domingo, 25 de noviembre de 2012

Tres eran los capitales intereses de Adolfo Costa du Rels en la vida: las mujeres, sus libros y sus hijos

Tres eran los capitales intereses de Adolfo Costa du Rels en la vida: las mujeres, sus libros y sus hijos. En un mundo lleno de amarguras, consideraba que no había mejor sazón para endulzar la existencia que el amor de una mujer bella por su físico, su espíritu o su intelecto. Para él, vivir sin amar y ser amado, sin la complementación física y sentimental de un ser del otro sexo, no era vivir. Los libros le daban el inmenso placer de crear y, al mismo tiempo, de aprisionar en una realidad concreta los personajes que pululaban constantemente en su imaginación; de tener, mientras duraba la concepción, amigos íntimos cuya compañía era muy grata y que el día de mañana, cuando él hubiera desaparecido, podrían recordar su nombre a los lectores. Amaba a sus hijos por lo que eran en sí mismos y porque eran los únicos que podían dar continuidad a su vida, prolongando el apellido que él había inventado, más allá de la muerte, cuidando que la huella que iba a dejar no se borrase demasiado pronto.

Cuando los hijos estaban muy pequeños no les prestó mayor atención. Comenzó a interesarse en ellos conforme alcanzaban la edad en que se comienza a usar la razón. Entonces, le gustaba dialogar con ellos, participar en sus juegos, contarles lo que estaba haciendo por Bolivia en la Liga de las Naciones. Eran, junto con su esposa y Tita, el primer auditorio para sus discursos, los primeros confidentes de sus proyectos literarios. Cierta sensación de inseguridad, que subsistió a través de toda su existencia y que se incrustó en su carácter desde que se vio huérfano de padre y madre en la niñez, lo impulsaba a buscar consejo para cada uno de sus actos. Mientras estuvo rodeado de su familia, su esposa y sus hijos constituyeron el mejor apoyo moral. La admiración que ellos sentían por él sirvió de aliciente básico para sus empeños de diplomático y de escritor.

Su mayor anhelo era que uno de sus hijos fuese el continuador de su obra. Le hacía sufrir cualquier manifestación de individualidad en ellos, de que querían seguir un camino diferente al suyo. Esto era más penoso tratándose de Fito en quien, por ser el mayor de los varones, hubiera querido tener a su sucesor nato, la prolongación de su propia existencia en todas sus facetas. Cuando tenía 14 años lo hizo vestir por primera vez con pantalones largos y corbata, para que fuese con él a la Liga de las Naciones. Lo presentó a varios delegados. El muchacho demostró curiosidad, pero muy poco interés. Tuvo comentarios desdeñosos para la diplomacia. Sus ojos negros y brillantes reflejaban una intensa vida interior. Dejaba voluntariamente los juegos por los libros. Se parecía a su padre sólo en la avidez por absorber cultura. Sentía gran admiración por los héroes militares. Prefería leer sobre Juana de Arco, Napoleón o el Mariscal Liautey que obras de Lamartine, Chateaubriand o Maurice Barrés. El padre confiaba en que esa preferencia era un producto pasajero de la edad, similar a la que él tuvo por Napoleón en sus días de colegial. Que pronto pensaría como él: que es mucho más meritorio el autor que escribe un libro que el general que gana una batalla. Carta a Alfonso Querejazu: La curiosidad que Fito tiene por todo me llena de alegría. Tengo en él a un gran amigo. Hacemos largos paseos vespertinos charlando de todo un poco, de corazón a corazón. Son los mejores momentos del día.

Empero, nada en Fito era superficial o pasajero. Un día que caminaba con su padre y sus hermanos en el Bosque de Bolonia planteó su tema favorito: la guerra y el heroísmo. La guerra -dijo- es para los hombres lo que para los cisnes es un estanque, un lugar donde pueden exponer su belleza. En otra ocasión, discutiendo sobre Montaigne, declaró: Preferiría morir antes que mostrar que siento miedo.

En el viaje que Costa du Rels hizo a Tunes con Gladys y Fito vio a su hijo comulgar al lado de su hermana la noche de Navidad y volver del altar con los ojos semicerrados, con el cuerpo un tanto inclinado hacia adelante, como si fuera portador de un mensaje demasiado pesado para sus espaldas juveniles.

