Jaimes Freyre era pura, estricta y exclusivamente un poeta. Por el genio un poeta. Compuso “Castalia Bárbara” y “Los sueños son vida” como analizó los secretos de la poética en las “Leyes de la Versificación Castellana”, demostrando así que la técnica puede ser consagrada por la gracia y se puede poner la prosodia al servicio de la nueva belleza.
Por la figura, un poeta, dentro del marco que la imaginación popular confiere a los soñadores: profusa cabellera y chambergo alón. Tal le vi en La Paz, en los días de mi adolescencia cuando yo ponía relieve a todo lo que miraba, cual el sol del Altiplano.
Jaimes asumía en su persona diversas influencias regionales. Nació de padre potosino en Tacna, siendo su progenitor Cónsul de Bolivia en aquella ciudad que entonces era peruana y a poco fue conquistada por Chile. Muy joven estuvo en Bolivia, casi de paso, para trasladarse a Buenos Aires, donde vivió muchos años, y donde su amistad con Darío y Lugones quedó sella-da por el pacto decadente – modernista. Más tarde se radicó en Tucumán de donde, en las épocas coloniales, se llevaban a lomo de bestia y de esclavo las enormes vigas para las construcciones de Potosí y maderas preciosas para que las tallaran allá maravillosos artesanos.
Pasados sus 50 años, Jaimes -que legal-mente había obtenido carta de ciudadanía argentina- regresó a Bolivia, nada menos que como diputado, elegido por un partido que tenía urgencia de llenar sus listas.
JAIMES EN LA PAZ
Precedido por la reedición de “Castalia Bárbara” que recién se conocía en La Paz, con prólogo de Lugones, Jaimes Freyre hizo su aparición en la capital del Altiplano como el representante de lo exótico, como un ser excepcional, ajeno al país. Su páli-do y expresivo rostro, de una estructura ósea semejante a la de Baudelaire, de finos planos destacaba su complicada me-lena y sus bigotes afilados. Recordaba un poco la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, un poco no más porque era un poeta limpio y elegante. De alta estatura, prestigiada por sobretodos, de corte entallado, sombrero de amplia ala, doblada de un lado, y un bastón sobre cuyo puño apoyaba la mano acompasando su paso solemne con tranquila arrogancia. Para nuestra imagi-nación serrana aquello era poético y al mismo tiempo señorial. No subjetizaba lo que pensábamos de la postura del conde Matías Augusto Villiers de I’Isle – Adam.
Jaimes habría querido ser “villano trova-dor, fraile o guerrero” pero el Destino le reservaba una credencial de diputado... El gran señor caía a esa feria de plebeyismo denominada Convención Nacional en que se había reclutado, a consecuencia de la revolución de Saavedra, una de las porcio-nes más antiestéticas de la cholocracia boliviana.
Observación al margen: los rapidísimos fermentos que estimula el capitalismo en la composición social de América presentan casos como este: aquellos cholos de entonces, puestos al servicio de las empresas intencionales resultan “caballeros” a la vuelta de unos años y forman luego el gobierno oligárquico de Bolivia.
Una vez puesto en el baile, el señor Jaimes Freyre trató siempre de mantener la dignidad de su alta estirpe, aunque en ocasiones le fuera imposible guardar la lí-nea en medio de las costumbres de nues-tra política criolla. Se recuerda aún el encuentro a golpes de puño que tuvo, en el recinto parlamentario, con un notable político famoso por su procacidad, don Abel Iturralde, a causa de una alusión a la cabellera del vate.
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