martes, 21 de febrero de 2012

VOS NO ERAS VOS

El Carnaval te daba miedo. Todo se transformaba de un modo tan incontrolable que temías desaparecer en ese vértigo de personas que mutaban, cuartos que chupaban sus muebles hacia las esquinas para dar lugar al baile, al agua, a los gritos y grititos.
Te daba vergüenza confesar tu pánico.
A los otros les encantaban esos tres días de horror. Los dos primeros días parecían como de constante preparación, de entrenamiento, como si la gente se alistara para una especie de gran verdad a revelarse ese tercer día fatal.
Llegaba entonces el martes y vos sabías que la mañana luminosa era una bomba de tiempo. Disfrazada de cielo claro y pajaritos contentos, la mañana se desgranaba en la tarde más terrible. Nada podía detener la espantosa gradación de las cosas. Las risas más estridentes, el agua más resbalosa, la carne sangrando lentamente en la parrilla. Y siempre alguna pelea feroz que te obligaba a buscar refugio en los cuartos traseros.
Ese Carnaval iba a ser idéntico a los anteriores aunque tu abuela estuviera enferma, tose y tose en su pieza de Mentisán, apoyada en un montón de almohadas, como una reina.
Cuando la casa era ya un barco a punto de naufragar y las mujeres, tu madre incluida, parecían felicísimas de tener la ropa pegada a los muslos por los sistemáticos baldazos de agua que se arrojaban, te recluiste en el cuarto de planchar. El olor a lejía te tranquilizaba. Hundir tu cara en las prendas de algodón, morderlas. Entonces se acercó tu padre y te ordenó participar. Te negaste con la cabeza.
Vení, no seas maricón. ¿O qué?
Llorabas. No podías evitarlo. Tu padre odiaba que lloraras. Te voy a poner una bata, decía, una batita rosa pa’que te sintás cómodo llorando.
Te escapaste por un costado y te metiste en el horno de barro.
Salí, lloronazo, te decía tu padre.
Le gustaba enojarse, montarse en el caballo imparable de la furia.
Vos te contraías como un gato en el fondo del horno. Pensaste en tiznarte completo con los carbones viejos.
Si no salís, prendo las brasas. ¿Me oís?
Preferías morir achicharrado en las fauces de barro. Morir en la ley de tu abuela.
Dejalo, hombre, rezongó tu madre desde alguna parte que no podías ver. Su voz y la sombra de sus pechos en la pared no eran un consuelo.
Vos lo has vuelto un mariquita, un blandengue, un…
Las protestas de tu padre se alejaron hasta que por suerte el latido de la tamborita se las tragó por completo. Del carnaval eso era lo único que te gustaba, la mezcla dulce, tristona y pícara de la tambora.
Al rato saliste del horno. Tenías la inútil esperanza de que ya hubiese anochecido, que todo estuviera por acabarse y borrar de una vez, y ojalá para siempre, ese reino tenebroso de colores.
Necesitabas algo. Consuelo quizás. Piedad.
Te encaminaste hacia la pieza que siempre olía a Mentisán.
Tu abuela dormía semisentada. Respiraba a tropezones. Si no la hubieras amado tanto pensarías que era una bruja. Apoyaste tu cabeza en la orilla de la cama. Entonces sentiste el pulso tembloroso, la mano que solo una vez te había plantado un buen manazo por ponerte los tacones nuevos, por quebrar el taco a un calzado tan fino.
¿De qué tenés miedo?
Vos también te lo preguntaste. ¿Qué te asustaba tanto? ¿Las máscaras? No, no era eso. Ni siquiera las que parecían de piel humana te espantaban. Era más bien la ausencia de máscaras, las caras desnudas trastornadas por esa cosa sucia que el Carnaval les pintaba. Podías jurar que el espíritu en purga de un asesino los había poseído a todos y era precisamente esa trampa total la que te helaba el cuajo.
Mirá, dijo tu abuela con su voz de bruja, vamos a hacer una prueba: hoy vas a ser distinto.
Te ordenó que abrieras sus cajones, que le alcanzaras el neceser, que te pusieras esto y lo otro, te pasó el labial colorado por tu boquita de chico, te indicó cómo ensartarte la peluca, te permitió tomar sus zapatos, te dijo que te quería.
Cuando saliste al patio el olor a cebada casi te expulsa, pero te dijiste que vos no eras vos, que estabas protegido. Tu padre cantaba abrazado de dos amigos: “Cuando muera el Carnaval yo también quiero morir”. Lloraban los tres. Pensaste que se iba a sentir orgulloso. El hijo vencía sus terrores.
Al principio no te reconoció. Ni él ni los otros. ¿Eras… o no eras vos?
Entonces te animaste a ponerte los tacones y avanzaste despacito para no desbarrancarte desde esa nueva altura en el edén terrenal que se había desatado.
¡Papi!, dijiste.
Tu padre te miró confundido y vos alzaste los brazos, como hacían todos, festejando la vida con una alegría como de muerte. Sí, alzaste los brazos al son de la tambora. Tun, tun, tun, ardía tu corazón.

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