lunes, 28 de agosto de 2017

Las dos caras del poemario de Vadik Barrón



Alguien, en algún lugar, debió escribir una teoría sobre los títulos de los libros de literatura. Como no tengo a mano nada parecido, me arriesgo a decir que ningún título de libro es gratuito y peor si ese libro es de poesía. Lo primero que he imaginado al leer el título de este poemario ha sido un cuadro de Gonzalo Endara, no preciso cuál, tal vez una mezcla de varios de ellos, en el que un tren pasa textualmente volando sobre un poblado de los valles mientras caen frutas del cielo. Pero esta visión, algo estereotipada de lo latinoamericano, carece de una isla. Supongo que la evocación se debe a que la figura del título es en sí algo contradictoria, porque ¿cómo puede llegar un tren a una isla si por concepto la isla no tiene conexión con tierra firme? A través de puentes o, más modernamente, de túneles. Me quedo con el primer caso, porque es más poético, y, justamente, un tren que llega a una isla a través de un puente lo hace técnicamente volando. Pero hay algo más en ese cuadro que talvez haya hecho que lo relacione de forma clarividente con el libro. Si bien las frutas están cayendo del cielo y las casas del poblado están habitadas, al verlo da la sensación de un silencio general, de una quietud casi mítica, ya saben, cosas que se dicen a menudo del realismo mágico, corriente con la que está emparentada la pintura de Endara.

En Tren a la isla efectivamente se busca construir un mito o acaso esbozar una religión. La voz poética oscila entre la primera persona singular y la plural, pero a despecho de la segunda, el mito o la religión en construcción de Tren a la isla es puramente individual: la isla es en realidad la circunstancia de aislamiento del individuo. El mito individual en Tren a la isla recurre a algunas de sus más básicas formulaciones, designa su origen y su geografía. Aunque a veces la isla aparece habitada por otros, son la desolación y el aislamiento los que priman. Y el aislamiento, lo sabemos bien por la historia del cristianismo, puede ser una condición religiosa, de eso dan fe los credos y rezos de Tren a la isla. El nosotros del poemario, en ese sentido, funcionaría más como un distanciador, como un neutralizador que convierte la experiencia del aislamiento en algo mítico o religioso: “No se sabe bien de dónde llegamos/ sólo se sabe/ que encendimos un fuego viajero”.

Al mismo tiempo, la isla del título remite a la imagen del naufragio o más precisamente del náufrago. El individuo aislado de Tren a la isla es también el náufrago que la habita. Interesante giro si pensamos que, por su condición, este náufrago, a diferencia de la mayoría de las voces poéticas de los poemarios previos de Vadik, se ha visto despojado de toda pertenencia, de toda cita o referencia cultural explícita. En cambio, esta isla desierta y silenciosa, “sin corsarios ni papagayos”, se ha llenado de sílabas espejadas, de reflejos de brillantez varia.

El tratamiento de la palabra en Tren a la isla tiende a la paranomasia, la aliteración y la anáfora, figuras de lenguaje centradas en la música de las sílabas. De ahí la impresión de fragmentación que prima en su lectura: las sílabas se repiten, se desdoblan y se retuercen. “Debo dar fe/ de una isla futura,/ de un archipiélago filial y/ enfilado en la espuma”: en un ejercicio acentuadamente barroco, el lenguaje poético en Tren a la isla se ha fragmentado y a veces su reflejo parece brillar al ritmo de la “oleada animal” de la poesía.

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