lunes, 19 de enero de 2015

El soliloquio de Carlos Mesa



El Soliloquio del Conquistador de Carlos Mesa Gisbert es una novela valiente, que busca y ahonda en la figura de Hernán Cortés para reescribir parte de la historia fundacional de la que Martí llamaba Nuestra América y Marta Traba nuestra Homérica Latina. Si el documento original por el que conocemos a Cortés son las que él llamó sus Relaciones, ahora lo tenemos monologando en una historia que es al tiempo historia de conquista, historia de amor e historia de derrota y fracaso, lo que produce un texto riquísimo y ambiguo y no un retrato de cartón piedra. En sus Relaciones, por supuesto, Cortés buscó construir su propia imagen heroica a través de tres estrategias retóricas, la epístola que enmarcaba a su discurso pues estaba claro quién era su destinatario —el Rey—, el discurso legal, que conocía bien de sus tiempos en Alcalá y que le permite pensar en la verdad de lo que cuenta y justifica el hecho mismo de escribir sus largas cartas relacionando en ellas todo lo ocurrido. Pero Cortés también recurre al género historiográfico que conoce bien y que le permite interpretar sus hazañas en términos históricos. Pensar en la conquista como un acontecimiento fundamental del orbe, del mundo. Las Cartas de Relación construyen un yo que el juicio de residencia, los textos de Gomara y otros buscan dilapidar (y el gran cronista Bernal Díaz reponer, por cierto). Carlos Mesa busca comprender, que no es lo mismo que justificar, y el empeño novelístico bien vale la pena porque produce un texto rico en matices, especialmente cuando el soliloquio quiere convertirse en diálogo o en carta de amor a Marina, la amante indígena regalada a Cortés. En todos los discursos mencionados —y esta novela no es la excepción— la biografía es un pretexto para revelar una verdad. De hecho esa es la lucha denodada del discurso de Cortés y sobre Cortés —la excepcional biografía de José Luis Martínez me viene también a la cabeza—.

Tal como han llegado hasta nosotros, los dos primeros documentos conocidos de Hernán Cortés son la Carta de Veracruz y las Instrucciones a Montejo y Hernández de Puertocarrero que la acompañan. Escritas ambas en primera persona del plural, presentan a Cortés en tercera persona, como si él mismo hubiera querido que fueran otros, en un principio, los que elogiaran su figura. Después, en algún texto tardío como el Memorial de 1542, Cortés utilizará la tercera persona del singular, distanciada e impersonal, para referirse a sí mismo. Ahora bien, a diferencia de Julio César, que elige para la redacción de sus Comentarios la libertad (y la máscara) de la tercera persona, Cortés asume en sus relaciones una primera persona del singular que destaca su protagonismo, llegando a emplearla para referirse a las que son sin duda hazañas colectivas en frases como la siguiente: “Otro día torné a salir por otra parte antes que fuese de día sin ser sentido dellos con los de caballo y cient peones y los indios mis amigos y les quemé más de diez pueblos, en que hobo pueblo dellos de más de tres mill casas. Y allí pelearon conmigo los del pueblo, que otra gente no debía de estar allí (Cortés, 1993: 178).

Cortés combina con gran destreza esta primera persona del singular con una primera persona del plural que vincula íntimamente al protagonista con sus hombres. El prodigio lingüístico —hay que llamarlo así, con todas sus letras— de Carlos Mesa es similar, utilizando igualmente la primera persona le habla a Marina en su soliloquio de esta forma: “Fuimos en esos días alucinantes el Cortés y la Marina de la leyenda y el mito./Fui preso de tu lengua/Te seguí, piel de canela, por la ruta de Tenochtitlán, atado a tu mano.//Te miré a los ojos y te dije cuál era mi Dios y cuáles mis esperanzas y cuál mi decisión./Escuché tu voz dulce./Te enseñé a hablar mi lengua y escuché la tuya”. Lo que está logrando ese fragmento es el encuentro verdadero con el otro desde el yo personal del que habla Todorov en su libro sobre las Crónicas de Conquista y que sirve al autor de acápite de esta novela luminosa.

Su autor pone a Cortés a hablar en una suerte de doble exilio, ha regresado de España pero no puede entrar a Tenochtitlán. Aislado y humillado nos lanza esta larga novela perorata que tiene un tono sublime que se basa en la elipsis y la mesura, como las Relaciones, pero también llega a la increpación y la diatriba más cercanas a la novela contemporánea. No se trata solo de recontar la historia, sino de darle un sentido desde el presente de la narración y eso Mesa Gisbert lo sabe bien y por ello reflexiona también sobre la violencia, habla del otro gran conquistador, el del mundo Inca, Francisco Pizarro, a quien conoció en 1528 en La Rábida. La novela castellana, desde el Lazarillo de Tormes (pues vusía escribe que se le escriba) es siempre un documento legal. Me explico, se trata de una confesión no pedida ante un tribunal inexistente. El tribunal de Cortés somos nosotros, sus lectores contemporáneos en este Soliloquio y la confesión ante el juez es el documento mismo que ajusta cuentas, saca conclusiones y también reflexiona apasionadamente sobre la propia culpa.

La última cosa que deseo destacar es el carácter americano del texto. Lo que no es un contrasentido pese a estar hablado por Cortés. En este sentido me recuerda al universalismo de Alfonso Reyes. Cuando Cortés le dice al final a Marina con lirismo logrado: “Miramos un Puma y un Cóndor y un lago de extraño azul y la maldición de dos amantes que en él entramos, porque de eso se trata el amor, porque en algún sentido me pierdo ahora en los pliegues de tu cuerpo (…) En lo hondo de este mágico Nuevo Mundo supe que lo humano es una sola savia y una sola alma gigantesca que traduce lo que es con formas distintas pero con una misma esencia” (194), no solo está dando cuenta del asombro —la mitificación del mundo nuevo, como hizo Cristóbal Colón— sino que está afirmando el ideal de Reyes de manera sutil, pero brutal. “Creo, firmemente que ‘toda villa es Atenas’, siquiera a ratos” (OC 1:161), declara en su ensayo Horas áticas de la ciudad. Siquiera “intermitentemente” toda ciudad tiene derecho a ser el universo (se parece a la frase de Unamuno, “El mundo es un Bilbao más grande) y sobre todo es capaz de apropiarse la tradición grecolatina. Lo que en Reyes es proyecto aquí el Cortés novelizado lo logra al final de su doloroso soliloquio: cosmopolitizar Latinoamérica, provincializar Europa y politizar el singular momento americano.

Como el conde Orsini del Bomarzo de Mújica Láinez, el Cortés de Mesa Gisbert puede llegar, fantasma del discurso, hasta el presente en su ajuste de cuentas. Y devolvernos todavía más su mirada política en un epílogo de enorme valía en donde se llega a la Guerra del Gas de Bolivia en 2003. Es el mestizo quien grita, increpa, es el Martín mítico y el Martín Nuevo, que sabe de las injusticias y que clama por un mejor presente. ¿No es ese el sentido de la novela histórica?

(Texto de la presentación de ‘Soliloquio del Conquistador’ en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 30 de noviembre de 2014).

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