lunes, 13 de junio de 2011

Luces y sombras de la poesía social

Recuerdo a Gabriel Celaya, de quien el 18 de marzo se conmemoró el centenario de su nacimiento, en la Feria del Libro de Madrid de 1977. Acompañado de su inseparable Amparitxu, firmaba libros en una de las casetas más concurridas. Acababa de publicar Itinerario poético, una antología preparada y prologada por él mismo y una larga fila de lectores, entre los que yo me encontraba, esperaba el turno para recibir su firma y su dedicatoria. Era en los albores de la Transición, a muy pocos días de la celebración de las primeras elecciones democráticas después de cuarenta años de la dictadura de Franco en España y Celaya —como Blas de Otero— venía acumulando, desde la década de los sesenta, una bien merecida fama de referente de la resistencia antifranquista y de la literatura comprometida. Sus espléndidos poemas “La poesía es un arma cargada de futuro” o “España en marcha”, de su libro Cantos iberos (1955), eran inseparables de un estado de conciencia colectiva claramente favorable a la ruptura, a la libertad y a la democracia. En aquellos días (en aquellos años) las potencialidades movilizadoras, críticas de la poesía de Gabriel Celaya, aunque cuestionadas por el culturalismo novísimo, mantenían un significativo peso en el mundo cultural.

Celaya, que fue candidato a senador por el Partido Comunista Español en Guipúzcoa en junio de 1977, atravesó la Transición en un discreto segundo plano, fue premio Nacional de las Letras en 1986 y alcanzó a ver el comienzo de la década de los noventa. Sin embargo, hoy, cuando se conmemora su centenario (nació el 18 de marzo de 1911), su presencia en los medios es infinitamente menor que la de otros grandes (y no tan grandes) escritores de nuestra lengua. ¿Se corresponde, ese vacío, con un descrédito de lo social en literatura y con la creciente presencia del yo, de la subjetividad y del apoliticismo? ¿Tiene que ver con la pérdida de sentido de una poesía comprometida en la realidad democrática española? Es probable que la razón de ese olvido se encuentre, a la vez, en la respuesta apuntada en ambos interrogantes. Sin embargo, su poesía alcanzó un nivel de calidad nada desdeñable, especialmente la que escribió a principios de los años sesenta: su tono conversacional y directo influiría en el tono que marcó la poesía de algunos autores posteriores. En la obra de Ángel González, José Agustín Goytisolo o Jaime Gil de Biedma son visibles ecos de la dicción, el tono, la ironía y la atención a lo cotidiano del Gabriel Celaya de libros como Tranquilamente hablando (1947), Las cosas como son (1949) o Los poemas de Juan de Leceta (1961). Pero Gabriel Celaya no limitó su obra poética a esa perspectiva: fue un escritor inconforme también en el plano lingüístico, en el de la reflexión existencial, en el de la indagación metafísica. Son, a ese respecto, memorables algunos poemas de sus libros más tardíos Buenos días, buenas noches (1976) o El mundo abierto (1986). ¿Poeta olvidado? Quién sabe. En todo caso, no es malo que hoy, a la luz del centenario, nos preguntemos qué fue de la poesía social y de los poetas sociales y cuánto de su proteína vive en la lírica del siglo XXI.

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