sábado, 13 de septiembre de 2014

CHILE. MARÍN Y LA BROMA PESADA DE LA HISTORIA

Cada vez que llego a Santiago pido que me recomienden libros que no podría conseguir en otros países. Así, invariablemente, en cada visita, he ido adquiriendo libros de Germán Marín, un autor sugerido por amigos de diverso perfil y todavía secreto en América Latina. Una década atrás adquirí Carne de perro; luego vinieron Ídola y Basuras de Shanghái; en el último viaje, El palacio de la risa. Cada país tiene sus autores secretos y a veces es difícil entender por qué algunas obras circulan mejor que otras (de Bolivia apunto un nombre: Jesús Urzagasti; de México, Inés Arredondo; de Uruguay, Felipe Polleri). En el caso de Marín, creo que ya es tiempo de no quedarnos con el secreto.
Para mí, la mejor puerta de entrada al mundo de Marín ha sido El palacio de la risa (1995), una novela que me ha sorprendido por los paralelismos que se pueden trazar con el Nocturno de Chile (2000), de Roberto Bolaño. Tanto Marín como Bolaño utilizan una casa particular reconvertida en centro de torturas de la dictadura de Pinochet como escenario para hablar del destino fracturado de la gran familia chilena: no hay distancia entre lo privado y lo público, el Estado golpista se ha inmiscuido en la vida de sus ciudadanos, es esa misma intimidad. En esa fusión de espacios, hay poco espacio para la lealtad, para la resistencia.
En el caso de Marín, el relato de la decadencia de la lujosa Villa Grimaldi, desde su construcción a mediados del siglo XIX hasta su rebautizo burlón como El palacio de la risa y su posterior apropiación por parte de la dictadura, es el de la decadencia del país, una broma pesada de la historia: “Villa Grimaldi era la casa de Chile, donde nadie dejaba de reírse, ni de día ni de noche”. La prosa elegante de Marín, de frases con complejas resonancias alegóricas, va cargando de significados esa degradación presente y no asumida, pues el país vive en un presente celebratorio, incapaz del enfrentamiento con la memoria y los recuerdos traumáticos: “Yo no venía del extranjero, sino del pasado, el que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo con lo que había captado, aquel tiempo ya no representaba nada en la vida actual de los chilenos”.

Crudeza poética
Hay en El palacio de la risa, a un nivel más básico de la trama, una intriga por resolverse, un intento de entender qué pasó con Mónica, una pareja del narrador, si es que son ciertos los rumores acerca de su complicidad con la dictadura. A un nivel simbólico, el narrador que regresa a país y va en busca de esa casona en la que pasó días felices durante la infancia propone su viaje como un acto de restitución. Ante la actitud colectiva de esconder la infamia, el narrador prefiere, en su viaje al corazón del trauma, el enfrentamiento con la verdad, por más que este termine llevándose por delante el mundo idealizado por la nostalgia; así la casona ‘impóluta’ del recuerdo es devorada por “la pesadez corrupta e indecible de la basura”.
Los últimos dos capítulos son maravillosos por su descarnada y a la vez poética crudeza. Para enfrentarse a lo atroz, hay que hacerlo así, con los ojos bien abiertos. “La literatura no es, si se observa, por completo inútil”, dice el narrador al pasar, pero podemos entender estas palabras como el punto de partida para una poética: en Marín, la novela es el discurso crítico, útil para una sociedad, que indaga en nuestras abyecciones –las privadas y las públicas-, que hurga en las heridas, que se niega a pasar página y celebrar reconciliaciones huecas

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