domingo, 27 de febrero de 2011

Jorge Aguilar Mora ‘Lo mío es crear cosas nuevas, otras formas de narrar, otros lenguajes’

La novela, la poesía, el ensayo, la historia son para el escritor Jorge Aguilar Mora afluentes de un mismo río. Así ha transitado por estos géneros desde que en 1971 publicara su primer libro: la novela Cadáver lleno de mundo. O, mejor, corrige él mismo, estos géneros son caminos “que a veces se cruzan, se separan y se vuelven a cruzar”. En todo caso, la novela, la poesía, el ensayo y la historia son, para él, caminos que transcurren sobre una misma geografía en la que la ficción y la reflexión intercambian permanentemente sus valores. Invitado por la carrera de Literatura de la UMSA, el escritor mexicano nacido en 1946, visita estos días La Paz, donde dictará, el lunes 28 de febrero y el martes 1 de marzo, dos conferencias.

El pensamiento literario de Octavio Paz, a quien Aguilar Mora dedicó uno de sus libros más conocidos (La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz) será el tema de su primera charla. El de la segunda, la poesía vanguardista en Latinoamérica. Ambas se desarrollarán, a partir de las 19.00, en el auditorio de la Facultad de Humanidades de la UMSA (ex Instituto Goethe, avenida 6 de Agosto y calle Aspiazu, Sopocachi).

Mientras tanto, un diálogo con el escritor mexicano permite recorrer algunas de las estaciones de su amplia obra.

Secretos de la aurora
El 2002, Aguilar Mora terminó de escribir y publicó su tercera novela: Los secretos de la aurora. A esta ambiciosa narración le preceden Cadáver lleno de mundo (1971) y Si muero lejos de ti (1979). Entre la primera y la segunda hay ocho años; y entre la segunda y Los secretos de la aurora, 24. “Lo que me pasa con las novelas”, dice, “es que no me quiero repetir. Me cuestan tanto trabajo y tanto tiempo dominar un estilo, una manera de narrar y una estructura que cuando termino una novela podría comenzar inmediatamente otra igual. Pero eso siempre me ha parecido muy aburrido. Mi idea es crear cosas nuevas, buscar otras formas de narrar, otro estilo, otro lenguaje, otro tono. Eso es muy difícil, lleva mucho tiempo”.

Esa búsqueda se refleja en su propia escritura. Una cita de Los secretos de la aurora explicita las convicciones de Aguilar Mora sobre el trabajo de la ficción: “Las palabras tenían que ser orgánicas, con vida propia, y tan antiguas como el primer resplandor, y tan idénticas como el primer rostro”.

En Los secretos de la aurora, el novelista se propone algo que ya es inusual en la narrativa actual: la invención total y minuciosa de un mundo: la historia de una familia, de una ciudad, de una revuelta que suceden en un tiempo y un espacio totalmente autónomos y autosuficientes.

Sin embargo, en la génesis de la novela tan abarcadora hay una imagen muy concreta: “Mientras estaba terminando Si muero lejos de ti tenía una imagen que no me cabía en la novela. Era la imagen de una pareja acostada; está amaneciendo y los dos están despiertos pero ambos fingen que están durmiendo. Y los dos saben que alguien se está acercando a su casa. Y que se va a acabar su relación. Yo no sabía si ese alguien era hombre o mujer o si esa relación era heterosexual u homosexual. No sabía. Ésa era la imagen”.

Para dar cuenta de esa imagen, para encontrarle una historia a esa pareja, Aguilar Mora tuvo que elaborar un denso e intenso tejido. “Me di cuenta”, expresa el novelista, “que todos somos el cruce de muchas cosas, no sólo de nuestro pasado, de nuestras sangres, sino de todos los que conocemos. Nuestras vidas están llenas de cruces, de encrucijadas constantes. Son como tejidos”.

Y ese tejido de vidas que giran y se multiplican en torno a esa pareja adquirió, finalmente, la forma de una ciudad.

Esa ciudad se llama San Andrés y es allí donde sucede Los secretos de la aurora. Pero la invención de esa ciudad, uno de los logros de su novela, no responde a ningún afán simbólico. “No quería hacer una visión de Latinoamérica a través de un pueblo inventado”, dice. Lo suyo no era ni la Santa María de Juan Carlos Onetti ni el Macondo de García Márquez. “Los respeto y los admiro, pero no era mi idea. No era una cosa ni histórica ni sociológica. Lo que quería era solamente contar la vida de gente que está conectada entre sí”.

Ese tejido de vidas que transcurren sobre el plano de una ciudad con sus calles, sus plazas y sus edificios ocurre simultáneamente. Dar cuenta de esa totalidad simultánea a través del lenguaje que, irremediablemente, es lineal, fue uno de los desafíos que, desde el punto de vista de la escritura, tuvo que asumir Jorge Aguilar Mora para llevar a buen puerto su novela.

La revolución
Una muerte sencilla, justa, eterna (1990) es, posiblemente, la obra más compleja de Jorge Aguilar Mora. Compleja por inclasificable: es una historia de la revolución mexicana centrada en la figura de Francisco “Pancho” Villa, pero es al mismo tiempo un agudo libro de crítica literaria y cultural y, a la vez, la crónica de cómo se va haciendo el libro, pero no sólo de la puesta en escena de sus avances y retrocesos sino también del entramado autobiográfico que sostiene, finalmente, este apasionado texto.

Aguilar Mora comenzó a preparar Una muerte sencilla, justa, eterna en 1979 y el libro se publicó recién en 1990. En el principio de este proyecto está Seutonio y en el final César Vallejo. En el principio, viviendo lejos de México, Aguilar Mora quiso hacer un texto como la Historia de los doce césares de Seutonio, una historia de los presidentes de México desde la Revolución de 1910. En el final, pues lo último que escribió fue el título del libro, el verso de Vallejo que lo bautizó.

