lunes, 13 de junio de 2011

Jorge Semprún, memoria del siglo XX

Jorge Semprún ha muerto en París el martes. Tenía 87 años. Con él se pierde para siempre parte de los recuerdos del preso número 44.904, su matrícula en Buchenwald, el campo de concentración alemán en el que vivió deportado entre los 20 y los 22 años. Semprún construyó su obra literaria con los fragmentos de su propia memoria y en ella queda, pues, el recuerdo de los hechos y de los sentimientos de una vida marcada a fuego por todas las barbaries modernas.

Con él, sin embargo, desaparece un recuerdo que no cabe en los libros: el del olor a carne quemada. Lo dijo él mismo el 2000, en una entrevista. Lo que más le preocupaba del porvenir era esa precisa memoria: “Están desapareciendo los testigos del exterminio. Bueno, cada generación tiene un crepúsculo de esas características. Los testigos desaparecen. Pero ahora me está tocando vivirlo a mí. Aún hay más viejos que yo que han pasado por la experiencia de los campos. Pero no todos son escritores, claro. En el crepúsculo la memoria se hace más tensa, pero también está más sujeta a las deformaciones. Luego hay algo... ¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es exactamente? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada.

¿Qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? Para esas circunstancias está, precisamente, la literatura. ¿Pero cómo hablas de eso? ¿Comparas? ¿La obscenidad de la comparación? ¿Dices, por ejemplo, que huele como a pollo quemado? ¿O intentas una reconstrucción minuciosa de las circunstancias generales del recuerdo, dando vueltas en torno al olor, vueltas y más vueltas, sin encararlo? Yo tengo dentro de mi cabeza, vivo, el olor más importante de un campo de concentración. Y no puedo explicarlo. Y ese olor se va a ir conmigo como ya se ha ido con otros”. Hoy esas palabras son más ciertas que nunca.

Memoria. “Tengo más recuerdos que si tuviera mil años”. Las palabras de Baudelaire que Jorge Semprún utilizó en Adiós, luz de veranos... describen certeramente la vida de un hombre cuyas ocho décadas de existencia pueden rastrearse en su obra narrativa, que contiene ficciones como La montaña blanca, Netchaiev ha vuelto o Veinte años y un día, pero que pasará a la historia por uno de los grandes ciclos autobiográficos de la literatura contemporánea.

Como la propia memoria, la obra memorialística de Semprún no funciona como una línea recta sino como una espiral: a veces, los mismos episodios se cuentan en distintos libros con intención diversa. “Porque mi vida no es como un río”, se lee en Aquel domingo, “sobre todo como un río siempre diferente, nunca el mismo, en el que no se puede bañar uno dos veces: mi vida es completamente lo ya visto, lo ya vivido, lo repetido, lo mismo hasta la saciedad, hasta convertirse en otro, extraño, a fuerza de ser idéntico”.

Aun así, cabría reconstruir los momentos clave de la vida del escritor leyendo cronológicamente una serie de libros que no fueron escritos respetando ese orden: la adolescencia en el exilio de la Guerra Civil (Adiós, luz de veranos...), la resistencia antinazi y la experiencia de Buchenwald (El largo viaje, Viviré con su nombre, morirá con el mío, Aquel domingo y, sobre todo, La escritura o la vida), la expulsión del Partido Comunista de España (Autobiografía de Federico Sánchez) o el período como ministro de Cultura en la segunda legislatura de Felipe González (Federico Sánchez se despide de ustedes).

Jorge Semprún nació en Madrid el 10 de diciembre de 1923. Su madre murió antes de que él cumpliera ocho años y, con la Guerra Civil, todos los hermanos marcharon a La Haya para reunirse con su padre, embajador de la República en los Países Bajos. El futuro escritor comenzaba así un exilio que ha durado toda su vida. En 1939, con la guerra perdida, la familia se instaló en París.

Si el descubrimiento de Levinas le valió su primer premio extraordinario de filosofía, el compromiso político le hizo ingresar en el Partido Comunista de España en 1942. Un año más tarde fue detenido como miembro de la Resistencia antinazi, torturado y deportado al campo de concentración de Buchenwald. Allí se libró de la muerte probable que esperaba a los intelectuales cuando fue inscrito como estucador en lugar de como estudiante.

El 11 de abril de 1945, dos soldados estadounidenses abrieron la cancela del campo, marcada con una sarcástica inscripción: “A cada uno lo que se merece”. Pero con la liberación y los recuerdos de la experiencia concentracionaria llegaba también para Jorge Semprún un dilema: o escribir sobre el pasado (y lo pasado) o vivir el presente. Lo primero, diría luego, le hubiera llevado al suicidio de no haber mediado los años. Aunque ya en 1963 había volcado parte de su experiencia en El largo viaje, hubo que esperar a 1994 para que el narrador buceara hasta el fondo de aquella herida. El resultado fue un título hoy mítico:

La escritura o la vida.
Mientras llegaba el momento de la catarsis, Semprún se volcó en la militancia comunista convertido en Federico Sánchez, su nombre en la clandestinidad de la España franquista. Pero el mundo se quebró para él por segunda vez en 1964. Ese año, junto a Fernando Claudín, fue expulsado del PCE por su discrepancia con la línea oficial de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Aquel episodio serviría como columna vertebral al libro que, escrito en español, le valió el premio Planeta de 1977: Autobiografía de Federico Sánchez.

Última visita. La Europa en que creía Jorge Semprún empezó a construirse, lo dijo él mismo, en la diversidad de los resistentes deportados a Buchenwald, la cara oscura de la Weimar de Goethe, a tan sólo unos pasos. El 11 de abril de 2010, el escritor acudió allí por última vez para pronunciar un discurso. Se celebraba el 65º aniversario de la liberación del campo y días antes publicó un artículo en el que reconocía con lucidez extrema, pero con furia, que se acercaba al final: “Por última vez, pues, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez —que en este caso concreto son la misma cosa—, por última vez, diré lo que tenga que decir”.

Y lo dijo. Sobreponiéndose al quebranto de la enfermedad, Semprún acudió a Buchenwald y habló. Recordó a los niños judíos que, en 1945, fueron llevados desde Polonia a Weimar ante el avance del Ejército ruso. Entre ellos estaban Imre Kertész y Elie Wiesel, futuros premios Nobel.

A esa generación confiaba Semprún su testimonio. “Todas las memorias europeas de la resistencia y del sufrimiento”, dijo, “sólo tendrán, como último refugio y baluarte, dentro de diez años, a la memoria judía del extermino. La más antigua memoria de aquella vida, ya que fue, precisamente, la más joven vivencia de la muerte”.

Con la desaparición de Jorge Semprún se pierde una memoria del siglo. El resto está en su obra. Imborrable. Esos libros, llenos de vida y de amor a la vida, bella o gris, están llenos también de lecturas que alguna vez sirvieron de refugio.

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