Cuando Fito comenzó sus exámenes de bachillerato su padre lo acompañó hasta la Sorbona. Anotó en una libreta: Bella mañana de primavera. Los árboles de las avenidas están floridos, como para dar coraje a los jóvenes que esperan que se les abran las puertas del porvenir. Me apoyo en el brazo de mi hijo. Caminamos sin hablar, como si poco a poco él y yo nos confundiésemos en un solo ser. Mi hijo soy yo mismo hace 30 años. Emocionante continuidad de los actos humanos. Mi hijo recomienza en el dintel de la Sorbona el mismo gesto que yo hice ya en la puerta de la biblioteca de Ajacio. Una inmensa paz invade mi corazón. Fito y yo somos dos humildes eslabones de una inmensa cadena. Mis esfuerzos han culminado, a través de innumerables y contradictorias circunstancias, en la creación de esta inteligencia que está a mi costado, como en apresto. No siento ningún orgullo, solamente una calma muy grande, una especie de reposo inmaterial que se traduce apenas en el peso de mi brazo sobre el brazo de mi hijo. Es otro ser, pero en el fondo soy yo mismo desdoblado. Es un producto mío, vigoroso, bello, listo a reemplazarme si jamás yo desfallezco. Esta sensación me da una impresión de juventud extraordinaria. Mi confianza en la vida, en la que he podido resistir tantas borrascas, está acrecentada. Fito se despidió en la puerta de la universidad: "Hasta dentro de algunas horas, papá. Ten confianza en mí". Vuelvo al departamento por el Boulevar San Miguel. Me siento feliz. Miro con ojos ávidos las vitrinas de las librerías. Me digo a mí mismo:

"Estoy comenzando mi examen de Filosofía en la Sorbona". Esta simultaneidad extraña con mi hijo, de la que tengo profunda conciencia, me da una gran confianza en el porvenir.

La simbiosis era sólo un espejismo en la mente del progenitor. La realidad mostró toda su crudeza cuando Fito se separó de la familia en Zarauz para enrolarse de soldado de la Legión Extranjera y escribió a su padre: He ejecutado, con todo el sentimiento patriótico que puede llenar el corazón de un hombre, la consigna que tu padre te dio a ti: "Recuerda siempre de que eres francés, aunque no lo seas". Dile a mamá que los amo a los dos con todo el corazón y todo mi ser. Los voy a defender, porque su mundo, el mundo latino y occidental, ha sido atacado. Voy a defender también a Bolivia. Ruega a Dios que nos proteja. Que mamá esté tranquila. Voy a ofrecer mi sacrificio por Francia, porque ella sea la cabeza de una nueva Cristiandad, porque sólo ella lo merece y es capaz, de una Cristiandad que asegure el reino de la justicia y de la paz.

Estas ideas se mantenían vivas cuatro años después, cuando Fito se presentó a su padre en Buenos Aires. Su enrolamiento en las fuerzas combatientes de la Francia Libre se hizo cada vez más inminente, pese a los esfuerzos para disuadirlo. Una súbita y fuerte afección al hígado lo obligó a internarse en una clínica. La enfermedad lo retuvo allí más de seis meses.

Fito salió de la clínica con fuerzas renovadas para ejecutar su designio. Consiguió, al fin, que el Comité de la Francia Libre en Buenos Aires, tramitara su enrolamiento. Se le informó que había sido enlistado, pero no en la Legión Extranjera, sino en la Primera División Blindada que estaba en formación en Algeria, bajo el comando del General Lattre de Tassigny. Tendría que esperar unos pocos meses la salida del barco que lo iba a transportar a su destino junto con otros voluntarios que se estaban reclutando en Sud América.

El 23 de febrero de 1948 Fito cumplió 25 años. Su padre le preguntó cuál era el obsequio que más se antojaba. Pidió un reloj pulsera Rolex Oyster, que se da cuerda automáticamente con el movimiento del brazo y puede estar sumergido en el agua indefinidamente. Ese mismo día llegó una comunicación de Buenos Aires. El voluntario Costa du Rels Urriolagoitia debía presentarse en la capital para partir rumbo al África el 29, en el vapor Princesa. Todos volvieron precipitadamente a la capital.

–Ésta es una guerra civil mundial –opinó Fito en una última charla a solas con su padre–. Una guerra civil en la que todos los jóvenes debemos participar. Nadie puede excusarse. Dame tu bendición y partiré feliz. Costa du Rels no pudo emitir palabra. La congoja ahogaba su garganta. Estrechó a su hijo contra el pecho y lo besó en la frente. –¡Hasta la vista, Daddy, nos veremos en París!

El barco se perdió en la noche. Por largo tiempo se escuchó la sirena. El sonido emergía de la oscuridad como un quejido lúgubre que se iba repitiendo cada vez más débil, hasta desaparecer en un silencio animoso.

A las tres semanas la Embajada de Francia en Buenos Aires recibió un cablegrama de Sierra Leona: Rogamos avisar al señor Adolfo Costa du Rels, con todas las precauciones posibles, que su hijo desapareció en alta mar el 8 de marzo. Reneuve. Agente Consular. El correo trajo los detalles. Una mañana, en media travesía, después de haber recibido instrucción militar teórica con los otros voluntarios, Fito se sentó al borde de la cubierta, con los pies colgados sobre el mar, para estudiar sus apuntes. Alguien que pasó por allí le advirtió sobre lo peligroso de su ubicación. Desechó el consejo con un gesto y una sonrisa. A la hora del almuerzo no se presentó en la mesa. Se lo buscó por todas partes. El barco regresó a la zona donde se lo vio por última vez. Durante dos horas la tripulación interrogó con la mirada al mar sin obtener ninguna respuesta.

