lunes, 25 de febrero de 2013

Homenaje al poeta de los cien lauros

CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE DON JAVIER DEL GRANADO

En homenaje al primer centenario del nacimiento del poeta de los “cien lauros”, el Comité Impulsor Pro – Centenario del nacimiento del poeta y la Fundación Literaria Javier del Granado, realizarán una serie de actos conmemorativos que se llevarán a cabo en el teatro Achá y en el Club Social de Cochabamba este 27 de febrero. El homenaje comenzará en el Teatro a las 18:30 y luego del programa preparado para esta especial ocasión, la velada continuará en el Club Social donde se realizará un brindis de honor.

En el evento participarán personalidades del ámbito cultural como Teresa Laredo y Mario Frías Infante y autoridades nacionales y locales como el Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Sr. Evo Morales Ayma y el Alcalde Municipal de Cochabamba, Sr. Edwin Castellanos, entre otros.

FRANZ TAMAYO Y JAVIER DEL GRANADO
Una lección de orgullo a la vez que de humildad
Por: Máximo Pacheco Balanza (Publicado en Flor del Granado y Granado 2013)

Dos poemas. Dos poetas. Dos temperamentos. Rutilante, fulgurante y tempestuoso el uno. Apacible, sereno y calmo el otro… la huella de ambos en la poesía boliviana es igual de honda. Nos referimos a Franz Tamayo y Javier del Granado. Mucho se ha dicho y escrito acerca de estos dos personajes individualmente considerados, su vida y su obra han ocupado a críticos y biógrafos; pero no como hoy, que los ponemos frente a frente. Sabemos que admiraba el segundo al primero, a pesar de la gran diferencia que tenían en cuanto a su poética y a su visión del mundo se refiere, y es precisamente a ese tema que dedicamos este breve ensayo: a hacer una lectura comparativa en dos poemas que ofrecen una «filosofía de vida», un retrato personal que va más allá de la simple ars poetica de ambos autores. Franz Tamayo pintó un cuadro violentamente introspectivo en su célebre Habla Olimpio que ha pasado a ser su testimonio de vida y genio. Casi como en una «contra-poética» deliberadamente contestataria al mencionado poema, Javier del Granado escribió su Habla Canata, una sobria y apacible declaración de humildad y serenidad, que dibuja su personal visión del hombre y del poeta.

Este es el poema Habla Olimpio de Tamayo:
«Yo fui el orgullo como se es la cumbre.
Y fue mi juventud el mar que canta.
¿No surge el astro ya sobre la cumbre?
¿Por qué soy como el mar que ya no canta?
No rías Mevio de mirar la cumbre.
Ni escupas sobre el mar que ya no canta.
Si el rayo fue no en vano fui la cumbre.
Y mi silencio es más que el mar que canta».

¿Cómo dudar de que sea Franz Tamayo el que habla en este poema a través de Olympio, el rey de los dioses griegos? ¿Puede no pensarse que el poeta se vea reflejado en su poema? Más que eso: el poeta «es» su obra. Bástenos con pensar en Tamayo escribiendo estos versos, mirándose retrospectivamente desde su encierro voluntario en su casona de la calle Loayza. Él fue el orgullo y fue la cumbre.

Cómo dudarlo. El orgullo rodea a Tamayo como una armadura, como la cota de malla que en uno de sus poemas aconseja ceñirse al artista euríndico. Para Bolivia Tamayo no existe, existe el orgullo tamayano. Tamayo se construye a sí mismo por encima de todo el resto de los mortales y desde allí lanza miradas despectivas al común del que nunca se ha sentido parte. Pero el orgullo, al fin de cuentas sólo lo siente uno para sí mismo; es como lo llamó Hume en su Tratado de la naturaleza humana, una pasión íntima, una pasión individual, egocéntrica, «la serie de las ideas e impresiones relacionadas de las cuales nosotros tenemos memoria y conciencia íntima», es decir, en palabras simples, el orgullo sólo se mide en relación a uno mismo «cuando la propia persona no entra en consideración no hay lugar para el orgullo y la humildad» dijo Hume. Indudablemente el orgullo de Tamayo parte de una autovaloración superlativa que le coloca por encima de todos los demás. El poeta se considera superior al resto: su «silencio es más que el mar que canta».

