Leí por primera vez a Rodrigo Hasbún en un periódico. El periódico envolvía el cuerpo de un pescado (un pejerrey que estaba destinado al almuerzo). Compré el pescado y el periódico y de yapa me dieron un puñado de ispis. Cuando terminé la lectura del cuento sentí que nevaba a mi alrededor y que a mis veintitantos años no sabía nada del mundo y el almuerzo se enfriaba y me daban ganas de llorar y guardé el periódico en un baúl y lo conservo hasta hoy.
Al leer la nueva novela de Hasbún me sucedió lo mismo. No será nada nuevo decir que Los afectos es una de las importantes novelas de nuestra época. Y eso ya es decir mucho.
Algunos spoilers: la novela trata de una familia alemana (los Ertl) exiliada en Bolivia o, mejor dicho, que escapó de Alemania porque el padre era el mejor camarógrafo de la documentalista de Hitler: Leni Riefenstahl. Esta familia se irá desintegrando durante varias décadas. Y el desencadenante será el inicio de la búsqueda de una ciudad mítica, el Paitití. En una entrevista, Hasbún dijo que odiaba las tramas. Es un mentiroso. Quiero creer que odia las tramas al estilo best sellers, porque su novela está llena de trama y de vida y de respiro y, sobre todo, de silencios. La gran maestría de Hasbún es ocultar, pero no como un aprendiz de mago al que se le ven los hilos, sino como un ilusionista que crea espejismos y en el espejismo se mira uno a sí mismo y siente el horror y la angustia de estar desnudo frente al mundo. Una lectura: los personajes de Los afectos buscan lo imposible y mientras lo buscan se pierden a sí mismos. El padre se adentra a lo extraño e insondable (con adulterio de por medio). La madre espera en un tiempo estancado (con cigarrillos de por medio). Las hijas buscan algo más extraño e innombrable que el Paitití: el amor. El amor de padre, de madre, de pareja. En su búsqueda se extravían en un laberinto que es la misma vida (con guerrilla del Che Guevara de por medio).
Tal vez el capítulo menos logrado es Los muertos donde se narra la épica caída del Che Guevara y su posterior muerte. ¿Por qué? Porque en toda la primera parte de la novela los diferentes narradores me llevan de la mano como en una canción de Bob Dylan, y en este capítulo el narrador quiere ser Red Hot Chili Peppers vestido con frac y entonando una cantata popular boliviana.
Y el mayor logro son las voces de los narradores (las narradoras). Monika, Heidi, Trixi. Cada una, como cada miembro de la familia busca destruirse. Una con el amor imposible, la otra con los cigarrillos, la otra con la quimera de la guerrilla (no importa el desorden). La madre se sumerge en su propio Paitití: el cáncer. Y el padre jamás podrá salir de él. No en vano la novela termina en una hacienda que se llama La Dolorosa, un nuevo Paitití creado a imagen y semejanza de la familia Ertl.
Hasbún tiene una voz propia, algo que muy pocos escritores bolivianos tienen. Pero no puede escapar a la maldición de la tradición: la tradición latinoamericana. Su novela se asemeja (con menos páginas) a una estirpe condenada a cien años de soledad (en este caso 30), y que no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra. Sin realismo mágico de por medio, ni humor y con algo del calorcito de la selva. Por algo será el guiño consciente o inconsciente del nombre de la madre: Aurelia (¿Aurelia igual a Aureliano Buendía?).
Luego de leer Los afectos sentí lo mismo que hace 10 años al leer por primera vez a Hasbún. Esta vez nevaba afuera de la casa y mi familia estaba descompuesta y me dieron ganas de llorar y esperaba el almuerzo que nunca llegaría. Esta vez almorzaría en una mesa para cuatro, solo y sumergido en mi Paitití personal: la literatura.
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