domingo, 3 de julio de 2011

La novela ganadora del Premio Alfaguara ya circula en Bolivia

Es mejor decirlo desde el principio: Vargas Llosa es el escritor fetiche para la estirpe de escritor a que pertenece Juan Gabriel Vásquez, nacido en Bogotá en 1973, pero instalado en España desde hace varios años. El 2004 había publicado ya, con 30 años, una pequeña obra maestra, Los informantes, a la que siguieron otras inmersiones en la historia de Colombia y de América, la atracción por Conrad —sobre él escribió una elíptica e intensa biografía, El hombre de ninguna parte— o por otros escritores entrevistos en espléndidos ensayos en El arte de la distorsión. La literatura es conflicto y funciona como probeta comprometida con el presente, por donde pasa el pasado y por donde emerge su naturaleza volátil y venenosa.

COMPROMISO. A la combustión entre literatura y compromiso regresa esta nueva novela titulada El ruido de las cosas al caer, aunque hubiese podido titularse con otras tantas frases tomadas del texto: Salvarse de Bogotá, Recuerdos de mentira, La peste de mi país o Los pilotos muertos, es decir, los pilotos muertos que guían la vida de personas desde la muerte hacia el vacío o el dolor. Todas ellas aluden en el fondo a lo mismo: la vigencia de la muerte y el peso destructivo del narco en la sociedad colombiana actual, sobre todo para aquellos que nacieron en los 70 y pautaron su biografía con los primeros asesinatos, las primeras catástrofes, pero también los espacios de fantasía infantil y prohibida como la Hacienda Nápoles de Pablo Escobar y su fabuloso zoológico comido hoy de puro abandono.

Pero el presente sólo se lee o adivina en los renglones del pasado. La novela se construye como la averiguación sobre ese pasado de silencios y biografías inventadas por parte de un profesor de Derecho accidentalmente herido cuando disparan sobre una suerte de pionero del narcotraficante, Ricardo Laverde. Su historia es la de tantos presumibles narcotraficantes, enrolado primero en la aventura de hacer un dinero fácil con la marihuana, después con la cocaína, mientras Estados Unidos en los primeros 70 inicia su guerra contra las drogas y, al mismo tiempo, se suceden las interacciones imprevistas entre la fraternidad hippy y el inicio del narcotráfico a gran escala. Tiene por tanto vocación de novela generacional y analítica de los nervios secretos del presente: “Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado”.

MEMORIA. La novela, sin embargo, es literaria y no sociología o historia recreativa. Inspecciona el pasado en la memoria vivida de unos pocos personajes y es eso lo que la hace pivotar brillantemente sobre interrogantes con respuestas complejas: el dominio de la mentira y la vergüenza sobre vidas tocadas por ese origen tóxico, las desapariciones fabuladas para callar la cárcel, la muerte como destino caprichoso y violento de ciudadanos o la impotencia como metáfora difusa en el narrador de una herida social por curar.

Frente a la complejidad estructural y la densidad reflexiva de Los informantes, la transparencia del relato en este caso prestará al lector las armas para la caza sutil de analogías y paralelismos sin subrayar, para que el lector apure por su cuenta el significado de haber soñado de chico con ser el aviador que perpetuaría el legado heroico del abuelo y, al mismo tiempo, encarnar una devaluación casi inocente, o sin culpa, de ese legado convertido en herencia de dolor. Sin querer, ese pasado y el azar manchan invisiblemente a la voz protagonista, impotente también para cumplir lo que se ha prometido: dejar a su mujer y a su hija “a salvo de la peste de mi país, de su atribulada historia reciente: a salvo de todo aquello que me había dado caza a mí como a tantos de mi generación”.

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