El interés de Aguilar Mora por la historia de la revolución mexicana tiene por lo menos dos antecedentes: Un día en la vida del general Álvaro Obregón (1983), un libro encargado por la Secretaría de Educación Pública y luego censurado por esta misma institución, y la edición de las memorias de Juan Bautista Vargas Arreola, un soldado que combatió en el ejército de Pancho Villa, un texto, como dice Aguilar Mora, “caótico pero lleno de datos únicos”.

“Ahí me di cuenta”, continúa, “que detrás de los grandes acontecimientos de la Revolución, como pasa en toda la historia, habían sucedido miles de cosas de las que nadie sabía nada”.

Al emprender su proyecto, Aguilar Mora tenía en la mira dos objetivos. “Yo no tenía posición ideológica”, indica. “Yo no quería probar nada. Lo único que quería mostrar era que a Francisco Villa no se lo había entendido o que quizás era un personaje incomprensible, pero había que saber por qué era incomprensible. No era suficiente decir que era un bandido o un analfabeto. Eso no explicaba nada. Y, por otra parte, quería dar cuenta de decenas y decenas de personajes con rasgos absolutamente singulares que hicieron cosas prodigiosas en la Revolución y que no son mencionados en ningún lado”.

Los archivos de México y Estados Unidos le dieron mucha información, pero también la literatura. Pero no la literatura consagrada por la cultura oficial. En México, la literatura de la Revolución es un género en sí mismo, debidamente estudiado y canonizado. Aguilar Mora apuntó más bien a los escritores marginados del canon, como Nellie Campobello (1909-1986), autora de la novela Cartuchos (1931), o Rafael F. Muñoz (1899-1972) de cuya pluma salieron Vámonos con Pancho Villa (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941).

“Comencé a ver que había que recuperar lo que era realmente la literatura de la Revolución porque ahí estaba no la anécdota pero sí la cifra de la anécdota, la transformación de lo que es un acontecimiento en una visión de vida”.

Y en ese camino, su libro aporta también a esclarecer algunas facetas de la literatura consagrada de la Revolución, como la historia poco conocida de los dos finales de Los de abajo. En 1915, cuando apareció su novela, Mariano Azuela creía en la Revolución; una década más tarde, cambió el desenlace y convirtió a su personaje en un nihilista que ya descree de la Revolución. Ese segundo final es el que pasó a la historia. Los juicios de Aguilar Mora sobre la literatura que posteriormente se ocupó de la Revolución son categóricos. En su visión, Rafael F. Muñoz es mucho mejor que otros novelistas. “Obviamente mucho mejor que Carlos Fuentes; La muerte de Artemio Cruz es una cosa hecha de cartón”, sostiene.

Una muerte sencilla, justa, eterna es un libro excéntrico, en el sentido preciso de la palabra: no está, ni le interesa estar, en el centro. Aborda la Revolución mexicana, la literatura y la cultura a la que ésta dio lugar desde sus bordes, desde sus zonas menos transitadas o reconocidas. La propia escritura del libro responde también a ese impulso: no puede ser etiquetada bajo ningún género. Ataca su objeto desde varios flancos: la historia documental, la narración en primera persona, la reflexión historiográfica y cultural y la crítica literaria.
La divina pareja

En 1978, Jorge Aguilar Mora publicó La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. En ese momento, Paz ya era una figura central e influyente en la cultura mexicana y su obra gozaba de un amplio reconocimiento internacional. El libro de Aguilar Mora fue en su momento (y no ha perdido actualidad) una de las pocas críticas radicales a las ideas del futuro Premio Nobel de Literatura.

Desde su título, en este libro se discuten las relaciones contradictorias entre dos categorías centrales en la obra ensayística de Paz: la historia y el mito, con especial atención a El laberinto de la soledad (1950) y su continuación Posdata (1969), libros en los que Paz reflexiona sobre la identidad del mexicano y la historia de México.

“La idea del libro”, recuerda su autor, “no era oponerle a las ideas de Paz otras ideas, no se trataba de competir con su idea del mexicano. Yo no tenía ni los instrumentos para hacerlo ni había pensado en términos de identidad. Lo que me interesaba era mostrar cómo construyó un aparato ideológico en torno a la identidad. Lo que yo quería mostrar era que Paz proponía una operación ideológica muy mecánica”.

¿Y cuál era esa operación? Lo expresa en las páginas iniciales del libro: “Uno de los fines últimos del sistema ideológico de Paz es quitarle a la historia su objeto, arrancarle sus encarnaciones: el hombre y la vida”. Es decir, suplantar la historia con el mito.

“La idea de Paz”, menciona Aguilar Mora, “es que la historia tiene un sentido y que en el caso de la historia de México ese sentido está dirigido no tanto por los acontecimientos como por ciertos lugares y direcciones simbólicos que Paz llama mitos. Lo que le objetaba era esa relación entre mito e historia. Paz no explicaba cómo se transformaba el mito en historia, no explicaba cómo la historia permitía que el mito la dirigiera”.

¿Cómo ve ahora Aguilar Mora su libro publicado hace ya más de 30 años? “Muchas cosas se confirmaron”, dice. “El pensamiento de Octavio Paz se fue haciendo cada vez más mecánico”. El autoritarismo, el poder, la intransigencia y el dogmatismo son las características que según Aguilar Mora adquirió Paz. “Su crítica al estalinismo”, señala, “resultó de alguna manera contraproducente porque al final él se portó como lo que criticaba. En los términos de un zar cultural, Paz se portó tan implacable como Stalin”.

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