lunes, 12 de septiembre de 2016

Terminé de leer “La composición de la sal”, el premiado libro de Magela Baudoin,



Juan Araos Úzqueda (*)

Terminé de leer “La composición de la sal”, el premiado libro de Magela Baudoin, donde mi papá, en Antofagasta. Comencé la lectura en Cochabamba, principiando por el último cuento, poco después de Navidad, y seguí así, del último al primero, en Salta, entre Salta y la frontera, entre la frontera y San Pedro de Atacama, entre San Pedro y Calama, entre Calama y Antofagasta, donde mi papá en la Cardenal Caro, incluido el prólogo de Giovanna Rivero, hasta el día en que recapturaron a Joaquín el Chapo Guzmán.

Bello y delicado libro que reúne catorce relatos singulares, profundamente sencillos y pulcros, de temas varios y trasfondo único, policromo, claroscuro, con picos de luz y hondas humanas galerías, a veces desoladas. La vida más perdurable que llevamos pasa y se queda por ahí.

“Un reloj. Una pelota. Un café” trata del amor que se tienen un abuelo y un nieto, y de la hija de uno y madre del otro, enferma, tal vez de muerte. Mientras la mujer postrada deja oír “una tos reprimida”, “un pecho exhausto”, el abuelo amplía el horizonte del niño y el nuestro más allá del deseo de volar de uno y otros. El nieto, que al final corre pateando la pelota detrás del viejo camión verde del viejo marchándose sin él, forma “con su respiración nubes de vaho en el aire frío” y esas nubes nos dan para agradecer estar vivos, sonreírnos y llorar.

“Sonata de verano porteño” pudo llamarse también “Elene y su enamorada” o “La enamorada de Elene” o “Cuaderno de viaje de la enamorada de Elene”, en fin. La enamorada, cuyo nombre ignoramos, narra la historia. Es diez años mayor que Elene, que “ha dejado todo” primero para vivir con ella, segundo para que ella pudiera brillar en el mundo tanto como ha brillado, tercero para que ella (siempre ella) “no muriera de terror en la quimioterapia”. Convaleciente aún, o enferma sin remedio ya, pasa un curso de literatura en Buenos Aires, en casa de Remedios y Milagros, de las que escribe a diario, más un cuento semanal. Lejos de Elene quiere alejarla también de su alma pero padece su ausencia de un modo cada vez más insufrible y la noche antes de regresar…

“Borrasca” cuenta la borrasca disipada poco a poco, un día de sol, entre una nieta y una abuela, al amparo del amor que se tienen y de lo que las dos hablan sobre “Cumbres borrascosas”, la pudorosa y triste Emily Brontë, sus cuatro hermanas y su hermano. “Todo en esta familia tiene un signo fatídico”, dice la abuela, y la nieta se quita los audífonos, se deja calentar hasta que duela por el sol, escucha la historia: María y Elizabeth, las dos mayores, murieron de niñas “de tuberculosis, de hambre, (…) de tristeza”, Emily y Anne quizás de lo mismo años después. Eran muy pobres pero en la pobre casa de piedra donde vivían, las cinco escribían sus cosas “en libros diminutos de letras microscópicas”, y de noche fabulaban jugando, “iluminadas por un candil o un quinqué”, reinos de fantasía bellos y tristes. La última en morir fue Charlotte, a los 39 años. “Mi abuela, o quizás el ámbar de la tarde, me deja sin palabras”, escribe la nieta, tiempo después, al final del relato que leo, leas, leamos.

La noche antes de partir (viernes ocho de enero, los cactus del día, Salta-Calama, “Sueño vertical”), la noche antes de partir quizás para siempre de la casa familiar, sola en su habitación, una muchacha encantada sueña con ventanas que “en un ambiente impoluto, descontaminado, casi sagrado”, ponen ante sus ojos el drama, la tragicomedia diaria, de cada vida, que decía Platón, y quiere salir corriendo a tomar aire y vivir su vida toda evidente ya, toda virtual aún, como actriz y espectadora primera de sí misma, lista para el día de mañana que la atrae desde la cuna o desde antes de la cuna hoy.

“Un verdadero milagro”. Como por un verdadero milagro la niña Catalina se irá de viaje unos días al campo en bus y ahí va, la vemos, observadora, tímida, feliz, recordando a su madre muerta, expuesta a la niña Alejandra caprichosa y maldadosa y a los recodos del camino. Recemos con ella. Pobrecito su papá.

