lunes, 25 de febrero de 2013
Gunnar Mendoza, cazador de tesoros
Hace más de 300 años, en un Potosí que ya sólo es posible imaginarse como leyenda, un hombre emprendió una tarea colosal que le ocuparía más de 30 arduos años de su vida: la escritura de la Historia de la Villa Imperial de Potosí, de sus riquezas incomparables, de su famoso cerro, de las grandezas de su magnánima población, de sus guerras civiles y casos memorables. Ese hombre se llamaba Bartolomé Arzáns Orsúa y Vela, se reclamaba “hijo de esa Villa” y murió sin concluir su labor después de escribir unas 1.500 páginas “en folio de escritura prieta”.
Un siglo después, otro hombre, de pocas letras a diferencia del anterior, nacido en Oruro un día de 1814, a sus 18 años decidió incorporarse a las guerrillas independentistas que luchaban en las provincias del entonces Alto Perú. “Ansioso estaba yo de ser patriota, mucho más con la intención de saber y apuntar lo que sucediese. Ello es que me entropé por ser más testigo ocular de los hechos”, escribió en el que sería el Diario histórico de todos los sucesos ocurridos en las provincias de Sicasica y Ayopaya durante la guerra de la independencia americana desde el año 1814 hasta el año 1825, escrito por el comandante del partido de Mohosa, ciudadano José Santos Vargas.
En otra centuria, al promediar el siglo XX, otro hombre, que habría de pasar 50 años de su vida entre libros y papeles, descubrió providencialmente estos manuscritos que habían sobrevivido milagrosamente a siglos de peripecias. Los leyó apasionadamente. Los estudió minuciosamente. Y, finalmente, los publicó, y con ello la historia boliviana se abrió a horizontes inéditos. Ese hombre se llamaba Gunnar Mendoza Loza (1914-1994), era escritor, historiador y archivista y, durante medio siglo, dirigió la Biblioteca y el Archivo Nacionales de Bolivia.
Estos tres hombres, distanciados por siglos, tenían, sin embargo, por lo menos tres cosas en común: habían nacido en un mismo territorio, sabían que la escritura tiene un fin trascendente y eran conscientes de que es la memoria la que constituye a los hombres y a los pueblos.
Poco se sabe de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela. “El historiador que empleó casi un millón de palabras en relatar la historia de su ciudad natal parece haber sido casi del todo indiferente a relatar su propia vida”, dicen Lewis Hanke y Gunnar Mendoza en el extenso estudio que acompaña la primera edición completa de la Historia de la Villa Imperial de Potosí: tres volúmenes cuidadosamente anotados en formato mayor publicados en 1965 por la Universidad de Brown, Estados Unidos. Es esta edición, precisamente, la que acaba de ser publicada en edición facsimilar por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia y Plural Editores.
Bartolomé Arzáns Orsúa y Vela Nació en Potosí de padres españoles en 1676. Tuvo un hijo, Diego, que a su muerte intentó completar su Historia. En su monumental escrito apenas dejó huellas de sí, algunas casi humorísticas: se consideraba “buen aritmético y muy aficionado a las corridas de toros”. Pero, sin dudas, era un hombre de letras. Sobrevivió, y pudo narrarla, a la gran epidemia que en 1719 se llevó las almas de 20 mil potosinos. Murió en 1736, a los 60 años.
Comenzó a escribir su Historia en 1705, y la continuó hasta su muerte. Era receloso de darla a conocer, y por eso la mantuvo casi en secreto, pues como escribió su hijo, temía “a los muchos contrarios que tenía y que eran los no ignorantes de que en ellas estaban escritas las malas obras que ejecutaban, por cuya causa deseaban muchos haber en su poder la Historia para sepultarla donde jamás contase sus obras perversas”.
Después de la muerte de Arzáns, en 1736, el manuscrito estuvo desaparecido por 20 años, hasta que el Corregidor de Potosí encargó a Bernabé Antonio de Ortega y Velasco una investigación para proveer información a la Corona sobre la mentada Historia. Ortega se empeñó en dar con el libro desaparecido. Su tarea es la gran novela policial del Potosí colonial jamás escrita. Hasta que “la pudo haber en su poder”. Era el año 1755. El manuscrito estaba en poder de un eclesiástico a quien Diego Orsúa, el hijo de Bartolomé, le había empeñado por unos pesos. Poco se sabe también de Diego, salvo, como es evidente, que pasaba estrecheces económicas. La Historia, tanto tiempo oculta, fue enviada a España en 1756 y encaminada al Consejo de Indias. Allí se pierde nuevamente el rastro del manuscrito.
En el siglo XIX se tiene noticia de copias de la Historia. Luis Subieta Sagárnaga en sus Anales de Potosí cuenta una historia también novelesca. En 1877 murió, en Potosí, José Gabriel Quesada, “hombre bueno e ilustrado y además bastante rico”. Entre sus bienes había muchos libros y entre ellos, uno bastante voluminoso “que algo empolvado reposaba en una mesa sobre un atril”. Era la Historia de Bartolomé Arzáns. Un señor llamado Julio Nava propuso a los herederos de Quesada publicar el libro por su cuenta en Europa. Y partió con el manuscrito y una copia a París. Pero el señor Nava sufrió “desgracias sin cuento”. Le robaron el original y la copia la dejó depositada en la casa Artola, la que se declaró en quiebra poco tiempo después. Y así, la Historia se extravió nuevamente.
