lunes, 21 de marzo de 2011

Edmundo Paz Soldán y su norte

Dejó de ir a la escuela y comenzó a pasar más tiempo con sus primos. Al principio era solo un testigo privilegiado: en lugares concurridos como el mercado o la estación de trenes, los veía robar billeteras y carteras. Trataban de evitar el enfrentamiento, pero tampoco se rajaban si era necesario repartir madrazos.
En calles oscuras solían atacar armados de cuchillos; generalmente eso bastaba para que las víctimas entregaran todo. Eran conocidos por la Policía, dispuesta a dejarlos tranquilos mientras sus asaltos fueran de poca monta y no hubiera sangre.


A la medianoche se metían en el California, el único ‘téibol’ en que el cadenero, previo pago de unas monedas, dejaba entrar a Jesús, que había cumplido quince años y aparentaba menos: era pequeño y delgado y tenía un rostro infantil. Bajo las luces de neón, pedían chelas y veían un strip-tease. No todas las mujeres se les acercaban, porque tenían fama de pendencieros y de malos pagadores. La Quica, una de las putas viejas del California, donde se podía tomar un trago barato e indócil que se llamaba la «Pantera Rosa» –sotol mezclado con leche y Nesquik de fresa–, era de las pocas que los recibía con los brazos abiertos, porque no le gustaba dormir sola en la habitación que alquilaba en una pensión cerca del río. Iba de mesa en mesa, rebajando su precio y tratando en vano de quitar clientes a Suzy, la guatemalteca con el pelo corto teñido de rubio y las tetas neumáticas, y Patricia, la tapatía que quería irse apenas ahorrara el dinero para que un coyote la hiciera cruzar al otro lado. Qué podía hacer, les doblaba en edad. No debía entristecerse. Hubiera podido quererlas como a sus hijas si no fuera que ella jamás habría tenido hijas tan putas.


A las tres de la mañana la Quica se acercaba a los primos y les decía que se fueran, y Medardo: esperemos que termine esta canción, ¿a poco no te gusta la Chavela? Justino le pellizcaba el culo, qué nalgas, con razón te dicen la Quica. A veces se acostaba con Medardo y otras con Justino y creía que Jesús era un mirón, porque cuando cogía con los primos él los observaba desde el sofá sin pronunciar palabra y resistía a sus invitaciones mientras se hacía una chaqueta.

Un jueves su madre le rogó que se quedara en casa con su hermana el fin de semana, le había salido una chamba en Juárez y volvería el lunes. Cedió a cambio de unas monedas. La noche del viernes Jesús se tiró en su colchón de resortes vencidos y manchas de orín, a los pies de la cama de su madre y María Luisa. El cuarto hedía a querosén, los olores de la cocina se metían por todas partes.
María Luisa dormía. Trató de distraerse observando las fotos de Mil Máscaras en una pared. En uno de los afiches volaba sobre Canek ante la mirada amenazadora de El Halcón.

En otro promocionaba la película Misterio en las Bermudas junto a El Santo y Blue Demon. Le gustaba su estilo rudo, con llaves espectaculares como la plancha y el tope suicida. Tenía cuatro máscaras suyas y un muñeco del luchador con un valor especial pues era el último regalo de su padre antes de cruzar la línea y no volver.

En esas estaba cuando se durmió. Un ruido lo despertó. Entreabrió los ojos, se llevó las manos a la cara e intentó sacarse la máscara que tenía puesta en el sueño. Se desesperó al no encontrarla. En la ventana se apoyaban las gotas escurridizas de la lluvia.
Se sentó sobre el colchón, titubeante, como si tuviera miedo de transformarse en un monstruo, como había ocurrido tantas veces en sus sueños. En el cuarto se filtraban las primeras luces de la madrugada. Sus ojos precisaron contornos hasta fijarse en la cama de su madre y su hermana. María Luisa estaba sola.

Se acercó a la cama, vio su rostro enmarcado por la cabellera negra, los ojos cerrados, la respiración acompasada. Lo atenazaba una mezcla difusa de pavor y excitación. María Luisa tenía once años y en los últimos meses sus pechos habían comenzado a hacerse notar en los vestidos que llevaba, alborotando a los chicos de la colonia. Que era linda todos lo habían sabido desde cuando era muy niña y dejaba que la boca de labios finos dibujara un gesto de sorpresa frente al mundo, y se agrandaban los ojos almendrados, el color verde de las pupilas resaltando con fuerza ante el contraste de la tez canela.
Ahora comenzaba a estirarse, a rellenarse, a perturbar. Transcurrieron varios minutos silenciosos. Jesús se metió en la cama. María Luisa abrió los ojos.
¿Qué haces aquí?
Solo… solo quería visitarte.
Amá se va a enojar, Jesús.
No se tiene que enterar. ¿Quieres que me quede o no?
Amá se va a enojar.
Lo enfurecía que se le hubiera vuelto tan opaca desde hacía unos años. Hubo un tiempo en el que parecía de cristal, de tan transparente que era para Jesús. Papá había partido, mamá no se daba abasto con el trabajo, y Jesús y María Luisa se aferraron el uno a la otra. Por las noches dormían juntos en la cama, con la luz encendida porque María Luisa tenía miedo a la oscuridad, hasta que llegaba mamá del trabajo en una cantina y se echaba entre los dos. Por las tardes jugaban en el árbol hueco en el descampado cerca de la casa. Él le contaba historias inspiradas por las radionovelas que escuchaba, de profanadores de tumbas, hombres sin sepultura y momias asesinas. Todo había continuado así durante dos años, hasta que su madre le dijo que volviera al colchón que había compartido con María Luisa antes de que se fuera su padre.

De ahora en adelante dormiría solo. María Luisa comenzó a pasar más tiempo con sus amigas de la escuela. Se le escurría de las manos, y él no podía hacer nada por evitarlo. Un día él, desesperado, le pidió que durmieran juntos, como solían hacerlo, y ella, con brusquedad, no podemos, y él es cuestión de esperar hasta que amá esté dormida, y ella, firme, mejor no.

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