lunes, 9 de enero de 2017

Las paradojas del “Bukowski boliviano”

El filósofo boliviano Guillermo Francovich (1901-1990), en su estudio sobre los mitos indicó que los seres humanos no son naturalmente racionalistas, sino por el contrario, los hombres son originalmente románticos, poéticos, mágicos y tienden a dar a la realidad atributos misteriosos y fantásticos. En todo caso, el ser humano está siempre predispuesto a otorgar sentido celestial o temor sobrenatural a varios asuntos de su vida cotidiana. Dentro de esta constelación humana se puede resaltar el éxito de las leyendas urbanas encumbradas a través de la literatura.

La literatura marginal o minimalista, según sus aficionados, tiene un humus de profundidad e irradia el aura de la clandestinidad del submundo urbano. En la actualidad, periodistas, catedráticos universitarios, profesores de colegio y espíritus acríticos buscan vislumbrar secretos en la obra de Víctor Hugo Viscarra (1958-2006). Esta pulsión está de moda y tiende en gran medida a sobrevalorar lo marginal en la literatura. Entre sus fieles seguidores se extiende la creencia que Viscarra es el precursor de esta corriente minimalista. El misticismo al personaje hizo que algunos periodistas lo apodaron gustosamente como “el Bukowski boliviano”, “el Viskarrowski” o “el narrador de los márgenes”.

Muchos fervorosos partidarios de Víctor Hugo Viscarra aseguran inocentemente que él es autor del crudo relato titulado “El Cementerio de los Elefantes” (parte del libro “Borracho estaba, pero me acuerdo: Memorias del Víctor Hugo”, publicado el año 2002). Según la leyenda urbana, el Cementerio de los Elefantes está situado en la zona de Tembladerani. En este punto geográfico de La Paz, Viscarra señala que se encuentra “la mayor cantidad de cantinas que venden los tragos más infames”. Para los que buscan perecer ingiriendo alcohol está destinado el Cementerio de los Elefantes. Es una cantina sombría que tiene aposentos con poca iluminación. No hay música y carece de alegría. En la habitación solamente hay un balde de licor y el parroquiano tiene que beber y beber. Si en una de esas termina su bebida, tiene que pedir una tras otra hasta perecer. A decir de Viscarra, “gran parte de los cadáveres que la Policía recoge en la zona, a causa de intoxicación alcohólica, son sacados en la madrugada de este traguerío y arrojados a alguna callejuela alejada para que sean recogidos por la furgoneta de homicidios”. El relato finaliza aseverando —según lo que “cuentan sus cuates”— la posible existencia de otros cementerios ubicados en el mismo barrio paceño.



Leyendas urbanas

Al rastrear un poco la historia literaria, uno puede encontrar antecedentes de las distintas leyendas urbanas y poner en cuestionamiento al idolatrado “Bukowski boliviano”. En 1984, el escritor Jaime Nisttahuz publicó el relato “El Cementerio de los Elefantes” en el suplemento Presencia Literaria. Seguidamente, Nisttahuz recogió la narración en el libro “Fábulas contra la oscuridad” (Offset Millán Ltda., La Paz, 1984).

El poeta Nisttahuz describe la ceremonia espiritual de un alcohólico que decide acabar su vida en el mítico Cementerio de los Elefantes: “Buscas una piedra para golpear la puerta. Todo tu cuerpo es un árbol sacudido por el deterioro. Abre una gorda que huele a cebolla. Entras. El canchón parece mirarte de costado con su hilera de cuartos empuñados por candados. La mujer te pregunta si has ido solo. Le respondes moviendo la cabeza. Te lleva hacia de los cuartos (…). Adentro enciende una luz difusa. Ves, como entre gasas, una silla, un camastro y un bote de lata al rincón (…). El estuco de las paredes tiene un color sucio, el piso de tierra huele a orines. (…). Estás metiendo la mano al interior del saco, cuando entra la mujer con un balde pequeño de alcohol aguado y un jarro de aluminio. Le pagas. Sale y escuchas el clic del candado. Hundes el jarro en el balde, y con la mano temblando lo sacas lleno, para vaciártelo desesperadamente cloqueando la garganta. El calor de la bebida va derritiendo el hielo que hería tus viseras. Después de secarte los labios con la manga”. Una vez que la mente del personaje sucumbe al elixir del alcohol empieza a recorrer distancias largas y cortas de su existencia a través de recuerdos y conjeturas. Como se puede advertir, el relato “El Cementerio de los Elefantes” es semejante en su trama al mito urbano adjudicado cómodamente a Viscarra y sólo varía sustancialmente en su epílogo: “No era tu hora. Qué más puedes hacer si te sientes alegre. Tendrás que decirle además, convencionalmente que otro día vas a volver. O tal vez no sea necesario que le digas nada, porque tal vez mueras sin saberlo y no tengas oportunidad de llegar hasta este lugar con tus propias fuerzas”.



