lunes, 1 de febrero de 2016

Jesús Urzagasti - Entre el reino y el exilio



Una palabra que se repite con frecuencia en los libros de Urzagasti es la de “secreto”. Entre las dimensiones que ella abarca, y no de menor importancia, está la “provincia”. Se trata eventualmente de una provincia geográfica, pero ella es sobre todo interna, secreta justamente, aunque se deja vislumbrar en cualquier parte, en cualquier voz. Pues las provincias están pobladas de muchas voces y vientos, de voces de muertos, de árboles, de animales.

De cosas así también da cuenta el reciente y póstumo libro de poemas, acogido bajo el nombre (¿puesto por los amigos?) de Senderos, y que aparece ahora en otra bienvenida iniciativa editorial de La Mariposa Mundial y Plural Editores. La elegante edición, prologada o prolongada por Rodolfo Ortiz, es ya de hecho un pequeño lujo, gracias entre otras cosas a unas pequeñas, pocas fotografías debidamente en blanco y negro y que, puestas en su lugar debido, rescatan un temple esencial del autor de los poemas ofrecidos.

Dejan, en efecto, sentir el aroma de provincias idas y el rumor de una carpintería justa que equilibra las amistades de otro mundo con las enemistades de este mismo, mientras se escucha el viento en el “tupido follaje de la vida”. Y a la indecisa sombra de tal follaje se reúnen y dispersan pactos y secretos, vidas ya no encontrables nunca más (o al contrario, tirando para largo en esas páginas) mientras se escucha, en un intersticio de llanura, de existencias y fronteras, el canto de parajes y su alma de justicia balbuceante, que crea una memoria incesante, sorprendida y que no desconoce las raras leyes del agradecimiento, finalmente pronunciadas en el abecedario de la gracia.

Escuché una vez, hace muchos años, en un tiempo a su vez desaparecido, la entrevista que le hacía Urzagasti a un viejo matrero del Chaco. Su primera pregunta era: ¿Ha visto alguna vez usted al diablo, don Mateo? Y don Mateo (digamos que se llamaba así) se lanzaba inmediatamente, en un lenguaje o idioma recóndito, en un castellano desplazado, a contar las veces que se había topado con el Maligno. Por el Chaco, por el Monte.

Es a la luz de voces semejantes y en contacto con tan evanescentes personajes, de ensueño y de carne y hueso, a la luz de realidades de tal naturaleza, que se adivina el temple de quien hacía una entrevista así. De “la cercanía de un mundo inasible” habla en uno de los poemas, algunos muy bellos, del libro del que hablamos, y pareciera precisamente que fuera ahí donde vivía o por donde pasaba con frecuencia, quien los escribió. La fatalidad de lo inasible se ofrece entonces en la irradiación de la cercanía.

Entre el exilio y el reino transcurre o discurre una fisura de la que también puede hacerse una casa.

Se cuenta en la nota liminar —así puesta la palabra— que estos poemas se escribieron seguidos, en dos tandas y en una inmersión que en cada caso duró tantos días como poemas hay. La lectura también puede ser una inmersión y se viaja entonces por lugares lejanos y al alcance de la mano, se respira un aire, a veces desgarrado, a veces calmo, de montes y de ausencias —y la palabra ausencia también vuelve constantemente—.

Los poemas están escritos en un lenguaje relativamente simple, sin engolosinarse con el mismo hecho de la poesía. Son una memoria y un diario, lo que una vez se decía “ejercicio espiritual” y también una meditación al filo de una existencia que acepta lo precario y que se asombra ante el entramado de destinos, cosas y lugares. Quisiera acercarse a “la ribera del silencio primordial” y entonces tocarla con palabras, de las que “guardan la llave / de inefables reinos clausurados.”

Pero también ocurre que el mundo pierde su aura; la lejanía, el tiempo y la ausencia cobran su precio: “ya nadie ve caballos galopando / ni se siente la lluvia hablar con los árboles” y a los personajes que habitan en esas provincias recónditas e íntimas “se los llevó el viento / donde solo habitan los muertos”. Pero igual se traza el mapa del “país apenas entrevisto”, igual se escucha el rumor de una reconciliación en cuyo umbral Urzagasti se detiene, a la par que nos hace esta seña y sigue transitando por los senderos de su gran parque.


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