Pero si bien, este poema ha sido considerado siempre un fiel reflejo del temperamento tamayano, y ha habido quienes lo han visto incluso como un epitafio digno de su genio, la pasión que lo motivó, a nuestro entender, más que el tan socorrido orgullo, es otra: aquella a la que Teofastro, el discípulo de Platón y Aristóteles calificaba de «vilipendio o desprecio de todos, a excepción de sí mismo»: la soberbia. La soberbia fue una característica en la vida pública de Tamayo, bástenos de ejemplo su célebre Para siempre en que aplasta sin ninguna compasión a su admirador y biógrafo, Fernando Diez de Medina.

Tamayo fue soberbio en todos los sentidos; soberbio como una obra de arquitectura que el mismo se ocupó de construir piedra por piedra, adobe por adobe con su vida y con su literatura. Soberbio en el sentido de arrogante; pero soberbio también en el sentido de grandioso, altivo, admirable y espléndido. Tamayo se erigió a sí mismo como un enorme y solitario monolito cuya sombra oscurecía los alrededores.
Conocedor profundo de la obra de Tamayo, Javier del Granado discrepaba con él en su forma de concebir no solamente el quehacer poético, sino en su forma de concebir la vida y el rol del ser humano dentro del mundo. En su poema Habla Canata, que ya desde el título es una toma de posición frente al de Tamayo, nos dice:

«Mi espíritu no es águila que trasmonta altanera
las elevadas cumbres de la meditación.
Es débil golondrina que vuela en la pradera
y ensaya en los vergeles su lírica canción».

Habla Canata, no la deidad griega. Habla el espíritu sencillo y pastoril. El poeta se plantea como una golondrina. Una golondrina pequeña que no sobrepasa el corto espacio de las praderas y que «ensaya en los vergeles su lírica canción». Un ave pequeña, pequeña y además, frente al águila, débil, sin una gran energía, sin grandes capacidades de alcanzar alturas y descender a enormes profundidades. A diferencia de Tamayo, del Granado no aspira a alcanzar las cumbres. No aspira a la soledad de las alturas. No desea el ojo penetrante y la vista aguzada del águila. Menos aún pretende «ser» la cumbre. Pretende simplemente «ensayar» en los vergeles, en los verdes y apacibles prados y huertos su lírica canción.

El poema de Javier del Granado es toda una «toma de posición», un manifiesto poético, a diferencia del poema de Tamayo que es más bien una auto-caracterización, un retrato a brochazos de su «yo» y, finalmente, una autoafirmación frente al desprecio de los otros; de quienes en lugar de admirarle, le ignoran. Y sin embargo, el poema de Granado es una respuesta al poema de Tamayo, o mejor dicho, al poeta Tamayo: le dice que él no es un poeta/conductor, un poeta/líder, un poeta/intelectual. No busca «trasmontar las cumbres de la meditación»; pero no por eso deja de concebirse como un poeta filósofo. Profesa la filosofía de cantar (ensayar, dice él, cantos) los dones de la naturaleza, las virtudes de la naturalidad y la simpleza. No resulta difícil identificar en estos versos el llamado a la docilidad y la mansedumbre del seráfico de Asís, así como la filosofía de las bienaventuranzas que impregnan este sutil poema. El pensamiento cristiano que animaba a los antecesores de Javier del Granado se desliza inequívoco en estos versos sencillos.

¿Cómo dudar de que sea Javier del Granado el que habla en este poema a través de una humilde golondrina? Ese hombre afable, generoso, gentil, de una simpatía sólo comparable a su legendaria humildad, ese prócer de la plebe y poeta del pueblo que siempre trató con exquisitez a sus adversarios y con elegancia a aquellos que no le placían, ese espejo de virtudes cívicas, ese cristiano modélico por su respeto a los demás.

Hume definía al orgullo y la humildad como pasiones. Pero no son pasiones lo que encontramos en los versos de Tamayo y del Granado. No sabemos hasta qué punto fue orgulloso Tamayo o humilde Javier del Granado, o viceversa, humilde Tamayo y orgulloso del Granado; después de todo, ¿se trata de pasiones excluyentes?, existe probablemente un punto en que el orgullo y la humildad se tocan o al menos alternan en nosotros mismos. Sin embargo, los poemas que los dos poetas escribieron son la expresión de una actitud, una actitud intelectual si se quiere, pues los dos poemas son más bien de carácter reflexivo que emotivo. Reflejan una actitud frente a la vida y en el caso de Javier del Granado frente al quehacer del poeta. Modernista en la forma, Tamayo no deja der ser un poeta romántico. El poeta individualista y trágico que hace de su propia vida (o al menos la proyecta como) una tragedia romántica. La figura del poeta solitario y del poeta hombre/superior son inherentes a lo tamayano. Tamayo se concibe a sí mismo como el arquetipo del pensamiento profundo que como diría Hegel, está preparado para «aprehender en las y expresar cuanto se mueve en las profundidades de la conciencia». Por eso Tamayo se concibe a sí mismo como la cumbre. Porque según él (y citamos aquí nuevamente a Hegel), ha descendido a las «mayores profundidades en los tesoros del alma y del espíritu» y esto lo sitúa en la cumbre del pensamiento humano. Tamayo se veía pues a sí mismo como un hombre superior. Concebía la poesía como una gesta heroica, en la que el héroe, el poeta, se eleva por encima del resto de los mortales en lucha sangrienta y colosal consigo mismo. Recordemos: «Sólo en viril zozobra se ara el val píndico».

