Actualmente, en el mundo de la ciencia cualquier revista que aspire a cierto ‘respeto’ ha de entrar a practicar lo que se suele llamar el ‘peer review’. Y esto significa que un sus páginas solo pueden aparecer aquellos artículos previamente ‘aprobados’ por los miembros de su equipo de consulta (los ‘peer’ o ‘pares’, ‘iguales’, ‘colegas’…). Siguiendo con la teoría, con tal práctica se pretende demostrar que sus materiales han superado la ‘prueba de calidad’ científica; y con ella, también la de un pretendido ‘interés’. Con tantos axiomas (autorreferenciados) y con esta doctrina (autodefinida), ha acabado siendo casi la marca registrada de las revistas científicas que se han otorgado su diploma de máxima calidad.
¿Buenas intenciones? Innegables: el acudir al parecer de colegas especialistas puede facilitar el acierto a la hora de aceptar o rechazar el artículo que un autor pide que se publique. ¿Bastan estas buenas intenciones? No.
No se olvide que en lo que sigue me fijaré prioritariamente en las revistas dedicadas a las humanidades y a las ciencias humanas (¿dos etiquetas de una misma cosa?). En el área de las ‘ciencias’ (físicas, químicas, biológicas, astronómicas, matemáticas…) la selección plantea otro tipo de problemas, en los que no quiero entrar.
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Echemos un vistazo a la práctica; pero para hacerlo hemos de empezar desechando la ilusión que consiste en confundir las intenciones con las realidades.
Y empecemos constatando que las revistas nacen ‘identificadas’ dentro del espectro ideológico de su momento. Sus fundadores militan en algún tipo de credo o dogma o ‘ismo’ (económico, social, literario, antropológico, político, estético…); y esto no solo queda patente en el ‘manifiesto’ fundacional, sino que puede descubrirse mucho más eficazmente repasando la lista de quienes componen los comités ‘asesor’ y ‘de redacción’ de la publicación. Dejemos de lado la política de la cortina de humo, encaminada a ocultar las intenciones reales de los fundadores. Una revista que milite a favor de determinadas tesis o creencias, obviamente escoge como asesores y redactores a quienes comparten aquel su credo, dejando fuera a quienes se oponen a ellos (o dando paso a una minoría insignificante para ‘quedar bien’ y poder jactarse de ‘pluralismo’; en efecto: cuando esos equipos de respaldo presentan cierto ‘pluralismo’, la real militancia de la revista se pone de manifiesto, tanto en la línea o tendencia mayoritaria del equipo, como en el hecho de que los ‘ajenos’ a la posición real de los fundadores solo cumplen una función ‘decorativa’; es decir, para despistar y desorientar a los ingenuos).
Esto, en teoría, no sería necesariamente un defecto: ni la orientación compacta y patente, ni la presencia de posiciones realmente plurales. La práctica, en cambio, acostumbra dejar maltrecha aquella primera teoría que presumía garantizar la calidad de los trabajos publicados con el funcionamiento del filtro de los ‘asesores’. Porque no nos engañemos: ¿qué calidad pueden garantizar unos ‘jueces’ puestos ni más ni menos que para dar paso a los trabajos que encajan y militan ‘oficial’ de la revista (es decir, de sus ‘dueños’? Y al revés: ¿quién podría esperar encontrar cobijo para un artículo que circula por otras latitudes?; ¿o peor todavía, que discrepa abiertamente de aquellas doctrinas y las combate?
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Éste es el marco fundamental. Caben, por supuesto, diversos grados del mismo modelo: unos más estrictos, otros más laxos en su ‘confesionalidad’. Y según sea, con mayor o menor rigidez se aceptará o rechazará el artículo propuesto.
Un aspecto chistoso de este tipo de procedimientos es la retórica con que suele adornarse (mejor dicho, encubrirse) la respectiva negativa: ésta puede quedar protegida tras la excesiva abundancia de material en espera o la preparación de un número monográfico, que alargará el periodo habitual de espera de los artículos ajenos a él; o las dificultades presupuestarias que hacen impredecible la aparición del próximo número; o la distancia existente entre la temática central de la revista y la del artículo propuesto; etc. Tampoco es raro que la comunicación del rechazo se extienda aconsejando paternalmente al autor buscar otra revista más ‘afín’ a su temática (queriendo decir, a su ‘teoría’ o ‘tendencia’); o cualquier otra cosa, menos comunicar la verdadera causa: el texto propuesto no ha satisfecho (o ha desagradado positivamente) a quienes lo han rechazado, dictaminando en último término sobre su insuficiente ‘calidad’.
Lo último que el autor del texto desechado puede esperar de quien le comunica que la revista ‘no podrá’ publicar su original es, cabalmente, la verdadera causa. Porque esta causa verdadera constituye un secreto, un tabú del que no puede quedar huella pública. Y al proceder así confiesan que esa causa, de ser conocida, los abochornaría.
Ésta es la ‘honestidad’, la ‘tolerancia’ y el ‘amor a la verdad’ que se gastan quienes militan en la práctica del ‘peer referee’.
