lunes, 26 de junio de 2017

Luis García Montero: "Mi poesía se aleja del elitismo’



Luis García Montero es crítico literario, ensayista, novelista y catedrático de literatura española. Pero, sobre todo, es poeta. Y tal vez sea el más reconocido en español, una lengua que él define como “una riqueza compartida”. No solo goza del favor del público y de muchos músicos —Serrat y Sabina, por ejemplo, han musicalizado sus poemas— sino de los críticos: ha ganado todos los premios importantes, entre ellos el Nacional de Poesía, por Habitaciones separadas en 1995, y el Nacional de la Crítica, por La intimidad de la serpiente en 2003.

Ahora acaba de publicar por primera vez en Bolivia, con la nueva colección Agua Ardiente, de Plural editores. El libro se llama Una melancolía optimista y es una antología de 60 poemas seleccionados por el propio García Montero y que resultan una muy buena forma de acercarse a un autor que define su poesía como “de frontera” porque —igual que el título de este libro— es una paradoja que se mueve entre el pasado y el futuro, entre lo individual y lo colectivo, y entre el lirismo y el realismo. Varios de los poemas rinden homenaje a poetas que el autor considera sus maestros, como Blas de Otero, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Antonio Machado o Federico García Lorca.

— ¿Se puede hacer un resumen completo de una obra poética tan amplia como la suya?

— Para Una melancolía optimista seleccioné los poemas en los que me siento más cómodo. La literatura se disfruta con ojos de admiración cuando uno lee a los poetas que admira. En cambio, leerse a uno mismo con ojos de admiración es de tontos, y yo me leo con ojos de corrector, que son muy diferentes. Pero hay algunos poemas con los que me identifico más que con otros porque me parece que definen mejor lo que he querido hacer todos estos años en la poesía, y esos poemas son los que he organizado en esta antología.

— Sobre todo al principio de su carrera le han criticado argumentando que es usted poco lírico, demasiado realista, ¿lo es?

— Cuando empecé muchas veces se miraba con prejuicio el realismo y en general se pensaba que era mucho más moderna la poesía que experimentaba con las formas. Pero ésta resultaba muy culturalista y escribía con un lenguaje muy distinto al de la sociedad, lo que hacía del poeta a veces incomprensible y, sobre todo, un ser raro y distanciado de la gente normal. Yo preferí identificarme con Antonio Machado, que era el poeta ciudadano, el que iba al trabajo para pagarse el pan. Y luego he querido unir esto con las posibilidades poéticas del siglo XX. Por ejemplo, yo nací en Granada, la ciudad de García Lorca, un poeta que me deslumbra y al que desde adolescente he estudiado a fondo.

Toda la fuerza vanguardista que hay en Poeta en Nueva York me educó en la metáfora. Y lo que he intentado en mi obra es utilizar esa fuerza imaginativa para aportarle tensión a un lenguaje y una música que tiene un tono realista. Por eso, me gusta verme como una especie de romántico ilustrado: me gusta la rebeldía del romanticismo, pero la de ese romanticismo que enriquece la razón de la Ilustración, y no el que la niega.

— ¿Se puede considerar, entonces, que la suya es una poesía para la gente de a pie?

— La mía es una poesía realista en el sentido que tiene mucho de la vida cotidiana y está alejada del elitismo y que por eso mismo —me gusta creer— es un arte útil. Reivindico una poesía que se ponga al servicio del ser humano de la gente de la calle, lo cual no excluye ni mucho menos que tenga profundidad.

La poesía es algo que no puede servir para el negocio fácil. Yo me eduqué en una fe en el progreso solidario entre seres humanos y he tenido ilusiones propias del progresismo. Por eso, doy mucha importancia a los valores, en la vida diaria y, por tanto, en la poesía.

— ¿Cómo compatibiliza lo personal y lo social?

— Entendiendo la poesía como una conversación íntima entre dos personas que aunque sea con una distancia física y tal vez temporal, meditan juntas. Y para meditar recurren a la conciencia individual y a sus relaciones con la sociedad. Los individuos vivimos en sociedad y nos relacionamos mediante el lenguaje, que por eso es el legado social más grande que tenemos. Y los poetas nos dedicamos a cuidar el lenguaje y la historia, porque la historia no solo la hacen las constituciones y las huelgas obreras, también los sentimientos. Yo defiendo la conciencia individual es independiente y a la vez forma parte de una historia colectiva. Es otra muestra de que me gusta vivir en la paradoja, o en la frontera. Es en ese diálogo entre la melancolía y el optimismo, entre la razón y la pasión, o entre el individuo y la sociedad donde me gusta hacer poesía. Por eso, se puede decir que la mía es una poesía de frontera.

— Entonces, ¿la poesía se puede entender como una herramienta para el cambio político?

— Yo he hecho poesía social, he escrito poemas para leer en manifestaciones o en una huelga general. Pero no quiero ser un profeta porque sé que el mejor poema del mejor de los poetas crea menos corriente de opinión que un informativo de televisión bien manipulado. El espacio del poeta ahora no está tanto en convertirse en un tribuno que recita en un púlpito, sino en establecer un diálogo entre conciencias que a largo plazo puede tener más importancia para cambiar la realidad. La parte de la realidad que soy yo la ha cambiado la poesía. No sería como soy si no hubiese leído a Pablo Neruda, a César Vallejo, a José Emilio Pacheco, a Rafael Alberti, a Antonio Machado...

— ¿Y los jóvenes sienten ese apego y esa admiración que usted siente por los poetas pasados?

— Tan peligrosos son los jóvenes sin memoria como los viejos cascarrabias. Según se cumplen años se tiene la tentación de pensar que los jóvenes no saben nada y antes nosotros, sí. Eso es una tontería. Como lo es la del joven que cree que va a inventar la pólvora de la nada, despreciando la herencia de sus mayores. Eso es una trampa de las sociedades de consumo, que están mercantilizando todo, incluso las personas y el tiempo. Alguna vez he dicho que la libertad no está solo en poder decir lo que pensamos, sino también en poder pensar lo que decimos, y eso está difícil hoy.

— ¿Y la literatura sigue teniendo algo que decir para evitar esa trampa?

— A mí me gusta la literatura porque frente al tiempo de usar y tirar defiende un tiempo con dimensión histórica y narrativa, en el que se puede pensar, además de sentir. Y es en ese tiempo en el que los jóvenes tienen derecho a vivir y actualizar la herencia recibida para construir su mundo. Por eso no se debe perder el compromiso con el pasado ni el compromiso con el futuro. Mi educación sentimental y mis ilusiones son las de un chico del siglo XX pero, como todos los días estoy en contacto con mis alumnos, procuro actualizarme. No quiero imponerles mi mundo, sino enriquecer el suyo con algunas cosas del pasado que me parecen muy importantes.

— ¿Se siente cercano a América Latina?

— Sí, claro, y más ahora que vivimos en un momento en el que son muy necesarias, y están siendo muy fértiles, las relaciones de las poesías de los distintos países. Me gusta siempre decir que la poesía es la capital de un idioma sin centros. El idioma es una riqueza compartida, a la que cada país y cada cultura aporta con su singularidad y sus peculiaridades. Hasta ahora he tenido una relación más estrecha con la poesía mexicana, la argentina y la colombiana. Ésta es la primera vez que vengo a Bolivia, y la verdad es que conocía mal la poesía boliviana. De aquí seguía a Gabriel Chávez y a Eduardo Mitre y había leído a Saenz, pero he aprovechado este viaje para verme con mucha gente y así entender un poco mejor el resto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario