieron en marcha, divertidas, mirándolo con simpatía.​El viejo masculló algo que no quedó muy claro: —…la pichicata.

La muchacha del saludo le dio un beso en la mejilla. “Voy a llamarte uno de estos días”, le susurró. También le sonrió desde tres centímetros de distancia, cómplice. “Necesito pedirte un favor”.

Álvaro se alegró con esas palabras. Era un enganche, estaba seguro. La vio desaparecer por la puerta del templo justo cuando su padre se ponía de pie y vociferaba que había que bajar la filosofía a la tierra. Sócrates ya lo había hecho una vez con grandes resultados.

— ¡A nadie ha de pesarle saber un poco más! ¡Quien evita saber apenas es más que un mono peludo! ¡Necesitamos una contabilidad mínima sobre esta vida! ¡3.000 años es todo lo que les pido!

Algunos feligreses se espantaron con sus gritos y retrocedieron en su camino. Los niños comenzaron a berrear asustados. En general, todos se pusieron a susurrar opiniones poco favorables sobre la presencia del viejo loco y chillón. ¡Habíase visto: en pleno ingreso al Hospicio! En sábado. Un loco borracho…

— No nos perjudiques con tus palabras —le dijo el mendigo de la rodilla anquilosada en un ángulo de 45 grados—. De esto vivimos. De la limosna de los sábados. Sin esta limosna no hay qué comer los restantes días.

— Si eres loco —le dijo la indígena en su lengua materna, luego volcó al castellano de la Colonia— hacerite a un lado y dejanos trabajar. Ese favor te voy a pedir, ¿ya?

— Hablemos en voz baja —dijo un tercer mendigo desde la sombra fría, trasminado de alcohol—. Para que los curas no piensen en echarnos.​Los restantes seis mendigos huyeron de su lado a la pared del frente y de inmediato volvieron a arrastrarse en el piso, y a estirar la mano, para las monedas caídas de los solidarios que entraban y de los pocos que salían todavía de la primera misa.

El viejo se acomodó mejor en su taburete y observó el cuadro. Como su hijo continuaba sobre la acera, le hizo señas de que se marchara pronto. Deseaba filosofar sin distracciones. La lucha recién comenzaba contra toda la mendicidad intelectual y espiritual en la Tierra. Contra la terrible y cruel indiferencia. El hombre no dejaba de ser un animal. 2​El BMW rugió como un animal poderoso cuando alcanzó la avenida Salamanca y se sintió libre de miradas. Avanzó raudo y veloz sorteando un obstáculo

—un turril sucio de alquitrán abollado en todos sus costados— de la honorable alcaldía municipal, abandonado en plena bocacalle, y continuó su marcha hasta alcanzar el lindo negocio de una importadora de vehículos. Álvaro bajó del bólido como otros bajarían de un cohete a la Luna. Se alisó el jean de las piernas e ingresó al negocio caminando como los escaldados. Era su forma de manifestarse cuando se sentía un triunfador. Un hombre listo para el duelo a pistoletazos en cualquier calle del Lejano Oeste. Mejor si era contra los bandidos mexicanos.​

— Hola, reinita —le dijo a una muchacha flaca que trabajaba en alguno de los escritorios con un trapo de desempolvar—. ¿Está Pedro, mamita?

— No, no está —miró ella su reloj—. Recién va a estar a las once. Antes no llega…

— Ha debido tener una buena jarana anoche —opinó Álvaro mirando un BMW corto. También le pasó la mano por el lomo—. ¿A quién le encargo un juguetito nuevo? A eso he venido…​La muchacha se sonrió un tanto. Dejó el trapo de desempolvar sobre una silla cualquiera y se aprestó a atenderlo en debida forma. Tenía gracia en la mirada y buen porte. Le sonrió.

— Dígame, nomás. ¿Cuál es el que desea?

— El mismo que tengo —explicó Álvaro. Los dos miraron hacia la acera del frente—, pero que sea último modelo. Además, en azul-Francia.

— Se lo tendría que ver —dijo la muchacha. Se frotó ambas palmas de las manos en su pantalón—. Mejor me anoto. ¿Cómo se llama usted?

— Álvaro Martínez Noriega. De los constructores.

— Se lo voy a averiguar en depósito y lo llamo rápido. También lo del color que quiere. ¿Azul? ¿Francia, dijo?

​— Azul-Francia. ¿Tendrán en stock? ¿Tú qué crees?

— ¿En depósito? No, no creo. Tendría que esperar.

— ¿Cómo cuánto tiempo? ¿Un mes?

— Hasta más. Con la desaduanización y todo… tres meses. Pero mejor es que hable con don Pedro. Él sabe de estas cosas.​Álvaro suspendió las cejas alarmado. “¡Tres meses!” Eso quería decir cuatro. O cinco. Respiró a pulmón lleno para armarse de paciencia. El BMW estaría un tanto pasado al arribar.

— No importa —dijo—. Espero tu llamado. Dile a Pedrito que he venido.

— Sí, señor.​La muchacha revisó todo lo anotado y caminó para dejarlo a la vista sobre unas carpetas en el escritorio de gerencia de ventas. Cuando volteó hacia el trapo abandonado en la silla advirtió que el hombre seguía allí y la miraba absorto como a uno de los autos. Con la misma codicia.

