lunes, 20 de febrero de 2012

UN LUGAR PELIGROSO Y LLENO DE MISTERIO

En 2004 visité la población de Rancho Nuevo (Yarumbairo en guaraní) en Isoso, atraída por el arete guasu, la ‘fiesta grande’ de los guaraníes. Ya en esa época había escuchado que las tradiciones isoseñas estaban desapareciendo, que la aparición de iglesias evangélicas en el Chaco había hecho que la gente dejara de bailar y de tomar chicha.
Llegué a fines de febrero en medio de un calor opresivo y seco capaz de provocar alucinaciones. La familia que me recibió trajo un colchón para mí que colocó bajo el alero de la casa; el chofer que me acompañaba durmió en una hamaca.


Me fascinó descubrir que los guaraníes trabajan solamente cuando quieren o cuando lo necesitan; me sorprendió también su extraordinaria generosidad (mis anfitriones comían arroz y maíz y guardaban la carne para el chofer y yo).
En Rancho Nuevo me presentaron a don Luis García, el hombre más viejo y sabio del lugar: tenía 71 años y eso era notable en una zona donde el promedio de vida era de 60 años. Don Luis me contó, mirando con desconfianza a un grupo de jóvenes que pasaba, que la mitad de la gente de Rancho Nuevo practicaba la brujería. El ipaye (el brujo bueno o chamán) estaba cansado de deshacer hechizos e incluso había llegado a matar a algunos brujos. Los guaraníes, me dijo, vivían rodeados de espíritus.


Durante los días que estuve en Rancho Nuevo me desesperó no ver señales del arete guasu. Quería conocer las coloridas máscaras de toco-toco y plumas, escuchar a los músicos. ¿A qué hora van a salir los bailarines?, preguntaba, y la respuesta invariable era un enigmático “más tarde”.


Don Luis se reía de mi impaciencia. Me explicó que los carai (blancos y mestizos) no entendíamos el sentido del tiempo de los guaraníes: nadie ponía hora o fecha a las cosas porque nada se hacía por obligación; las cosas simplemente sucedían en el momento en que estuvieran listas. Así, el arete guasu podía durar una semana o un mes, o no realizarse en absoluto.
La cuarta noche escuché el sonido de la tambora y unos jóvenes vinieron a contarme que el arete guasu había comenzado. En medio de la noche aparecieron los aña con sus máscaras de plumas: ellos eran los que facilitaban el contacto con los espíritus; otros decían que se trataba del diablo mismo que salía a divertirse.


Los aña se mezclaron con los bailarines, que danzaban en pareja, abrazados. Corría la chicha y los músicos tocaban en estado de trance; dos de ellos tenían cajitas, otro una tambora y el último interpretaba un instrumento rarísimo construido con una manguera y una botella de plástico.
Algunos jóvenes se incorporaron a la danza, pero la mayoría se limitó a mirar. Ninguna chica bailó, solo las mujeres mayores.
Pensé que estaba presenciando una tradición que no tardaría en extinguirse; me pregunté si el animismo guaraní terminaría siendo remplazado por el Cristo de las iglesias evangélicas. Esa noche, en medio del Chaco, algo se encendió con el inicio del arete guasu: el mundo todavía era un lugar peligroso y lleno de misterio.

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