martes, 21 de febrero de 2012

CARNAVAL

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Han pasado 25 años desde la única vez que asistí al Carnaval de Oruro. Estábamos Julio, Juliette, Francine, Pepe y yo. Hoy, Pepe muerto, y las inglesas como si. Ya ni sabemos. Pero quedan imágenes en medio de la borrachera: corridas detrás de las bandas, por las calles, escanciando cerveza en las paredes, meando las esquinas, ateridos de frío y combatiéndolo con sucumbés cuyos vista y sabor se me escaparon.
Latas rojas de cerveza Centenario, algún dinero para comer, la hospitalidad de los humildes, sexo entretenido y silencioso en el dormitorio común, qué más puede pedir un joven y qué más puede dar la juventud. Volver a los diecisiete, aunque entonces ya pasaba los 20, es patraña franciscana. Qué viva el futuro y rescatemos en prosa o verso lo que valga del pasado, pero ¿retornar a él?, gracias, paso.

Oruro es ciudad de gente afectuosa, hospitalaria como dije, pero nunca he encontrado la belleza que le afirman los poetas, quizá porque no viví allí.
No hay insulto en disgustar de un poblado, como no lo hay en detestar músicas, literaturas y políticos parlanchines. Respeto la esencia de la individualidad y del derecho a opinar y disentir. Y el derecho de romper la crisma también a alguien que exagera en su disgusto de ti. Contradicciones que valen, digan lo que digan y piensen lo que piensen.

Si alguna vez he lindado en mis pasos el alma de lo surreal fue allí. No en los senos blancos de Francine, sino en lo que llamaban ‘el alba’, reunión de muchísimas bandas tocando al mismo tiempo, cada cual lo suyo, entre morenadas, diabladas, sayas o Talacocha e Ingavi de la militarada poco insigne de la patria.
Presenciar aquello, al amanecer, cargado de alcoholes por horas, de baile y correteo, oliendo a febril sexo, no tiene parangón. Como si se conjuncionaran en uno los estertores de las culturas ancianas, y erizasen los escasos vellos indios de mis brazos, la sangre íbera que danza en mí, come y fornica, al lado de su enemigo, con el que convive dos décadas por no decir 500 años.
Es que el alba significó para el presente, yo, la suprema expresión del mestizaje. Tanto discutir, ensayar, perorar y criticar acerca de los orígenes, culpas, responsabilidades y demás patrañas que apuntan siempre a justificar algo, y estos trombones, tubas, trompetas, tambores, lo reducían muy simple en piezas que bailábamos con la parsimonia nativa y la exageración blanca, que con el trago se volcaba a la inversa y ofrecía la orgía indígena y la pechoñería europea, sin pausa, música tras música, mientras las caseras revientan huevos y el sucumbé pone en el aire vapor de singani barato.
Dicen que en Brasil el Carnaval es la revolución social. Tal vez; cómoda revolución que luego de un mes de jolgorio termina en el cementerio enterrando a Momo, el zombi más importante del mundo, el muerto vivo que es rey. Guardo la alegría, la misma de Vadinho en Jorge Amado, parecida a la de los quechuas de Claudia Llosa, los días en que Dios no ve.

Liliana Colanzi y Ferrufino-Coqueugniot narran sus respectivas vivencias en dos fiestas a las que asistieron. La escritora cruceña recuerda su visita a Rancho Nuevo durante el arete guasu; por su parte, el cochabambino, autor de El exilio voluntario, rememora una experiencia de juventud en el tradicional Carnaval de Oruro

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