Poco después el presidente Saavedra lo nombró Ministro de Relaciones Exteriores. Se proponía entonces que Chile devolviese a Bolivia un puerto de los que le había quitado mediante la guerra de conquista. Poco antes Franz Tamayo, como delegado de Bolivia ante la Liga de las Naciones, planteó el caso y Jaimes, como diputado criticó su actuación.
Característicamente boliviano esa -y es- Franz Tamayo, aunque la incomprensión ambiente le reputaba griego porque había escrito “La Prometheida”, tragedia lírica (Nota marginal: el potencial autóctono de Tamayo desborda, con mayor caudal que los modernistas con quienes guarda ciertas semejanzas, de las formas antiguas que utiliza. Tamayo es como un gigantesco buen constructor, que tiene que deformar con sus anillos patéticos las presas clásicas para asimilarlas para sus terribles fauces).
Tamayo era también diputado y, además de poeta, escritor, polemista y orador. No había concluido Jaimes de jurar al cargo de ministro cuando Tamayo lo llamó al acto parlamentario de interpelación “por sus opiniones contrarias al buen derecho de Bolivia en la cuestión del Pacífico”. La opinión pública que totalmente giraba alrededor del eje del Parlamento se estremeció de satisfacción ante el encuentro polémico de los dos grandes. Tamayo planteaba una original innovación del Derecho Constitucional Boliviano, por lo cual sería lícito censurar a un ministro por meras opiniones, vertidas antes de ser ministro. Quería ensayar en Jaimes el voto previo de confianza de ciertos parlamentos europeos, fundado en un aparente sofisma que, en el discurso destapó su verdad ante el público atónito: la responsabilidad política del hombre, sea ministro o simple ciudadano, es una sola, como su ser, del que forma parte sus opiniones que constituyen un todo sin excepción de tiempo. Las temerarias y brillantes interpretaciones de Tamayo chocaban con la lógica, un poco gramatical y escolástica del interpelado.
De haber conocido entonces a Spengler yo habría visto en Jaimes lo apolíneo y en Tamayo lo dionisíaco. Lo cierto es que se en-frentaban dos seres de especie superior, familiarizados con los dioses. A un diputado vulgar y silvestre -David Alvéstegui- que pretendió ter-ciar en la polémica, Tamayo le atajó que era “un falderillo en una pelea de leones”.
Más que de leones parecía de caballeros la pelea, llevaba entre dorados niveles de cultura, con las armas de citas filosóficas e históricas. Al iniciar el encuentro, ante numerosísimo público, el poeta interpelante invitó a emplear en el debate, más que el reglamento, la táctica caballeresca de la batalla de Fontenoy. “Tirad primero, señor ministro”, profirió y gentilmente esperó de pie la primera andanada. Ninguna alusión personal, nada de insultos, solo debates de ideas.
Sin embargo, poco a poco los gentil hombres olieron la pólvora. Tamayo, que hacía sutiles desarrollos de mago, lanzaba también interrupciones vivaces y pérfidas. En cierto momento empleó una reticencia referente a la incapacidad emocional para defender los derechos nacionales cuando el amor patrio se ha esfuma-do... posiblemente... en la larga ausencia de la patria nativa... Jaimes sintió el flechazo y desde la testera que ocupaba extendió la mano, con elegante ademán de sereno esgrimista y dijo: “Señor Diputado, cuan pronto habéis olvidado que estamos en la batalla de Fontenoy...”. Fulminante, Tamayo replicó: “Batalla de la que pro-meto que no ha de salir vivo el señor ministro”.
Con algunos rasguños, salió vivo, sin embargo porque la gran mayoría parlamentaria rechazó los fundamentos de la interpelación. Se dedicó a la diplomacia. Paseó su prestigio y su apostura por Santiago de Chile, por Washington, Río de Janeiro, como ministro de Boli-via, hasta que en 1928 a causa de una discordia con el presidente Siles, envió a éste un arrogante e injurioso cablegrama, haciendo abandono del cargo.
INVIERNO EN TUCUMÁN
Muy pocos años había vivido en su patria boliviana. De regreso al terruño tucumano reanudó su vida de catedrático.
Todo en él ya era pasado, la misma historia de Tucumán que escribía. El remoto suceso del modernismo se disipaba como las deidades que desaparecen en los sueños de la vida conclui-dos.
Sobre Tucumán, sobre la Argentina, sobre Bolivia soplaban otras ráfagas, con color a pe-tróleo.
Personaje de una etapa de nuestra América, arquetipo humano de un ciclo agotado, cuando Jaimes Freyre murió en 1933 ya estaba olvida-do por las hadas de sus bosques hiperbóreos. Pero no hay duda de que, como gran poeta americano, tuvo el homenaje de los dioses agrí-colas del naranjo y de la caña entre un rumor lejano de viento de ventisqueros andinos.
De Khana, Revista Municipal.
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