“La tumba infecunda”

También el escritor René Bascopé Aspiazu (1951-1984) describió de forma fragmentaria “El Cementerio de los Elefantes” en su novela “La tumba infecunda”. El libro se publicó de manera póstuma tras ganar el Premio Erich Guttentag. Hasta la fecha, la novela alcanzó tres ediciones: la primera se publicó en 1985 y la segunda reimpresión salió en 1997, ambas estuvieron a cargo de la Editorial Los Amigos del Libro y la tercera fue auspiciada por la Editorial La Mariposa Mundial en 2014.

La novela “La tumba infecunda” es un recorrido por los suburbios pobres de la urbe paceña. El protagonista retratado por Bascopé es un militar retirado de nombre Constantino Belmonte. Es a través de las evocaciones existenciales de este castrense que va desenvolviéndose el drama urbano. Los ojos de Belmonte nos muestran distintos personajes y diferentes lugares que experimentó este personaje. En uno de sus pasajes de la novela, Bascopé retrata dos curiosos mitos urbanos: El Cementerio de los Elefantes y El Cementerio de los Fetos.

Los recovecos narrados por Bascopé nos conducen al mítico aposento denominado El Cementerio de los Elefantes: “Invadida por una maleza de musgos que había logrado vencer hasta los últimos resquicios de las tapias de adobe viejo, aquella casa llamada el Cementerio de Elefantes era una prolongación misteriosa de la ciudad dependiente de ella sólo por un puente de madera gastada que cruzaba el riachuelo sin agua. Su puerta de cinc ensarrado daba una impresión de abandono de lustros. La construcción en sí tenía una estructura simple: un zaguán que daba a un patio cuadrado, embaldosado con piedras y fragmentos de cerámica ordinaria; alrededor del patio, doce o catorce puertas angostas. Ni una ventana. Cada puerta correspondía a un cuarto pequeño cuyo único mobiliario era un cúmulo de adobes que daban la impresión de una cama demasiado pequeña o de un asiento demasiado grande. A los cuartos, cuando se cerraba la puerta, no se filtraba ni una partícula de luz (…). A la casa llegaban los miembros de la logia de vagabundos que sentían próxima la muerte y, alguna vez, los cansados de la vida que veían en el Cementerio de los Elefantes la forma más digna y al mismo tiempo libre de acabar sus días”.

Una vez dentro el cuarto oscuro se produce el ritual de siempre, uno compra un balde de aguardiente (alcohol y agua), y en su soledad bebe y bebe: “Nunca se supo cuánto duraba el ritual, pero la mujer sabía que a los siete días debía abrir la puerta y, luego de constatar la muerte del habitante, esperar la llegada de los funcionarios del anfiteatro del Hospital General que, acompañados con estudiantes de medicina ávidos de conocimientos, recogían el cadáver para llevárselo, radiantes de alegría, en una camilla sucia y envuelto en un sudario de color impreciso”.



El mítico panteón

La novela de René Bascopé también nos lleva a otra leyenda urbana poco conocida: El Cementerio de los Fetos. Este mítico panteón se originó a raíz de los abortos de las prostitutas: “Las mujeres habían guardado todos los fetos engendrados hasta ese entonces, amontonados en botellones de formol, en una de las habitaciones de la casa (se encontraba al lado del prostíbulo El Castillo), incapaces de animarse a enterrar siquiera uno de ellos, conscientes de que todos estaban protegidos por la sombra del querubín del altarcillo”. Después de algún tiempo, el personaje Constantino Belmonte tuvo un inquietante sueño, esto lo llevó a fundar el primer Cementerio de los fetos detrás del lenocinio El Castillo: “Colocando ochenta y tres tumbas en un orden riguroso, cada una con su cruz metálica y su nombre de pila, en sendas ceremonias nocturnas en las cuales las madres frustradas lloraban y se tiraban de los cabellos, transformadas por el dolor y la angustia de no saber lo que habrían sido cada uno de los enterrados si no hubieran tenido que cumplir ese destino”.

Tras el breve recorrido de las leyendas urbanas El Cementerio de Elefantes y El Cementerio de los Fetos, se puede advertir que son los publicistas literarios de cada época los verdaderos artífices que envilecen o embellecen a los libros. Los que olvidan arbitrariamente a unos y enaltecen injustamente a otros. Como toda percepción humana de las cosas puede ser artificial y hasta absurda en algunos casos. El caso del personaje mitificado “Viskarrowski” abre la siguiente interrogante: ¿Hay plagio de Víctor Hugo Viscarra o es una realidad latente; es decir, una constelación humana extendida a través del tiempo?

“Buscas una piedra para golpear la puerta. Todo tu cuerpo es un árbol sacudido por el deterioro. Abre una gorda que huele a cebolla. Entras. El canchón parece mirarte de costado con su hilera de cuartos empuñados por candados. La mujer te pregunta si has ido solo. Le respondes moviendo la cabeza. Te lleva hacia de los cuartos…”

(*) El autor es abogado.

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