lunes, 10 de febrero de 2014

'Iris' es la más reciente novela de Edmundo Paz Soldán



Una voz metálica en la radio del jipu les informó de una emergencia en el templo de Xlött en el anillo exterior. Song enfiló hacia allá. Xavier levantó la vista y lo golpeó la luz del día, rojiza como en un atardecer constante. Nubes harinosas inmóviles sobre la planicie. Se le vino la imagen plácida de Soji tirada en la cama mientras dormía, los aros de colores refulgiendo fosforescentes en los tobillos y el cuello; quiso perderse en ella pero no pudo. No le gustaba ir al anillo exterior, plagado de seguidores de Orlewen, el irisino que con sus arengas y su impermeabilidad a la muerte había logrado convertir una pequeña molestia para Saint Rei en una fatigosa insurrección.

Los soldados en la parte trasera hablaban en un lenguaje desconocido. Pakis, decidió Xavier, sin mucho interés en que el Instructor le tradujera lo que decían, y malayos los del jipu que los seguía. Cada vez más shanz asiáticos y también centroamericanos y de las republiquetas mexicanas. A SaintRei le costaba reclutar en otras partes.

Song condujo por calles angostas. El fengli soplaba con fuerza; la sha golpeaba los cristales del jipu, entorpecía la visibilidad. Xavier había creído que con el tiempo se acostumbraría al color de la luz, a la presencia constante del fengli, al clima seco. Podía vivir con ellos, pero era como si a un habitante del trópico lo trasladaran a una zona polar. Su bodi reaccionaba de otra forma, vivía aletargado. En el pod debía encender las lámparas flotantes que aplacaban la intensidad de la luz y replicaban el color de Afuera.

Una oleada de aire frío recorrió su pecho; tosió y le dolió la garganta. Hacía tiempo que se ponía así cada vez que le tocaba salir. Debía luchar contra un ataque de pánico cuando llegaba a una de las puertas del Perímetro y esperaba su turno. Era como si una dushe de piel helada fuera despertándose en la boca del estómago y se extendiera a través de la cavidad torácica para asomar la lengua entre sus labios. La tensión se acumulaba en los músculos de la frente. Los shanz dejaban atrás la seguridad —las altas murallas de concreto reforzado, los rollos de alambre electrificado—, ingresaban a las calles de una ciudad que no los quería. Se exponían a las bombas sembradas en el camino, a los irisinos que en nombre de sus dioses se acercaban a inmolarse junto a ellos.

Jóvenes de rostros hostiles escupían al paso de los jipus. En las paredes de las casas se desplegaban consignas de Orlewen. Xavier sonrió al encontrarse una vez más con Nos prometieron jetpacks. Le llamaron la atención Quiero tomar el Perímetro y Desocupemos a los que nos ocupan. Si uno de los shanz se quejaba de algo, él respondía A mí me prometieron un jetpack tu.

No debía relajarse. En esas frases se encontraba el poder letal de Orlewen, el trabajo sin descanso de la insurgencia. Se persignó: los atavismos no lo abandonaban.

Edificios que por milagro no se habían derrumbado, manchas de moho en las paredes, hierba negruzca en la entrada. Vivían irisinos ahí, entre las ruinas. Llegaban en busca de un lugar para hacer suyo, se apoderaban de terrazas, pasillos, piscinas vacías. Hombres y mujeres en las galerías hexagonales del Centro de la Memoria, durmiendo al lado de anaqueles abrumados por el polvo; en las oficinas semidestruidas de la Corte Superior; en los balcones y en la platea del Hologramón.

Callado, di.

No hay mucho que contar.

El humor de Song era cambiante, Xavier se había acostumbrado a que a veces lo tratara como si fuera un desconocido. Era de rango inferior y dormía en el cuartel. Se le había caído casi todo el pelo y no cesaba de lamentarse: sus rizos negros atraían a las chicas. Xavier tocaba la suave pelusa que seguía ahí como un resto del naufragio, qué quieres di, al menos neso todos somos iguales ki. Compartían la pasión por juegos de estrategia como Yuefei; Song era más agresivo que él, que prefería ganar territorios de a poco, avanzar con cautela, utilizar maniobras envolventes como las de su padre cuando luchaba en el cuadrilátero, allá en la infancia, y se proclamaba campeón nacional de muaytai en Munro, antes de que otras cosas lo distrajeran.

