miércoles, 7 de noviembre de 2012

Gonzalo Mendieta, Robert Brockmann y Fernando Molina

Ingresar en la biblioteca de la familia Aramayo es entrar en la boca del tiempo. Añeja, con el polvo de las décadas, la habitación duerme intacta, en una residencia de atmósfera campestre con tintes victorianos.

La que fuera antes la mansión de Carlos Víctor Aramayo, barón del estaño, el tercero en una dinastía de empresarios mineros, es hoy la cuidada residencia del embajador de Brasil. Sus muros resguardan en la planta baja un templo de lectura que, desde hace 60 años, es invaluable herencia protegida por uniformados brasileños.

Vidas encuadernadas nos observan, en tres soberbios estantes. Múltiples ejemplares se imponen, como un árbol de incontables anillos. Emana un olor a somnolencia en la sala, soleada y acogedora, a las diez y media de la mañana.

Tres ávidos lectores, de vasta producción intelectual, afinan sus sentidos para revisar los ejemplares. Gonzalo Mendieta, Robert Brockmann y Fernando Molina se reúnen un viernes, sin saber con qué se encontrarán, al llegar a este domicilio de piedra y verdor, de la avenida Arce. Alegre y cariñosa, la esposa del embajador, Rosalee Biato, nos recibe. Sus tacones resuenan en el piso de madera como el segundero de un reloj, mientras nos da la bienvenida, para llevarnos al rincón, junto a Manuel Montenegro, que cordial nos indica la entrada.

Reminiscencias de Luis XV en un mobiliario, combinado con esculturas y asientos modernos, una chimenea con dos centinelas en un cuadro colonial, un escritorio y grandes anaqueles que acomodan los libros, catalogados y ordenados, nos esperan.

Con la curiosidad de los niños que entran en una juguetería, miramos boquiabiertos la cantidad de escritos que reposan como patrimonio. Libros que datan desde el siglo XVI hasta principios del XX son una antigüedad que se hace desear, en cubiertas de cuero misteriosas.

El cuadro de una francesa nos espía a la entrada. Debajo, un bargueño colonial, con cerraduras y cajones hacia quién sabe dónde, es un atractivo visual. A la derecha, la ventana ofrece el inmenso edén de tesoros botánicos y florales de la casa.

Despiertan los libros

Nuestros pasos desatan un tumulto de voces en la sala. Los libros despiertan del sueño en que estaban; se sacuden, extienden sus hojas, respiran y nos hablan en inglés, francés, latín y español. Todos quieren ser escuchados a la vez, y empiezan a platicarnos, como si nos conocieran.

Fernando se detiene y toma uno, Historia de Europa: Crónicas periodísticas. 1849. El libro recita las costumbres, tratados, fundaciones y batallas del viejo continente. Marco Tulio Cicerón agita las velas de su nave de papel en latín y Fernando también se aproxima hacia él, para escuchar sus reflexiones.

Gonzalo bromea, al encontrar novedades de Europa, en un boletín, que como un canillita del siglo XIX, recita titulares: “el Reader’s Digest de su época, miren. Tom Morton Magazine, 1851”. Fernando escucha los clamores de batallas de Europa en unos libros que cimbran cañonazos a fuego abierto, y se combinan con el dictado de palabras en inglés y sus significados, en un diccionario Johnson, el favorito de Jorge Luis Borges.

En otro punto del despacho, los cartagineses, fenicios y macedonios intentan hablarnos de su origen. No les prestamos demasiada atención.

Voltaire se dirige a Gonzalo en francés y le habla de su correspondencia, sus teorías y planes, en varios tomos. Los fantasmas de Quevedo, Lope de Vega, Shakespeare, Poe, Víctor Hugo y Lord Byron llueven sus voces cantadas, como nubarrones sobre mi cabeza.

Los científicos de una expedición francesa cuentan a Robert, en otro punto del cuarto, sobre un viaje que realizaron con Napoleón Bonaparte hacia las ruinas de la cultura egipcia, en Viajes a Egipto.

Nicolás Suárez escoge a Robert como a su interlocutor. Anotaciones y documentos: Sobre la campaña del alto Acre es la novedad que toma en sus manos. “Suárez editó este libro en España. El Gobierno boliviano lo prohibió, porque tenía los colores invertidos de la bandera. Hay pocos ejemplares. Es difícil encontrarlo”, comenta.

Y se entusiasma con un mapa del Acre, que aparece en la parte trasera. El Renacimiento coquetea ilegible con Fernando. Desde 1596, un tal Conradus Erefachio, en un idioma extraño, farfulla frases que apenas podemos deletrear. En otro lado, científicos ilustran a Gonzalo las fábulas de los viajeros exploradores, en un libro de 1770, Historia de los trópicos.

Un marcapáginas es el gesto más romántico que florece, de pronto, en una biografía del siglo XIX. En la primera página, el rojo rubí de una rosa diminuta salpica como sangre sensual, en el nombre de “Los Tudor”, poderosos que reinaron en Inglaterra por siglos.

Al otro extremo, Tomás Moro, en un atlas de historia, ofrece un testimonio de su condena cuando escoge ser un mártir, antes que aceptar el perdón divino. Escuchamos sus últimas palabras.

Tras una hora en el estudio, percibimos que esta biblioteca es demasiado universal. “Es el alma de un coleccionista, antes que la de un lector”, advierte Gonzalo. “No hay un interés específico”, asiente Fernando.

La fisonomía de una dama virgen y jamás tocada se nos perfila en esta metáfora del caos. “Sólo el tiempo parece haber leído estos libros”, puntualizo yo, mientras veo las escasas marcas de uso en sus páginas y su poca relación con Bolivia.

Cuando Fernando se pregunta por La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, y el anfitrión jamás aparece, casualmente Robert toma en sus manos una semblanza de Félix Avelino Aramayo, el padre de Carlos Víctor.

Visualizamos al responsable de estas ediciones. Robert complementa que era muy interesante, afecto a la cultura europea, ya que vivió por años en París y en Londres. Su biblioteca se nos antoja un azar tan variado y disperso, como sus pasiones. Esta herencia, llena de contradicciones, es una réplica de sus búsquedas, que jamás se unieron. Probablemente quiso abarcarlo todo, sin llegar a ser el lector que pudo haber sido, si hojeaba unos cuantos libros.

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