Hay una historia más de esta Historia. En 1905, un ingeniero de los Estados Unidos, el coronel George E. Church, compró un manuscrito de la Historia al librero Chadenat de París. Church fue un personaje notable: siguió a Benito Juárez en su campaña para expulsar a los franceses de México, fue periodista en Nueva York, trató de realizar grandiosos planes para abrir el interior de Bolivia y Brasil, construyó ferrocarriles en Argentina... A su muerte, en 1910, donó el manuscrito de Arzáns a la Universidad de Brown, Estados Unidos. Con ese manuscrito, comparado con otro que se encontró en la Biblioteca del Palacio del Rey en Madrid, trabajaron Lewis Hanke y Gunnar Mendoza para editar ese monumento histórico y literario que es la Historia de la Villa Imperial de Potosí. TAMBOR. La historia del Diario histórico de todos los sucesos ocurridos en las provincias de Sicasica y Ayopaya durante la guerra de la independencia americana desde el año 1814 hasta el año 1825, escrito por el comandante del partido de Mohosa, ciudadano José Santos Vargas no es menos fantástica.
A diferencia de Bartolomé Arzáns, José Santos Vargas dejó abundante información sobre su vida. Nació en Oruro, el 28 de octubre de 1796. Perdió a sus padres cuando era un niño de ocho años. El mismo se describe como “un hombre sin luces ni estudios más que el natural, únicamente sí las primeras letras”. En su adolescencia sobrevivió como pudo, a veces como “sirviente doméstico”, otras como secretario de cartas. El momento decisivo de su vida ocurrió cuando, después de algunos años de haber dejado Oruro y recorrido varias provincias de la región, se encontró en los valles de Cochabamba con su hermano Andrés. Éste, por razones que no explica Vargas, había tenido hasta entonces una suerte totalmente diferente a la suya: era cura y letrado y, además, patriota: se había “entropado” en las guerrillas independentistas como capellán. Y no sólo ello, Andrés Vargas había llevado, como guerrillero, un diario.
Apenas dos meses después del encuentro con su hermano e influenciado decisivamente por éste, José Santos Vargas se incorporó a la guerrilla de los valles de Ayopaya como tambor a las órdenes del comandante Eusebio Lira: “Ya con la seducción de mi hermano a la opinión de la Patria estaba yo anhelando en ella”, escribió. Tenía 18 años. Y junto por su anhelo por la patria estaba su vocación de escritor: “Ansioso estaba yo de ser patriota mucho más con la intención de saber y apuntar lo que sucediese”.
De esa voluntad de escritura nació uno de los testimonios históricos más extraordinarios no sólo en el ámbito boliviano, sino también latinoamericano: el Diario de un comandante de la independencia americana. Durante once años el Tambor Vargas militó en las guerrillas de la independencia, hasta 1825 cuando terminó la guerra con el grado de Comandante. Y durante todos esos años testimonió minuciosamente la lucha popular en la que le tocó intervenir. Terminada la guerra con la creación de Bolivia, Santos Vargas escribió: “Triunfante que fue mi opinión (la patria) se acabaron mis afanes y luego me entré a vivir en el monte”.
Pero todavía el Tambor libró otra batalla: los intentos para que alguien se interese en su Diario para corregirlo y publicarlo. Desde 1825 hizo por lo menos una docena de tentativas. En 1853, en su último intento, lo envió al Presidente Manuel Isidoro Belzu con una dedicatoria que decía: “mediante su autoridad mandaréis corregir… y siendo aceptable al público mandaréis imprimir y ordenaréis el uso que corresponda para que se sepa la obra de nuestra independencia”. No tuvo respuesta.
Casi un siglo después, en 1951, Gunnar Mendoza descubrió en la sección Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Sucre una parte del Diario del Tambor Vargas. El manuscrito estaba entremezclado con otros documentos que permanecían en el Archivo sin orden ni identificación. Ahí encontró un cuaderno. “Y me entró la curiosidad y finalmente descubrí que se trataba del diario de un guerrillero de la independencia, no tenía comienzo, como no tiene una parte del centro y no tiene final”, contó Mendoza según consigna Gonzalo Molina Echeverría en un artículo dedicado al tema. El historiador y ya entonces director del Archivo y Biblioteca Nacionales transcribió el Diario, lo estudió, anotó y publicó en tres números consecutivos de la revista Universidad de la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca entre 1951 y 1952.
Algo más de diez años después, en 1963, en un anticuario de Sucre —en esas tiendas en las que las antiguas familias chuquisaqueñas arruinadas por la Revolución de 1952 de deshacían de sus cosas— “apareció” una versión íntegra del Diario del Tambor Vargas. Anoticiado de tal hecho, Mendoza acudió sin tardanza a verlo. “Me bastó entrar, franquear la entrada para tomar en cuenta lo que era... literalmente me lancé sobre el volumen y era la segunda versión íntegra, autógrafa, del Diario de José Santos Vargas”, narró el archivista, según el ya mencionado artículo.
Lo adquirió para la Biblioteca Nacional. El tramité de compra establecía la necesidad de identificar al dueño del manuscrito. No sin reticencias del anticuario, finalmente se supo que pertenecía a la colección del escritor Adolfo Costa Du Rels o, más precisamente, a la de su suegro, un señor apellidado Urrolagoitia. El texto completo se editó, finalmente y por primera vez con un estudio introductorio de Gunnar Mendoza en 1982 en la editorial Siglo XXI de México.
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