Al cruzar por un mercado los golpeó el olor a vómito de la basura acumulada en las esquinas (en el Perímetro casi todo carecía de olor; una pátina aséptica invadía hasta los rincones más alejados). Sabía por el Instructor que el protectorado de Iris tuvo días mejores. Que las pruebas nucleares de mediados del siglo pasado habían convertido a los irisinos en lo que eran y a la región en un campo radiactivo donde pocos seres humanos que llegaban de Afuera sobrevivían más de veinte años. Que a fines del siglo pasado el descubrimiento del X503, un mineral liviano y resistente con múltiples aplicaciones industriales, hizo que Munro, a cargo del protectorado, aprobara las concesiones de explotación del X503 para SaintRei. Que el dinero fácil hizo que inmigrantes desesperados y aventureros de toda condición aceptaran el contrato vitalicio, con todo lo que ello conllevaba: la imposibilidad del retorno a Afuera, el acortamiento en las expectativas de vida. Que cuando algunas variantes del X503 fueron descubiertas Afuera, las principales ciudades de Iris decayeron. Sabía todo lo que debía saber de Iris gracias al Instructor.

Song disminuyó la velocidad al ingresar a la plaza. Xavier observó las casas que la rodeaban. Los primeros días de patrullaje le había llamado la atención la forma en que las construían. El segundo piso de una de ellas carecía de techo y disponía de escaleras que subían a ninguna parte, puertas que se abrían al vacío. Razones económicas los llevaban a hacerlo de esa manera. Una casa se levantaba a medida que disponían de recursos; una familia podía vivir en un cuarto durante un tiempo, hasta que un poco de geld ahorrado les permitía construir otro; luego, quizás en uno o cinco años, pasaban al segundo piso. Pedimos refuerzos.

No todavía, di.

Tres lánsès de ojos desorbitados hurgaban en la basura en una esquina, sus picos agresivos buscando comida entre la chatarra. Un perro desnutrido los observaba sin animarse a seguir su ejemplo. Xavier sintió la inminencia del peligro: la tranquilidad lo asustaba más que el bullicio. Quiso un swit para tranquilizarse. Había abusado de ellos, quizás por eso algunos ya no le hacían efecto. Tomaba uno para dormir y otro para estar alerta; uno para los ataques de pánico y otro para la ansiedad; cuando le faltaba aire se metía uno a la boca y cuando le subía la presión, otro; para divertirse necesitaba tres y cuando estaba melancólico, dos; quería ver estrellas y escuchar explosiones en el sexo con Soji y buscaba swits en la cajita de metal que tenía en el cuello.

Quería olvidarse de Luann y Fer allá Afuera pero para eso no se habían inventado swits todavía. Debía entonces dejar que apareciera delante de él el piso en la cuadra de altos sauces, cerca del estadio de fut12. Los domingos por la tarde se podían escuchar los cánticos de las hinchadas, los gritos eufóricos cuando uno de los equipos anotaba. Al principio a Luann no le interesaba ir pero Xavier la había convencido con el argumento de que con tanto ruido no podrían hacer nada si se quedaban. Luann había terminado siendo más fanática que él y no se perdía ningún partido y los llevaba a él y a Fer a la tribuna más peligrosa, donde circulaba alcohol y rugían los cohetes, vestida con una camiseta blanquiazul como la de los RiverBoys, banderines y pitos en la mano y una petaquera de whisky escondida en su bolsón. Fer en cambio miraba sin mirar, preguntando impaciente cuánto faltaba para que todo acabara. El cerquillo le cubría la frente, mechones indóciles hacían piruetas por sus sienes. No se separaba de su hoodie color carbón y se ponía la capucha incluso bajo el sol más agresivo. Xavier debía haber sospechado que para entonces ya lo habían perdido.

