lunes, 14 de enero de 2013

Cuentas claras, amistades largas

Giovanna Rivero
La autora. Escritora cruceña que actualmente radica en Estados Unidos. Sus relatos forman parte de importantes antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el Premio de Cuento Franz Tamayo en 2005 y la beca Fulbright en 2006




“Cuida las monedas, que los billetes se cuidan solos” es una máxima que le he escuchado a mi madre a lo largo de la vida y que he repetido una y otra vez en mi propio hogar. Mi hija, que atesora los consejos que vienen en forma de refrán, había estado aplicando al pie de la letra esa sencilla ley de economía casera y, una mañana, a pocos días del ansiado 2013, viene hacia mí con una bolsita de tela rebosante de ‘nickels y pennies’ oxidados, centavitos que la mayoría desecha u olvida en cualquier bolsillo. “Acá hay exactamente diez dólares”, me dice seria y triunfante. No sabe en cuánto tiempo ha acumulado esa pequeña fortuna porque, en realidad, lo viene haciendo como un hábito y no como un medio. El tiempo, en ese sentido, no es algo que la atormente. Sin embargo, ahora que tiene diez dólares le parece justo que yo, la portadora de idea tan fructífera, sea quien haga la transacción y convierta esa preciosa talega en un billete más circunspecto.

Entonces vamos juntas hasta Wal Mart y buscamos una de esas máquinas, tipo rocolas, que tragan monedas y las convierten en billetes como por arte de magia. El problema es que la máquina cobra un impuesto que excede la fortuna de mi hija. Me ofrezco a aumentar la cantidad para agilizar el trámite, pero ella, que ha comprendido el axioma de su abuela más allá, mucho más allá de su gramática y su semántica, se niega rotundamente. No necesito indagar sus razones, intuyo que tienen que ver con un orgullo limpio, con un respeto férreo e irreductible por su propio esfuerzo. Hay que buscar otra alternativa.

Acomodar los quintos en cilindros y hacer la cola en el banco en los días locos del fin de año me devora toda una mañana; sin embargo, respiro hondo y pienso que yo también he obtenido una gran ganancia de esta demostración de disciplina y constancia por parte de mi hija: Sé, con certeza, que las cosas que decimos como al pasar –las buenas y las malas- se siembran en terreno fértil. Sé que no hay palabra muerta. Hago un rápido recuento mental de los aforismos y mitos que digo aquí y allá, entre reniegos y ataques de euforia y buena voluntad. El que me brota fácil, por puro automatismo y rima, es: “Al que madruga, Dios lo ayuda”; lo conjuro para darme ánimos en las frías mañanas del invierno gringo, cuando debo comenzar el día con apenas cinco horas de sueño en el cerebro. Claro que no dudo ni un segundo en contradecirme con otro que es quizás mi favorito, probablemente porque lo tomé de un sicodélico Jack Nicholson en El Resplandor: “No por mucho madrugar amanece más temprano”. Es este último refrán el que me hace filosofar cuando lavo platos, momento perfecto, dicho sea de paso, para filosofar. ¿Qué diablos significa eso de “no por mucho madrugar amanece más temprano”? ¿Una traducción posible será el estribillo más popular y bochinchero: “No hay que llegar primero, sino hay que saber llegar”? ¿Puede, por ejemplo, el pensamiento de la física cuántica subvertir la idea de que hay un tiempo, el del amanecer, que comienza independientemente de nuestros desvelos, resacas y preocupaciones? ¿Puede, insisto, la física cuántica ensamblar esa sentencia con esta otra cuyo veredicto inexorable me produce escalofríos: “No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”? ¿O es que acaso el tiempo es, debe ser, una deuda impaga que tenemos con la propia vida y el único plazo realmente absoluto es el de la muerte? En fin… Decido que en adelante cuidaré el modo y los contextos en los que uso mi manía aforística, no vaya a ser que mi hija aplique librepensadoramente aquella máxima que heredé de mi abuelo y que él la usaba a la hora de tomar riesgos y yo a la hora de asumir compromisos: “Jodida por mil, jodida por mil quinientos”.

De todos modos, la aventura de los centavos devenidos en el perfil industrial de Alexander Hamilton no terminó ahí. Esa misma tarde, después de casi una hora de búsqueda y selección exhaustiva en una tienda de perendengues para adolescentes, con el respetable billete de diez dólares, mi hija se atrevió a escoger un bellísimo collar. Las cuentas claras contrastaban con los cristales coloridos del pendiente. Esta vez ella aceptó que yo colaborara con un dólar y medio para completar la compra. El collar era una preciosidad y me pareció una recompensa justa para su disciplina; sin embargo, su determinación se dirigía amorosa hacia otro objetivo. Salimos de la tienda y nos encaminamos hacia el lado norte de la ciudad, al otro extremo de nuestra casa, donde se ha asentado la mayor parte de los inmigrantes bengalíes. Allí vive la mejor amiga de mi hija. Las dos chicas se abrazaron y, aunque la otra niña le recordó que ella no celebraba la Navidad, mi hija respondió que ella sí la celebraba y que por favor aceptara el obsequio. El collar, en efecto, lucía más lindo que nunca en la piel aceitunada de la niña. Amé con inmensa gratitud a aquella mejor amiguita, pues alguien que consigue hacer de vos un ser humano generoso y comprometido te ha entregado el regalo más importante del mundo, te ha dado la más imperecedera de las joyas. Y mi hija simplemente era capaz de corresponder.

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