miércoles, 20 de julio de 2011

LITERATURA INFANTIL: Malas de cuento

De niña, fui lectora apasionada de los llamados cuentos de hadas, por los que desfilaban extraños seres no siempre benignos que daban a la vida una constante sensación de peligro e incertidumbre. En aquellos cuentos, los escenarios también resultaban intimidatorios. Grutas, bosques espesos, acantilados rocosos, mares agitados, estanques turbios sobre los que aleteaban sonidos de ultratumba y sombras amenazantes, servían de telón de fondo de intrincadas historias en busca de tesoros y reinos perdidos o desencantamientos, porque muchas veces, el protagonista había sido víctima de un maleficio y vivía bajo una falsa y horrible apariencia.

Me gustaban más estos cuentos de los que no puedo recordar un solo argumento —imagino que eran todos muy parecidos— que los clásicos infantiles. Excepto dos: Blancanieves y La Cenicienta. Podría añadírseles El patito feo. Desde luego, Caperucita no me gustaba nada, aunque su historia estaba muy presente, quién sabe por qué, en nuestras pequeñas vidas.

Blancanieves y La Cenicienta, que en realidad es una especie de patito feo, lograron una popularidad enorme gracias a Walt Disney. Eran historias que no podían dejar indiferente a una niña. Dos historias de madrastras, por cierto. Curioso, ¿no? La madrastra de Blancanieves, además, es bruja. El famoso espejito en el que se mira para asegurarse de que su belleza no tiene rival en su reino la pone en relación directa con las fuerzas del mal. La madrastra de la Cenicienta, sin embargo, es simplemente una mujer mala. Humilla constantemente a su hijastra y le encarga los más fatigosos trabajos de la casa, mientras no escatima dineros para vestir lujosamente a sus hijas con la idea de casarlas bien. Esta mala mujer carece de poderes sobrenaturales. Es Cenicienta quien, al final, accede a la magia.

En todo caso, una, bruja, otra, simplemente malvada, son prototipos de la madrastra que odia a su hijastra. No deja de ser llamativa esta presencia tan poderosa de las madrastras en los cuentos infantiles. Si la niña o la joven tienen al enemigo dentro de su círculo familiar, ¿cómo no se va a presentir toda una sucesión de peligros? Pero de esto tratan los cuentos, de obstáculos y dificultades. Si Blancanieves y Cenicienta hubieran tenido madres en lugar de madrastras, sus historias no habrían tenido lugar. La madre es buena por naturaleza, generosa, protectora. Blancanieves y Cenicienta son dos jovencitas desvalidas a las que hay que salvar.

LA MADRE. ¿De qué manera está presente la figura de la madre en los cuentos infantiles? El de Caperucita comienza precisamente con un breve diálogo entre la niña y su madre. La madre encarga a la niña que lleve la merienda a su abuelita, pero le advierte de los peligros del bosque y le pide que no se entretenga. No volvemos a saber nada de la madre. El final es lo bastante radical como para que se nos ocurra pensar qué habrá sido de ella. El lobo entra en casa de la abuelita, se la come y se pone su ropa. Llega Caperucita con la merienda y, a instancias de la falsa abuelita, se mete en la cama con ella. Tras el famoso diálogo —”¡qué dientes más largos tienes!”, etcétera—, el lobo se zampa a la pobre Caperucita.

El tremendo episodio ha sido abundantemente comentado, dada la potencia de la imagen. El lobo, negro y peludo, vestido con camisón blanco y tocado con una cofia, supone un contraste casi insoportable con la dulce e inocente niña. Pero, una vez que nos hemos dado cuenta de que en este cuento hay una madre, volvamos a ella. Y, de pronto, nuestra cabeza se llena de preguntas. ¿A quién se le ocurre mandar a la niña sola a casa de la abuelita teniendo que pasar tan cerca del bosque, un lugar peligroso por definición? Esta madre, ¿no será en realidad una madrastra?, ¿por qué, si no, envía a la niña a un lugar y a una hora tan inconvenientes? Lleva la merienda, luego es por la tarde, que linda con la noche. Bosque y noche, dos peligros clarísimos. Lo del lobo ha sido algo imprevisto. O quizá no: quizá la madrastra conoce la existencia del lobo, que tiene su guarida en el bosque. Quizá confiaba en que la niña, que es curiosa, se internaría por el bosque, se perdería y se toparía al fin con el lobo, que la mataría.