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Sigamos con la teoría del sistema. Uno de sus dogmas es que los jueces no han de saber nunca quién es el autor del texto sometido a su juicio. Es decir, éstos reciben un texto anónimo y sobre él deben pronunciarse. ¿Cuál es su práctica? Podemos prescindir de los casos en que la secretaría de redacción de la revista infringe descaradamente sus propias normas comunicando a los jueces la identidad del autor. Pero ¿quién podría negar que existen otras estratagemas para descubrirlo? La temática, el estilo, la bibliografía citada y, sobre todo, cabalmente las posiciones sostenidas en el artículo, pueden muy bien ‘orientar’ al juez hacia la identidad de su autor.
Pero, aun dejando de lado todos esos indicios y suponiendo que no pudiera identificar, orientarse con el conocimiento del autor, ¿por qué empeñarse en que sólo puede ejercer sus prejuicios si previamente ha descubierto a su autor? Le basta con descartar los artículos donde se exponen y defienden tesis que no le son gratas o que atacan las que lo son; eso sí, encubriendo su veredicto con una presunta falta de calidad ‘objetiva’, al margen de filias o fobias personales. El tan loado sistema del ‘peer referee’ acaba permitiendo un ejercicio de la censura intelectual. Encubierta, por supuesto, bajo las túnicas de su presunto ‘interés’ / ‘desinterés’ del tema, de las tesis, de las premisas, de las conclusiones o de lo que sea.
Lo anterior no implica, por supuesto, que el rechazo de un artículo para una revista no pueda estar justificado: afirmarlo equivaldría a proclamar que no existen trabajos ‘inaceptables’ (porque carecen de la dosis imprescindible de información; porque solo obedecen a intereses o extravíos mentales del autor; porque defiende tesis ignorando lo que sobre dichos temas han afirmado otros especialistas; porque falsifica y miente sobre los datos elementales del tema discutido; porque no superan las mínimas exigencias de un trabajo que aspira a pasar por ‘científico’; etc., etc.). Pero con ello hemos vuelto al punto de origen, que era –ni más ni menos– cómo discernir lo que merece de lo que no merece publicarse. Y afirmo que el sistema del ‘peer referee’ no ofrece, en los hechos, garantías suficientes para asegurar lo que promete.
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Todavía hay algo más. En la mayoría de las revistas que practican dicho sistema, comunican al autor, o bien escuetamente que ha sido rechazado, o bien que su publicación queda supeditada a la introducción de cambios (supresiones, adiciones, etc.). Y entonces el autor suele recibir también el texto de los dictámenes emitidos por los ‘peritos’. Y aquí aparece otra enorme ‘cola de paja’ del sistema: dichos dictámenes son anónimos. Es decir, que los dictaminadores han opinado sabiendo que tienen las espaldas cubiertas por el anonimato.
La teoría quiere justificar este punto del procedimiento alegando que así queda garantizada la ‘libertad de juicio’ de los dictaminantes. Bueno, ya hemos visto antes que esto es falso. Pero, además, podemos preguntarnos: ¿qué valor intelectual y moral hay que conceder a un juicio emitido en condiciones de ‘nocturnidad y alevosía’ o ‘en negro’? O lo que lo mismo, ¿qué respeto merece un dictamen emitido anónimamente?
Según la teoría, las revistas nacen y se mantienen, entre otros fines, para ofrecer ‘espacios’ de debate. ¿No sería más honesto que los ‘censores opacos’ salieran al ruedo en forma de comentaristas o contraopinantes de los artículos aparecidos, pero sin derecho de vetar su publicación? Y dando sus nombres, ante el público lector y sabiendo que el autor del artículo podrá contrarreplicar a los replicantes…
He de reconocer que, por lo menos en el área que he tenido presente (la de las Humanidades / Ciencias Humanas), llevar esto a la práctica obligaría a los responsables de revistas a dedicar un espacio considerable a aquellos tan ponderados debates; y lo más grave es que con frecuencia los tales debates no contribuirían mayormente ni a descubrir la ‘verdad’ ni a convencer a nadie. Aparte de la crisis de la fe en la posibilidad de descubrir la ‘verdad’, tomando dicha crisis como una realidad, uno acaba entendiendo que quienes tienen en sus manos el mango de estas sartenes no estén dispuestos a convertir sus ‘dominios’ en el campo de Marte de una interminable artillería y, además, sin mayores ‘conclusiones’. Fuera de ello, porque equivaldría ¡a renunciar a aquellas intenciones que llevaron a fundar la publicación!
Resumiendo: en conjunto todo resulta comprensible; lo que no resulta convincente, cada una por sus respectivas razones, son la teoría y su práctica. Y por esto soy un convencido partidario del sistema ‘silvestre’: el jefe o todo el comité de redacción de una revista toma directamente las decisiones sobre lo que ha de publicarse en su revista. Y serán los lectores quienes darán su voto de aprobación, de reprobación o de desinterés. Y según funciona nuestro mundo, ya se puede anticipar sin riesgo de error que las tres opciones tendrán sus seguidores.
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