martes, 11 de diciembre de 2012

Siempre un poco sorda, un poco ciega

Hace poco viajé a Edimburgo por cuestiones de trabajo y tuve tiempo para hacer un poco de turismo. En el mismo día, y en menos de cinco horas, me topé por casualidad con tres curiosidades. La primera, la tumba de Bobby, un pequeño y peludo skye terrier del siglo XIX. Fue el perro de un sereno llamado John Gray; vivieron juntos y presumiblemente felices durante dos años, hasta que el hombre murió. Entonces el perro se instaló sobre la tumba de su amo y no hubo manera de echarlo, aunque los guardianes del cementerio de Greyfriars, hoy en el centro de la ciudad, lo intentaron repetidas veces. Al final, compadecidos ante esa muestra de fidelidad, lo dejaron estar y, con el tiempo, hasta le construyeron un pequeño chamizo y lo alimentaron. Bobby se pasó 14 años sin moverse de la tumba; cuando murió en 1872, a la avanzada edad de 16 años, lo enterraron a la entrada del cementerio y pusieron una lápida todavía visible. Fuera, en la puerta del camposanto, hay una bonita fuente con la efigie del perro en bronce.

La segunda rareza pintoresca la encontré visitando el castillo de Edimburgo; allí, adosada al baluarte, hay una pequeña y cuidada extensión de césped con diminutas lápidas que es el cementerio de los perros de la guarnición; no pude leer las inscripciones porque el lugar solo se ve desde arriba, pero el rincón desprendía serenidad y afecto. Por último, un rato después, visitando la National Gallery of Scotland, me encontré con el retrato de Callum, un genial terrier blanco y lanudo que muestra, todo ufano, una rata muerta como trofeo. Callum fue pintado en 1895 por un tal John Emms, y resulta que había sido la mascota de un tipo acaudalado llamado James Cowan Smith, el cual, al morir en 1919, legó al museo 55.000 libras esterlinas (una suma monumental en aquel entonces), con dos condiciones: una, que la National Gallery cuidara de su perro Fury, que le sobrevivió; y dos, que el retrato que Emms habría hecho de su anterior perro Callum colgara para siempre jamás de las paredes del museo. Como es natural, Fury murió hace ya mucho. Pero el cuadro de Callum sigue ahí colgado contemplando el paso de los siglos. Debo confesar que esta apoteosis de perrunidad me dejó impresionada. Y encantada. No soy tan inocente como para pensar que los amantes de los animales tienen que ser necesariamente buenas personas: de todos es sabido que Hitler adoraba a los perros, y, por otra parte, esa sociedad escocesa del XIX que tanto parecía apreciar a sus mascotas era también la misma sociedad dickensiana implacable con los huérfanos, los débiles, los pobres, capaz de condenar a cuatro años de trabajos forzados en Australia a una mujer que robara manzanas para sus hijos. Pero viniendo de un país tan bárbaro con los animales como es España, esa sensibilidad, esa naturalidad en el afecto, esa cultura capaz de apreciar la continuidad de los seres humanos con las demás criaturas me pareció un alivio, un lujo cultural y emocional, una muestra indudable de civismo. Porque puede que el amor por los animales no sea prueba infalible del buen corazón, pero la brutalidad que se ejerce contra ellos sí es signo indudable de una brutalidad más amplia, de la falta de empatía con el prójimo, de violencia social y primitivismo.

Hace unos treinta años que tengo perro. Es decir, perros, porque por desgracia ya murieron varios. De modo que llevo la mitad de la vida compartiendo mis días con un animal. Miro para atrás y me parece mentira haber podido vivir antes sin ellos. Miro para atrás y me asombra todo lo que he aprendido. Los humanos somos unos individuos enfermos, como decía Arthur Koestler en su libro Jano; somos criaturas escindidas y desquiciadas entre nuestro ser cultural y nuestro ser animal. Enajenados de la naturaleza, ensimismados y egocéntricos, hemos vivido de espaldas a nuestra realidad orgánica, creyéndonos distintos, especiales, únicos, verdaderos marcianos en la Tierra sin parangón con nada. Qué inmensa, aterradora soledad la del humano que no sabe reconocerse en los demás animales. En los primates, esos parientes tan próximos. En la vasta familia de los mamíferos, vecinos evolutivos. Y hasta en la mosca del vinagre, con la que los recientes estudios han demostrado que compartimos el 61% del material genético, para bochorno de los supuestos amos de la creación.

Mis perros me han enseñado lo que es la alegría pura, la generosidad sin límites, los celos desbocados, el dolor intenso, la furia perfecta. Me han enseñado la integridad de las emociones. Hay algo en ellos mucho más verdadero e intacto que en nosotros, algo que te pone en contacto con lo real. Pero, además, convivir con un animal cura y consuela esa herida de soledad, esa enajenación esencial a la que antes me refería. Esa disociación. Soy mejor persona, entiendo mejor los secretos de la vida desde que estoy con ellos, incluso diría que tengo menos miedo de morir. No sé cómo explicarlo: mis perros me han hecho más humana. Me han puesto en mi lugar entre los seres vivos. Ya lo decía el escritor francés Anatole France: “Hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma estará dormida”. Es cierto: ahora me doy cuenta de que, antes de ellos, siempre estuve un poco sorda, un poco ciega.

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