“Dragones dormidos”. Un viaje de trabajo, o casi, de ella triste, incrédula, despechada, desde La Paz a Ciudad de Piedra primero, desde La Paz a Curva, después, con el director, el camarógrafo, el guía local llamado Víctor, grande, crédulo, locuaz. En una parada del camino los cuatro vieron árboles gigantes colmados de racimos de flores frescas; en otra unos murales antiguos de conservación milagrosa; por las afueras de Caquiaviri, a la luz de la luna llena, ella sola vio la montaña el dragón dormido y se la llevó, sin decir nada, en su sueño, hasta Ciudad de Piedra. Víctor decía que Dios existía en esas tierras y que la montaña era pétrea porque había sido embrujada. Cuando partieron a Curva le preguntó si había soñado con el dragón y ella lo negó, sonrojándose. Para ir a Curva, el pueblo de los médicos kallawayas, “había que creer”, “no se entraba sin fe”, decía él; y la vagoneta no daba. No daba y entonces él le susurró al oído, con una voz que la caló hasta los talones, que los kallawayas sanaban todo y se ofreció a acompañarla a averiguarlo si ella se lo pedía y ella…

“Gourmet”. Inés despertó de una siesta larga, reparadora, como las que haría de niña en casa de sus abuelos (los abuelos, Magela, siempre los abuelos) con la certidumbre urgente de que Manuel y ella tenían que hacer amigos, hablar con otra gente, replicarle a la desventurada soledad que sentía en aquella ciudad calcinante. Algo, al menos, consiguieron, los dos, el día de la cena universal preparada por Inés, que a la luz de la vela recién encendida después de la larga espera no paraba de hablar con los invitados mientras Manuel la miraba linda, tranquilo, admirado, sintiéndolos a salvo esa noche una vez más.

“Moebia”. Había una vez un cuadro de pesadilla y unos actores patibularios, inverosímiles, predestinados, en las malditas escenas del maldito lugar cuyo nombre es Moebia y cuya obra es la muerte.

“La composición de la sal”. No por nada él era de lágrima fácil; su ángel guardián tenía ojos de mar; su madre lo acunaba en el sonido espiral de una caracola.

“La noche del estreno”. Quizás era inevitable que el lavandero del cuento, aficionado a escuchar óperas y a representarlas sobre el escenario del teatrito de papel heredado de su padre, con personajes de cartón que a menudo él confeccionaba, vestidos cada uno con sus ropas características, de “colorida precisión”, como tenía que ser, pues la esencia de cada uno la materializaba su vestuario, soñara desde niño con “la joya de Bizet” y de grande encaminara su vida hacia la noche única en que desde “la mejor butaca” de la platea vería de nuevo pero ahora de frac, impecable, el estreno de Carmen y luego y luego a la misma Carmen.

“Algo para cenar”. Mami tenía razón: no había que mentir para salvarse o hacerse el macanudo. ¡Ay cuando supo que su único hijo varón contó en la clase que ella era doctora en vez de enfermera! Pero si ese hijo miente, incluso arriesgándose a sí mismo, para salvar de una paliza inminente a un amigo pasmado de miedo y de pena, ella le apretará la mano y no se lo reprochará (ninguno de nosotros se lo reprochará) y al volver a casa dará por cerrado el caso, ordenará que nadie hablé nunca una palabra más de él.

“La Chica”. No sólo los tatuajes y venir del sur hacían diferente a la chica de Blas. Eda la encontraba ordinaria; Duke una mujer de mundo; Blas irresistible, por lo cual él quiso casarse en serio, una luna de miel aventurera, rutinas desbordadas irreprochables, en el piso donde ambos vivían, todo al gusto de ella, lo que fue. Pero cuando ella principió a padecer esas jaquecas sonoras terribles como si la selva se le hubiera metido en la cabeza y se la pidiera de vuelta desde ahí, justo desde ahí, a la ciudad antropófaga (Parra dice), él comenzó a reponer su propio ritmo de tren urbano avasallador y…

“La cinta roja”. Natalia escribió lo mejor que pudo la historia del muchacho recién bañado que traía una tabla de cortar para la abuela de la víctima y fue acusado de asesino por una bandada de aves que se convirtió en una jauría de seres violentos. La historia era también la de la muchachita linda que salió de un paraíso infernal y no llegó a cumplir el rol de Reina Única para el que había sido elegida. Además es la historia de la hermana de Natalia, que tuvo una adolescencia pueblerina y aniñada y sin cautela (ahora lo sé).

“Amor a primera vista”. Celia no era una mujer ideal pero a él le gustaba, no tanto como para extrañarla si estaba solo o como para querer casarse con ella, pero sí: le gustaban su avasalladora desorganización; su voz profunda cantando un blues, algunas noches; “el género de su compañía”, cuando le daba la espalda y nada más los dos “reposaban tendidos sobre la cama, sin hablar”; sus maneras de revivirlo con “una fuerza de entusiasmo superior a su pereza, exactamente superior a su pereza” (Neruda dice). A Celia la irritaban las lentas, silenciosas, asexuadas rutinas de él, que no veía muy lejos pero que sin mirarla sabía cuán prendida estaba ella del departamento de habitaciones claras, “lámparas de alabastro”, “vista sobre las buhardillas de París”, que quería para sí desde que lo vio por primera vez aunque no podía pagarlo sin él (sábado nueve de enero, José María Caro 90, buena noche, Juan Manuel).



(*) El autor es PhD en Filosofía y Lenguas Clásicas.

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