domingo, 8 de febrero de 2015

Edmundo Paz Soldán, en Buenos Aires, habla de cómo ‘Iris’ fue en principio un proyecto de novela realista



Se lo nota cansado, y para colmo una nueva entrevista promete atragantarle la digestión. Sin embargo, no debe resultar nada sencillo hacerle perder al autor de novelas como El delirio de Turing, Palacio Quemado y Norte, su natural buen humor y amabilidad. Apenas hemos cruzado el mediodía en Buenos Aires; Edmundo Paz Soldán sonríe como si no le esperara un día interminable, y se presta a la charla sobre su literatura, pero también la de un país que ha sido, desde siempre, víctima del prejuicio, la ignorancia o el desinterés.

—¿A qué se debe que la literatura de Bolivia se haya vuelto últimamente más visible?

—Creo que hay una coincidencia de factores macro y micro. En los últimos años hubo un proceso muy interesante de transformaciones sociales en Bolivia, que ha hecho que para tratarse de un país tan pequeño concite tanta expectativa. Al mismo tiempo, creo que ha surgido una generación muy potente en la narrativa boliviana, unos siete u ocho o diez escritores que de pronto le están dando una dinámica que quizás antes no tenía. Quizás a causa de las redes sociales, las conexiones entre las editoriales pequeñas a través de América Latina son mucho más fáciles, entonces ha sido posible articular una red que permite que estos escritores jóvenes que han surgido puedan circular. Y eso trae la atención sobre lo que había antes, con lo que nos beneficiamos todos.

—Cuando se habla de literatura boliviana se suele usar el adjetivo “andino”, como si se tratase de sinónimos, olvidando que en Bolivia conviven otros paisajes y otros imaginarios. ¿Cómo tomás esa reducción, producto del desconocimiento o la indiferencia?

—Pero eso comenzó con nosotros. Porque nosotros también, en nuestra “autoidentidad” como país a lo largo de nuestra historia, hasta hace poco nos veíamos como un país andino, por la influencia de La Paz como sede de gobierno y su imaginario tan fuerte en la literatura. Santa Cruz era como el otro extremo, un lugar olvidado, hasta que comenzó a tener un gran crecimiento económico a partir de los años 70. Lo que ha pasado es que con los años Santa Cruz se ha convertido en un polo muy fuerte de migración interna del país, y hoy yo lo veo como la condensación o el resumen de lo que es Bolivia. Por eso ahora cuando a mí me preguntan, digo: es un país andino-amazónico.

—Hace algo más de 20 años que vivís en Estados Unidos. ¿En Bolivia te consideran “uno de los suyos”, o siempre hay algo de recelo respecto del que vive y le va bien afuera?

—Lo más chistoso de todo es que yo creo que hubo mucha desconfianza hacia mí, hasta que dejé de escribir directamente sobre Bolivia. Antes, la reacción era: “¿Este tipo, que vive hace 20 años afuera, cree que sabe más sobre Bolivia que nosotros?” Pero desde las últimas narraciones, que ambienté en Estados Unidos, o Iris, hubo una suerte de encono que desapareció, y mi intuición me dice que tiene que ver con ese cambio.

—A propósito de Iris, y de su lugar dentro del género de la ciencia ficción, entiendo que en principio iba a ser otra cosa, muy distinta. ¿Cómo fue esa transición?

—Iba a ser una novela realista. Comencé con un proyecto que, en mi cabeza, yo llamaba “trilogía de la violencia”, y eran tres novelas ambientadas en los Estados Unidos. Con Los vivos y los muertos comencé con la violencia en los colegios. En Norte era la violencia de las fronteras. La tercera era lo más obvio: la violencia de la guerra, de las aventuras imperiales posteriores al 11 de septiembre de 2001. Había leído un reportaje en la revista Rolling Stone de unos soldados psicópatas, en Afganistán, que se pusieron a matar civiles, y entonces lo elegí como tema. Y lo que pasó fue que en ese mismo momento en que comenzaba a investigar todo el tiempo veía noticias de Afganistán e Irak en CNN, en el periódico, y el tema me saturó. Y un amigo me dijo, bromeando: “¿Por qué no ambientas la novela en Marte?” La idea era tan descabellada que me sonó bien; si me hubiese dicho una cosa más racional, probablemente lo habría ignorado. Obviamente Marte no, pero podía ser una región propia, y ahí apareció Iris. Y en lugar de ser el final de una trilogía, se convirtió en el comienzo de algo diferente.

—Hace algunos años señalabas, en una entrevista, que parecía que la tecnología y la ciencia ficción eran patrimonio de los norteamericanos. ¿Sigue siendo así? ¿Hay una cierta incomodidad o extrañeza en cuanto a que un escritor latinoamericano escriba una novela como la tuya?

—Lo que pasa es que hay mucho trabajo en América Latina con lo fantástico, pero con la ciencia ficción mucho menos, y creo que tiene que ver con que más que “productores de ciencia” hemos sido receptores. Hay una curiosidad, solo que no tenemos tradiciones locales fuertes. Yo he notado entonces las dos cosas: el prejuicio, pero también la curiosidad y el deseo —sobre todo en las nuevas generaciones— de que haya algo local. Pero parte del problema también tiene que ver con que en los últimos 20 años la ciencia ficción se ha vuelto la cosa del escapismo, del entretenimiento grandilocuente, de los efectos especiales, cuando la ciencia ficción es un género muy político, si piensas en 2001 o en las grandes distopías del siglo XX como Un mundo feliz o 1984. Ahí hay una desconexión contra la cual hay que luchar, porque se han creado muchos prejuicios.

—Un aspecto muy interesante en Iris es el trabajo minucioso con el lenguaje, en el que te apropiás de muchas palabras o las resignificás. ¿Cuáles fueron, en este sentido, tus textos de referencia?

—Cuando empecé a escribirla, había algo que no funcionaba, pero no sabía exactamente qué era. Y un día tuve algo así como una epifanía: si estoy hablando de cambios sociales y tecnológicos, me dije, no puedo narrar esos cambios sin mostrar algún tipo de distorsión en el lenguaje. Y ahí sí comencé a buscar modelos. Leí La naranja mecánica, que me pareció fascinante, pero para lo que yo estaba buscando era demasiado. Curiosamente la pista me la dieron autores que no tienen nada que ver con la ciencia ficción, como Roa Bastos, que tenía este cruce con el guaraní, o José María Arguedas con el quechua, que en sus cuentos o novelas jugaban mucho con el quiebre de la sintaxis del español, interviniéndolo con otro lenguaje, añadiendo otras palabras, y sin glosario, sin explicarlo.

—Hace poco salió también una antología de cuentos tuyos, Las dos ciudades, y la mayoría son textos muy breves. ¿Qué posibilidades específicas encontrás en ese subgénero?

—Mis dos primeros libros eran de cuentos bien breves. Yo comencé siendo muy lector de Borges y Cortázar, de la literatura fantástica, pero cuando escribía novela no podía sostener la mentira durante muchas páginas. Entonces poco a poco la novela se convertía en algo más realista. Los cuentos eran, también, una forma de llevar una suerte de diario de lecturas, porque leía un texto de Onetti, o una novela de Nabokov, y en vez de escribir el comentario de esa novela lo que hacía era tratar de apoderarme de esa lectura a través de un cuento breve, de una o dos páginas. Y también había una limitación: yo quería escribir cuentos clásicos, pero todavía no tenía el bagaje como para sostener la introspección psicológica de un personaje durante diez páginas.

(Esta entrevista con el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se publicó en Adn Cultural, suplemento del diario La Nación de Buenos Aires.)

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