Nada, por tanto, más alejado de esta poética que lo planteado por Javier del Granado. Para él, el poeta es un ser humano común y corriente, que ensaya, prueba, intenta; ni siquiera propone definitivamente su lírica canción. El quehacer del poeta no es épico en sí; no se alcanzan cúspides ni se desciende a oscuros abismos, ni se desarrollan excelsas batallas de las que el poeta emerge fundido en bronce. Se vuela apaciblemente entre los vergeles, entre el mundo externo y sensible que impresiona los sentidos y se convierte en canción. Y he aquí una mención al célebre verso de Santos Chocano: «Los gorriones se juntan en bandadas en tanto que las águilas van solas». Javier del Granado desdeña el solitario vuelo del águila que desde lo más alto presencia lo más hondo, prefiere estar entre los gorriones. Prefiere ser golondrina entre las golondrinas. Hombre entre los hombres. La postura de Javier del Granado no es improvisada en su Habla Canata.

En una entrevista con Pedro Shimose postulaba: «No me siento ni más ni menos…no tengo pretensiones de ninguna índole…Mi obra es modesta, pequeña y limitada. Sólo quiero llegar al corazón del pueblo…» Javier del Granado quería llegar al corazón del pueblo y a través de este llegar al corazón del hombre. Tamayo quería llegar al corazón del hombre sumergiéndose en el corazón de Tamayo.

Hemos basado nuestras apreciaciones hasta este momento en un ámbito cerrado, en un espacio «entre cuatro paredes», constituido por el texto de los poemas Habla Olympio y Habla Canata considerados en sí mismos. Hasta qué punto sus autores practicaron en su propia experiencia vital o en su experiencia poética sus postulados, está fuera del propósito de estos breves apuntes. Si coincidimos con Hume en que el orgullo y la vanidad son pasiones relacionadas con nuestra intimidad profunda, podremos colegir también que están vinculadas con nuestra percepción de nosotros mismos frente a los demás, con el cómo nos vemos y valoramos frente al otro en nuestro interior, donde podemos ser más, comparados con unos y necesariamente menos, comparados con otros. Después de todo, ¿no hay algo de vanidad en quien se declara humilde? ¿Y no hay mucho de sencillez (léase simpleza) en quien se declara la personificación del orgullo?

Tamayo y Javier del Granado quisieron hacer (después de todo qué es la poesía sino un «acto de fe» como dijo alguna vez el poeta Oscar Cerruto) del orgullo y la humildad una profesión de fe. Una profesión de fe en sí mismos y por supuesto (poetas al fin y al cabo) una profesión de fe en la palabra. Ambos eligieron el vehículo de la poesía, (quizás el más deleznable para la expresión de ideas) para desnudar sus pasiones íntimas (orgullo… humildad…) en forma de versos. Quizás porque ambos sabían que la poesía no está dirigida al ámbito racional únicamente, donde sus ideas podían haber sido discutidas. El universo poético en cambio, la «verdad poética», el «yo creo» del poeta es irrefutable. ¿Cómo discutirle a Tamayo que él se haya creído orgullo y cumbre? o ¿para qué refutarle a Javier del Granado su idea de que su exquisita poesía era pequeña y modesta?

Al final, su poesía habla por ellos, y para las generaciones que no los conocimos personalmente, sus poemas son el único recurso sensorial que nos permite acercarnos a su experiencia vital. En todo caso, estos dos poemas tienen la riqueza de enfrentarnos a su retrato íntimo, a su propia (y no la única, sino una más) percepción de sí mismo, a cómo se veían ellos frente a los demás («el infierno es los demás» decía Sartre) frente a ese «afuera» que despierta a través de sus estímulos no siempre bondadosos y serenos, nuestras pasiones.

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