— ¿Te puedo invitar a salir? —le preguntó Álvaro sin el menor vestigio de inseguridad en la voz—. A tomar un trago…​La muchacha empezó a transpirar de las manos, de la misma espalda. Se quedó con la boca seca, sin una gota de saliva. Tardó en reaccionar.

— No creo —dijo, con muy poca voz—. Tengo novio. Ya me voy a casar.​Álvaro volvió a suspender las cejas flacas. Pensó —y sintió— que con la negativa se le había acrecentado el interés por la muchacha.​Movió la cabeza en un signo de resignación.

— Bueno —dijo—. Pensala y me llamas. Es solo para un trago. Después te dejo en brazos de tu novio.​Salió del negocio con las piernas abiertas y con la idea equivocada de que cargaba el cuerpo de Brad Pitt. O el carisma de Sean Penn. Y se trepó a su 98 con la soltura y seguridad de un hombre de mundo. Por eso el motor bramó furioso en la calle vacía de gente de los sábados en la mañana, pero llena de perros callejeros. Y arrancó su marcha violenta en medio del humo negro de sus neumáticos quemados.

3Un murmullo creciente de voces acolchonaba la faena de la gente. El comerciantando seguía desplegando sus productos en una exhibición total y suficiente para atraer a las amas de casa. El gentío se movía con lentitud. Con dificultad. Chocando la gente entre sí. Hablando a los gritos o quizás a susurros, tratando diversas formas de hacerse escuchar. Regateando los precios de lo lindo, perdiendo la batalla casi siempre. Cuidando con celo de sus bolsillos con dinero para la semana.

La casera vieja revisó la piel y los lunares de la papa en oferta en uno de los gangochos. Los lunares peludos no le daban buena espina. Caminó hacia el siguiente, seguida por su imilla, e hizo la misma operación. La piel delgada, transparente de la papa holandesa, y su figura alargada, propia de una modelo, volvió a llenarla de satisfacción. Quería tres kilos de esa misma. “Bien pesados, caserita”. Y se puso a buscar entre sus polleras su billetera y monedero de lana de oveja.

— ¡Bien pesado siempre, caserita!—dijo la chola vendedora—. Nosotras no engañamos. Si quieres te haces revisar en la balanza del comisario. ¿Dos o tres kilos me has dicho? ​—Tres kilos, casera. Con su yapa.

Y en medio del gentío de la feria avanzaron en pos de las carniceras. La imilla con las bolsas llenas de verduras chorreando agua, arroz, fideo y papa. Alguna fruta. La chola con las manos atentas a los llocallas ladrones del mercado. La gente se arremolinaba frente a los puestos de venta. Miles de personas, tres por metro cuadrado. Los productos salían del fondo de los puestos y de las carrocerías de los camiones parqueados en desorden en la calzada y en las aceras ya invisibles. El vocerío en quechua y castellano. Las transacciones rápidas. Los q’epiris con los bultos en la espalda rumbo a los vehículos particulares o en alquiler: un boliviano por bulto cargado.

— Dame dos kilos de lomo y dos de pollerita —pidió Julieta con mucha autoridad. Ya había pellizcado la carne para ver si sangraba un poco.

— ¿Esito no más quieres? —le preguntó irritada la mañaza desde su alto asiento construido con cajones de manzana chilena—. Antes te llevabas más. ¿Acaso te has conseguido otra casera? Traidora pareces.

La imilla se rió solita a sus espaldas.

—Nada de eso —dijo la chola blanca—. También quiero carne de pecho para el puchero, pero no la veo…

La casera se sonrió pícara. Se dobló con dificultad debido a su gordo abdomen y sacó del fondo de sus cajones y trapos un pedazo de carne de dos colores: —Estito debes estar buscando —dijo, sonriente—. Con su grasa dura.​

— Esito mismo —dijo ella.

— Caro está, pero —advirtió la chola mañaza—. 80 bolivianos. Para cinco personas, pero. O seis.

— Caro, ps —dijo la chola compradora—. Rebajame a 70, pues. Creo que le has mordido la punta, además. Esta k’asa. Le falta un pedazo.

La risotada de la casera pareció un rayo de guerra cuando se elevó al cielo azul de la mañana. El multitudinario gentío, sin embargo, continuó su laburo como si nada. El murmullo parecía enterrarlo todo.

— ¿Cómo, pues, vas a decir eso? —preguntó la casera—. Aquí siempre te lo he guardado para vos, sabiendo que ibas a venir. Me estás ofendiendo de ganas, doña Julieta. Como si fueras mi desconocida.

— No es mi intención, casera. Ya, dámelo ahorita antes de que me lo roben mi dinero estos llocallas. ¡Fuera de aquí!​La imilla cargó también con las carnes. Una bolsa en cada mano, casi cortándole los dedos. De rato en rato, mientras lograban que la gente y la bulla sorda fuera quedando a sus espaldas, descansaban con las bolsas en el suelo y detrás de un poste de luz hecho de cemento. Al minuto seguían su camino, así hasta salir de la feria y hacerse escuchar con un taxista.

— Nos vamos a preparar papas fritas con asado —dijo doña Julieta con el labio superior adornado de perlitas de transpiración súbita—. Con ensalada simple de lechugas, tomate y cebolla.​

— ¿Con llajua? —preguntó la muchacha llamada Juana—. A don Álvaro le gusta con llajua. A sus hijos, también.​

— A toditos —confirmó la doña—. Hasta al escritor. El que más picante come, quizás. ¡Ese pícaro!

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