Como las madrastras malas quieren deshacerse de sus hijastras, tenemos muchas razones para suponer que la madre de Caperucita bien podría haber sido madrastra y no madre. Muerta Caperucita, la madrastra se queda con el padre de la niña para ella sola. La jugada le ha salido perfecta. Más aún, si, como sospechamos, la abuelita, a la que también se ha comido el lobo, es la madre del padre de Caperucita y, como es lógico, no se lleva nada bien con la nueva mujer de su hijo. Si todo esto es así, está claro que la madrastra ha matado dos pájaros de un tiro.

Si optamos por atenernos a la figura de la madre, llegaríamos a una conclusión igualmente inquietante: la madre es una perfecta estúpida. No tiene ningún sentido que envíe a su hija en medio de la tarde y con el bosque a sus puertas a casa de la abuelita. Sus advertencias de peligro, como debería de saber, se convierten en incitación, en tentación. Una madre tonta acaba siendo una mala madre.

SÍMBOLOS. Pero los cuentos infantiles no son realistas, sino simbólicos. Hay muchas más madrastras y brujas que madres bondadosas. La protección materna eliminaría la tensión. En compensación, existen las hadas. Estas bellas y etéreas mujeres, que también tienen complicadas historias a sus espaldas, se encargan de ayudar a los protagonistas de los cuentos cuando se hallan más desesperados. Por eso, sin duda, me gustaban tanto estos cuentos. Siempre podías contar con la intervención oportuna y mágica de las hadas.

Al lado de esta clase de literatura, que bien podemos caracterizar de fantástica, estaba la realista, a la que también fui muy aficionada. Allí sí había madres —Celia y Antoñita tenían madres, aunque Celia la pierde—, pero estas madres eran parecidas a la nuestra y a las de otras niñas. Eran madres y eran adultas. Esto, al final, era lo más importante. Porque el mundo de los adultos quedaba tan lejos del mundo de la infancia que la comunicación entre ambos parecía imposible. Estas madres de los relatos realistas eran distantes y daban muchas órdenes incomprensibles. Básicamente, no entendían nada de lo que les pasaba a sus hijos. Era un reflejo de lo que sentíamos los niños y niñas de entonces.

La literatura ha ofrecido siempre un lugar donde pasan cosas completamente distintas de las que se ven en el cotidiano acontecer, pero también da cabida a situaciones conocidas de la vida. Ambas opciones son necesarias y complementarias. La exageración y representación del mal y de las dificultades parece algo concomitante a nuestra condición. Sospechamos que esa forma de abordar la realidad nos proporciona nuevos y riquísimos puntos de vista. Bruno Bettelheim, en su apasionante libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas, reivindica esta literatura y nos anima a preservarla. El detallado estudio de Sibylle Birkhäuser-Oeri (Las llaves de oro. Madres y madrastras en los cuentos infantiles) rastrea los arquetipos maternos en los cuentos infantiles. Siguiendo la pauta de Carl Jung, nos invita a explorar en los símbolos, en suma, a no tirar “la llave de oro que un hada buena nos puso en la cuna”.

La presencia del mal en el mundo, sostiene Jung, es un hecho evidente y, en consecuencia, no podemos descartar el proceso de aprendizaje que nos brindan los cuentos. Lo tremendo, lo terrible, lo incomprensible, es parte de la vida, y la imaginación es un instrumento poderoso para nuestra sobrevivencia.

También para nuestra felicidad.

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