lunes, 29 de octubre de 2012

Una corta historia del perro "Kip"

Esta historia ha sucedido y la han contado muchas personas en forma oral y escrita con algunas pequeñas diferencias. He aquí ella:

En una región del norte de los Estados Unidos de América, cerca del Canadá había una cabaña hecha de palos de coníferas, especie que existe en profusión en esas regiones de inviernos rigurosos y veranos floridos, donde alternan su existencia diversas especies de animales de una fauna sui géneris, manadas de lobos en medio de los bosques cubiertos de nieve de hasta medio metro de espesor, y osos que peligrosamente rondan en busca de sus alimentos. Aparte de estas dos especies peligrosas para sus víctimas, entre ellas el Hombre, existen multitud de mamíferos pequeños como nutrias, tejones marmotas, hurones, que son el pasto de cazadores de pieles. Allí, en esa cabaña vivía precisamente Jacob Wilde, en compañía de su mascota, un perrazo de raza de los pastores alemanes, leal a toda prueba. El hombre cazaba por temporadas, y casi todo el invierno permanecía en su cabaña, donde vivía tranquilo, al calor del fuego de una chimenea de hogar. Las noches eran silenciosas y apacibles, pero a veces tajadas por el ulular del viento y al aullido de los lobos. Solía abastecerse de víveres cuando iba a la ciudad más próxima, que se hallaba a unos cuarenta kilómetros, a vender las pieles. Aprovechaba el mejor tiempo para ir y volver. A veces en vehículos motorizados, que hacía sus viajes entre uno u otros pueblos y pasaban cerca de allí.

Jacob, en una de sus visitas a la ciudad conoció a Diana, una hermosa joven de veintidós años; de piel blanca, cabellos castaños, ojos grandes y pardos, fina y esbelta de cuerpo. Se la llevó a vivir en su cabaña del bosque de coníferas. Kip, el perro, acostumbróse con ella, como si siempre hubiera sido su ama. Pasaron los meses, pero la fatalidad cayó como tromba en la cabaña: En un amanecer frío de invierno, después de dar a luz a una niña, en un difícil parto, en que él sólo la atendió, Diana dejó este mundo. No muy lejos de allí y al pie de un abeto gigante la sepultó: el hueco en que la depositó fue profundo, a prueba de lobos, cubriéndola con tierra dura, nieve y lágrimas. Los primeros días se las vio negras, teniendo que hacer de madre, si se quiere, improvisando biberones, y cuando por fortuna tenía leche enlatada. Pero resultaba imperativo ir a la ciudad a abastecerse- Así lo hizo llevándose a la niña. La hizo auscultar con un médico, compró todo lo que pudo, como si fuera a esperar el fin del mundo y se fue a su cabaña en una camioneta alquilada. Un amigo le llevó en ella y regresó en su vehículo. Desde entonces metodizó su vida; educó a la niña a horarios de sueño, de vigilia y de recibir sus alimentos, a tal extremo que podía salir a cazar, un determinado tiempo, confiado en que la niña dormía. Salía a siete de la mañana, después de darle su biberón, y regresaba al rayar el mediodía, cuando como por encanto le esperaba la niña ya despierta. Jacob preparaba el alimento suyo y de Kip, encendía el fugo, si era invierno, también lo hacía con la pipa de tabaco con aroma de manzanas, leía periódico y luego se echaba a dormir teniendo bajo su brazo a su adorada niña, la pequeña Diana. Cerca del crepúsculo, cuando la lumbrada del sol pintaba la nieve de color dorado, nuevamente todos yantaron y Jacob se dedicó a limpiar sus rifles hasta la hora que debían pegar pestaña.

Un día, cuando se derritieron las últimas escamas de escarcha, cuando las flores mostraban sus capullos de colores y las aves parecían dar la bienvenida a la primavera, y cuando los osos y otros animales despertaron de su largo sueño, Jacob, después de hacer lo que ordenó matemáticamente desde un tiempo atrás, salió con su rifle a la bandolera y un hacha en la diestra, acarició la cabeza del perro Kip y salió a cazar.

Retornó el cazador como siempre, hacia mediodía. Le pareció curioso que el perro no saliera a recibirle como siempre lo hacía. Ingresó presuroso en la cabaña. Llamó a Kip repetidas veces, pero el perro no aparecía… siguió llamándolo, hasta que el animal emergió de debajo de un sofá con cortina. Tenía una expresión siniestra, y Jacob vio con horror que tenía hocico ensangrentado, y su misma mirada era distinta, sus pupilas parecían brasas… ¿Rabia?, ¿Rabia? Exclamó asustado y alarmado y, casi maquinalmente tomó su rifle y "bang" un certero balazo destapó el cerebro del perro, y tembloroso, palpitante, pensando en la niña… ¿que quizá fue despedazada? … parecía obnubilado, pero de pronto oyó la voz de la niña, salía de debajo del sofá, entonces arrastró al perro que estaba cubierto de sangre, corrió el mueble y ahí estaba la niña, envuelta en sus pañales, pero ensangrentada, se chupaba su manecita, como siempre lo hacía y al ver a su padre se sonrió. La depositó de nuevo en su cuna, pero totalmente abrumado examinó al cadáver del perro, se hallaba ensangrentado, tenía varias heridas en el cuello y una de sus orejas casi desprendida. Pronto vio en el piso manchas de sangre que iban a hacia la ventana que ahora estaba abierta. Guiado por esas gotas de sangre fue hacia allá, vio a través de ella afuera y quedó paralizado de dolor, desesperación y amargura. Vio cerca de la ventana a tres lobos muertos, con la garganta destrozada.

Kip había sostenido un singular duelo a muerte con esos lobos por la niña, venció, pero igualmente dio su vida por ella.

Al lector le será fácil saber cómo fue y cómo será después. Sin embargo, había que recordar una moraleja: saludable es no ser precipitado.

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