domingo, 17 de marzo de 2013

Un libro permite recorrer los diversos caminos por los que transita el trabajo de los fotógrafos



El libro Fotografía boliviana —editado por Sandra Boulanger y publicado a fines de 2012 por Acción Cultural— reúne una amplia y representativa muestra de las distintas formas de la producción fotográfica en Bolivia en las últimas décadas, y una muestra de cinco archivos de carácter histórico. Es una antología, es decir una selección, no un catálogo ni un índice. Pero se trata de una selección generosa —están representados 65 fotógrafos—, que al mismo tiempo se rige por criterios exigentes, que se van develando —o mejor revelando, ya que hablamos de fotografía— según se recorren sus casi 400 páginas.

En esas páginas conviven las diversas formas de la fotografía actual: desde el fotoperiodismo hasta la fotografía de paisaje, y desde el retrato y el reportaje fotográfico hasta las obras que se instalan plenamente en el ámbito del arte contemporáneo. Esta diversidad, acotada ciertamente —no hay, por ejemplo, fotografía publicitaria o de modelaje—, es uno de los atractivos del libro y una de las fortalezas de la propuesta de edición.Por lo demás, el orden en el que se presentan los trabajos es alfabético. En la parte final se reúnen los archivos históricos y las referencias de los fotógrafos. Se trata, como se ve —y éste es otro criterio de edición— de un libro centrado en los autores, no en los géneros, escuelas, épocas o cualquier otro posible ordenamiento. PAISAJE. La impronta del paisaje es una de las marcas más persistentes en la memoria y la práctica de nuestras representaciones visuales. Resulta casi natural, dada la diversidad, majestuosidad y exuberancia con la que siempre se han concebido los paisajes bolivianos.

En este campo, los trabajos recogidos en Fotografía boliviana muestran un notable desplazamiento. Antes que el asombro virginal ante la naturaleza, en la fotografía contemporánea boliviana hay una reinvención del paisaje. Las tomas aéreas de Willi Kenning, por ejemplo, sin sustraerse a la idea de majestuosidad, inventan —literalmente— un nuevo punto de vista. O los Illimanis de Antonio Suárez, lejos de la pureza mitológica atribuida a la montaña tutelar de La Paz, dialogan tensamente con las nubes, creando un efecto de un marcado dramatismo. Hay versiones aún más radicales de esa reinvención.

La límpida abstracción de Daniel Contreras, por ejemplo, enfatizada por el uso del blanco y negro. O la abstracción, pero de otro signo, brumosa y casi pictórica, de Mario Fonseca. Y los ejemplos podrían seguir. En todo caso, el paisaje ya no es algo dado, que sólo exige la fidelidad, sino algo creado y recreado por el ojo.

Junto al paisaje, la diversidad cultural y étnica es otro lugar común de nuestras representaciones visuales. Esa diversidad, por influencia de la cultura nacionalista hegemónica, encontró una de sus resoluciones simbólicas (e ideológicas) en el folklore y, especialmente, en la fiesta popular. Así, el Carnaval de Oruro o el Gran Poder han sido objetos fotográficos por excelencia. En este libro, a contrapelo de esa tradición, no abundan las fiestas —otro criterio editorial—. No faltan las versiones de las fiestas, por supuesto, pero apuntan en una dirección diferente a la celebración del colorido folklórico. Ahí están, por ejemplo, los arcángeles y diablos de Jaime Cisneros, de una extrema sofisticación icónica. O las otras fiestas, las marginales, de una estética grotesca, como las “ñatitas” retratada por Christian Lombardi.

El retrato es otro género clásico. En este campo, la fotografía boliviana contemporánea presenta un amplio y muy variado registro, según se puede ver en un recorrido por las páginas de este libro. Esa diversidad, sin embargo, tiene una marca común: sin dejar de apuntar a la individualidad —la razón de ser de un retrato— inscriben esas individualidades en una identidad social.

Ahí están los Trabajadores de Vassil Anastasov, con ese tratamiento casi escultórico de la imagen pero sin ningún énfasis heroico. O la serie de primerísimos planos de los excombatientes de la Guerra del Chaco de Patricio Crooker. O la serie de Evas de Natalie Fernández Calderón que individualiza a cada una de las mujeres retratadas y, al mismo tiempo, con un juego iconográfico, remarca fuertemente su condición de género. Más allá aún están los retratos de mujeres víctimas de la violencia de Karina Muench Reyes. Con una ejemplar sobriedad son elocuentes también en la denuncia.

Un componente importante de este libro es la fotografía que se inscribe claramente en el ámbito del arte contemporáneo. No es usual incorporar este campo en los libros de fotografía. En este caso, la riqueza de expresiones se relaciona de alguna manera con los diversos grados de uso del recurso fotográfico.

Las fotografías de muñecas de Giomar Mesa, por ejemplo, parecerían ser una prolongación de la iconografía de su pintura. Otras artistas instauran un ámbito más autónomo para la fotografía, como los objetos de Alejandra Delgado, las fotos antiguas intervenidas de Alejandra Dorado que conforman un irónico retrato de familia, o los montajes de Erika Ewel que, a partir de fotos aparentemente familiares, interpelan a la identidad. En Sol Mateo, la fotografía no es un recurso sino la materia misma de su creación. Con la amplitud de posibilidades de la fotografía construye un mundo inquietante, provocador y rico visualmente.

Hay otros casos en el que la fotografía aparentemente paisajística es el disparador para la obra de arte. Gastón Ugalde trabaja sobre el paisaje del Salar de Uyuni interviniendo la naturaleza con un objeto cultural: figuras humanas envueltas en tejidos andinos. Pero esa intervención no parece suficiente para darle al paisaje una dimensión simbólica. Acaso por su desmesura, acaba ganando la naturaleza. El paisaje no se altera.

Muy distinto es el caso de Cecilia Lampo. Ella trabaja también sobre fotos de paisajes que va tomando en sus viajes por Bolivia, como en una suerte de diario. Pero los suyos son paisajes mínimos, sin ningún tipo de grandiosidad. Interviene esos fragmentos de la naturaleza con pinceladas de acrílico. Es su marca cultural, su apropiación subjetiva del paisaje. Y así, la mera naturaleza adquiere un grado fuertemente simbólico.

Estos y otros caminos se pueden recorrer en las páginas de Fotografía boliviana. El libro es un caleidoscopio de propuestas diversas y es, al mismo tiempo, una buena plataforma para conocer y hacer conocer lo que hacen los fotógrafos en Bolivia.






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