Song detuvo el jipu junto a un rikshò abandonado. Un anciano irisino yacía en los escalones que daban a la puerta principal del templo. Xavier bajó junto a Song e hizo una seña a los shanz para que les cubrieran las espaldas. El otro jipu estacionó al lado y Xavier les indicó que no bajaran.

No me gusta nada, di.

Xavier apretó la culata del riflarpón: lo abrumaba el miedo. En los ejercicios con holos todo era fácil o al menos manejable; otra cosa era encontrarse en la soledad de una plaza, en la puerta de un templo en el que se rezaba a dioses extraños —no aceptaba al Dios de los suyos pero al menos le era familiar—, sabiéndose acechado por el enemigo.

Un chillido lo sobresaltó. Un lánsè levantaba vuelo. Estuvo a punto de disparar.

Song se fue acercando al irisino. Xavier lo observaba por el rabillo del ojo: la ropa sucia en jirones, un mendigo de los tantos que pululaban por las calles peleando por la comida con los perros y los lánsès. Cómo habría llegado a esa edad. A veces era cuestión de suerte, un irisino podía estar muy sano mientras sus hermanos desarrollaban todo tipo de enfermedades y dolencias desde niños.

El anciano no llevaba nada adherido al bodi. Eso hizo que Xavier bajara la guardia. Una falsa alarma. Tácticas de Orlewen que parecían sin sentido pero que al final se revelaban como parte de un método sistemático para que los pieloscuras vivieran con miedo. Ese terror se colaba en los sueños, producía episodios saico durante el día, agobiaba.

Xavier iba a decirle a Song que no había peligro cuando una ráfaga de fengli lo golpeó. Un instante después escuchó el ruido atronador. Perdió estabilidad, voló por los aires. La espalda hizo impacto contra algo duro y punzante. Sintió que lo pisoteaban caballos en una estampida.

Los párpados se le cerraron.

Cuando los entreabrió estaba en mitad de la calle.

Quiso incorporarse y no pudo. El dolor le hizo volver a cerrar los ojos.

La violencia del futuro está aquí

“Iris es una novela que dialoga con la ciencia ficción, diálogo que me permite enfrentarme al nuevo orden/desorden global”, afirma Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) sobre su más reciente novela con la que incursiona en el género de la ciencia ficción.

Publicado por Alfaguara, el libro fue presentado en La Paz por su propio autor y por Wilmer Urrelo el jueves. Y el viernes sucedió lo mismo en Cochabamba. “Iris es una novela bélica ambientada en una región del planeta y en un futuro cercano”, dice una sinopsis elaborada por Alfaguara para su lanzamiento internacional.

“Es una novela que habla de aventuras imperiales —continúa el resumen—; colonizadores interesados en los ricos yacimientos minerales de esa región; unos aborígenes —los irisinos— humillados, esclavizados y sometidos durante años a pruebas nucleares que han hecho estragos en su fisonomía; una tierra hostil, convertida ahora en un auténtico campo radiactivo, donde los seres humanos que llegan de Afuera —la mayoría tras firmar un contrato vitalicio que les impide volver— no viven más de 20 años; una resistencia, encabezada por el irisino Orlewen, que se enfrenta a la dominación y que planea la revuelta de los colonizados en busca de su independencia; todo un ejército de hombres, artificiales (algunos de los cuales antes fueron hombres y quizá aún conservan un pequeño porcentaje de humanidad) y chitas (temibles robots usados para cazar irisinos); drogas que ayudan a sobrevivir entre tanta devastación; dioses vengadores —Xlött, Malacosa—; y un Advenimiento que está a punto de ocurrir”.

Las últimas dos novelas del prolífico escritor boliviano —Los vivos y los muertos (2009) y Norte (2011)— están ambientadas en Estados Unidos. Cada una a su manera explora las dimensiones de la violencia en la vida cotidiana de ese país. Iris lleva esa exploración de la violencia a dimensiones cósmicas.


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