Al recibir la noticia, Costa du Rels se encerró en su habitación del hotel. Se sentó frente al sillón que su hijo ocupó durante su última conversación. Tuvo la impresión de que el muchacho estaba todavía allí. ¿Era su alma? ¿Era su propia conciencia? Sintió la necesidad imperiosa de dialogar con esa presencia inmaterial. Por favor –dijo, mientras las lágrimas corrían abundantes por su rostro–, arguyamos, reflexionemos, dilucidemos. Si nos callamos, si el silencio se adueña de nosotros, si nos damos por vencidos, nos espantará por siempre el sordo rumor de un oleaje embravecido, la visión de un navío en peligro, de pasajeros a merced de monstruos marinos. ¿Quién tiene la culpa de lo sucedido? ¿Ha sido la consecuencia fatal de mi romanticismo inveterado, en el que los recuerdos de mi juventud impusieron una ley deformante? ¿Me equivoqué al querer armar pieza por pieza, idea por idea, sensación por sensación, la sensibilidad de mi hijo? ¿Por qué perdí el control de la arcilla y ella tomó formas que escaparon de mi plan? Acaso contenía ingredientes extraños que no supe descubrir y modelar. ¿De dónde provenía tanta pasión y terquedad? ¿Soy yo el causante de la desgracia por querer modelar un ser perfecto?

El alma del hijo o la propia conciencia nada respondieron. El dolor explotó en sollozos.

Costa du Rels viajó con sus dos hijas a Ascochinga, en la sierra de Córdoba, para escapar de la hipócrita conmiseración de sus relaciones sociales de Buenos Aires. La pena de la pérdida del hijo siguió intensa. En las noches tenía pesadillas con el mar. Extraños rumores rodeaban su lecho. Imaginaba que el cuerpo de Fito era balanceado por las hondas marinas en las profundidades del océano, mientras el Rolex Oyster marcaba con un tic tac implacable la eternidad de su sueño. Sufro como un perro enfermo, anotó en una libreta. En correspondencia a Alfonso Querejazu añadió: No son los años los que nos envejecen, sino los sufrimientos. Por primera vez veo mi vida detrás de mí y no delante. Mi cabeza se está poniendo gris. Iba a cumplir 57 años.

Buscó distraerse volviendo a la literatura. Comenzó a escribir las memorias de su niñez correspondientes al período en que estuvo interno en el colegio de Ajacio. Las tituló Crónicas Anacrónicas. Puso toques de fantasía a lo auténtico para que tuviese más sabor e interés.

De vuelta en Buenos Aires dio una conferencia sobre Paul Valery. La llegada de la compañía francesa de la actriz Rachel Berandt y sugestiones de sus amigos, incluyendo la señora Justina de Bluger, lo animaron a escribir una pieza de teatro sobre un tema de palpitante actualidad. París había sido liberado en esos días. Terminó el trabajo en cinco semanas. Inicialmente pensó llamar la obra La Cadena. Se decidió por Las fuerzas del silencio. El producto de la taquilla y de la venta de una edición que se hizo de la pieza lo donó Costa du Rels a los huérfanos de guerra de Francia.

Carlos, el hijo que se quedó en Sucre para acompañar a la madre e iniciar estudios universitarios en la Facultad de Derecho, llegó a Buenos Aires para estar una temporada al lado de su padre. Fue la primera vez que Costa du Rels tuvo oportunidad de pasar momentos de intimidad con él. Era al que menos conocía de sus hijos. Descubrió con íntima satisfacción que era bondadoso y sentimental, con un carácter apacible, sencillo, que contrastaba con lo que fuera el de Fito. ¿A qué se debía la diferencia? ¿Carlos era más Costa o Durrels y menos Urriolagoitia o Arana? El padre resolvió no cometer con él los errores que involuntariamente tuvo con Fito. No trataría de influir en su espíritu, ni en su destino. La experiencia con el hermano mayor había sido demasiado dolorosa, demasiado trágica, para repetirla. Ahora comprendía que los hijos muy raras veces quieren seguir los pasos de sus padres. Su propia naturaleza los impulsa a demostrar su independencia, su individualidad, buscando derroteros diferentes. Dejaría que Carlos orientase su vida según su libre albedrío, pero él estaría siempre atento, para tenderle la mano si acaso fuese necesario.

Padre e hijo pasaron horas muy gratas en Punta del Este, paseando en bicicleta y bañándose en la playa mansa y en la brava, en el río y en el océano.

El historiador Roberto Querejazu Calvo (Sucre, 1913 - Cochabamba, 2006) en su libro "Adolfo Costa du Rels, el hombre, el diplomático, el escritor" afirma con acierto que el eminente personaje nacido en Sucre el 19 de junio de 1891 y fallecido en La Paz el 26 de mayo de 1980, fue un enamorado de la vida. La vivió intensamente, con coraje de huérfano, sensibilidad de poeta, elegancia de diplomático y vocación de literato. El capítulo que reproduce El Duende forma parte de esta obra biográfica.

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