domingo, 25 de enero de 2015

4 cuentos de Manuel Vargas



Nueva vida

Cómo despachar una vida en menos de una página?...

El caso es que Dayana Marín, por eso de los eternos problemas políticos de su país, tuvo que acompañar a su marido en un viaje tal vez sin regreso. Se establecieron en una tranquila ciudad europea de un rico y pequeño país, donde pudieron escapar de los miedos, la inestabilidad, la muerte. Les acompañaban sus dos hijos pequeños, que apenas comenzaban a balbucear.

A los pocos años, típico también, especialmente entre las familias de exiliados, ocurrió la separación. Él iba, volvía, andaba con otra, tenía, no tenía y finalmente, con una, con otra, volvió a su país de origen.

Pero Dayana no andaba con vueltas. En primer lugar necesitaba asentarse en un lugar para ganar dinero. Trabajó y trabajó en ese país extranjero, sin volverse a casar, cuidando a sus hijos que ya no hablaban el idioma materno. Pero a pesar de dominar el nuevo idioma y de haber construido una nueva vida, no podían cambiar su condición de extranjeros, extraños, solitarios.

Los hijos ya eran jóvenes, ella era una mujer madura, a punto de jubilarse, después de haber pasado cuantos y tantos variados trabajos.

Tenía dinero ahorrado. Ahora era el momento. Decidió el regreso, con sus hijos, al país natal, a su tranquila ciudad entre vegas y montañas, donde se compraría una casa, donde invertiría en alguna actividad que le permitiera mantener cierto nivel de vida, aunque no sea de lo más alto, pero en su país, en su tierra, en medio de rostros morenos, alegres y decidores...

Y se propuso realizar sus sueños, que ahora sí los veía con claridad. Volvió con todo lo que pudo: muebles, costumbres, y sobre todo dinero. Se compró una casa, para ella y sus hijos, quienes ya aprenderían el castellano, y luego... y luego... El regreso. Una nueva vida. Se cerraba el círculo de peregrinaciones y afanes.

No pasaron muchos meses, y apareció el padre de sus hijos, solo una vez más, ¿qué buscas?, ¡qué quieres?... Total, que ella, una vez más, no se hizo problema en recibirlo. El regreso tenía que ser total. Ya no eran tiempos de recriminaciones ni de explicaciones. Se volvieron a juntar. — Éstos son tus hijos, habló claro ella, si estás decidido, viví con nosotros, acompáñalos especialmente a ellos, que no saben el idioma y serás de una gran ayuda en su inicial estadía acá.

Para él, la cosa no era tan clara, siempre había vivido de prestado, en una eterna nebulosa. Quién sabe si, ahora…

— ¿No quieres comprometerte?, le dijo ella un día. En todo caso, pensalo, yo tengo que viajar a la capital por unos negocios, a lo mucho una semana. Cuando vuelva, tú me dices si has decidido algo serio y estable.

Viajó emocionada, con planes, pero esta vez a corto plazo. Era el tiempo de cosecha y de descanso después de una vida de sacrificios. Justo a la semana emprendió el regreso, rumbo a su hogar soñado y realizado.

Era media noche en medio camino, por una carretera en curvas y bajadas, el bus se detuvo. Algo raro estaba ocurriendo en la parte alta de la montaña. Una explosión, un ruido de piedras…

Varios pasajeros bajaron a tomar un poco de aire. Sí, allá adelante era, bajaban piedras a lo lejos. Y lo que tenía que ocurrir, ocurrió: una, cual bala perdida, llegó silbando para justamente golpear la sien de Dayana Marín, que ni siquiera supo de su muerte instantánea.

El resto, ¿importa?

Doña Juanita

Ay, doña Juanita, tan tranquila y dulce como su nombre. Era empleada doméstica en casa de la familia Cortez por más de cuarenta años. Toda una vida, se podría decir. En los últimos diez o quince años, después de la muerte de su marido, prefirió trabajar “cama afuera”. Deseaba estar un poco más de tiempo con los hijos, y cuidar a sus ya numerosos nietos. Pero eso sí, bajo ningún pretexto, nunca había faltado a su trabajo ni tuvo retrasos de más de diez minutos. Hasta que, el día de ayer, simplemente no llegó a trabajar.

El señor Cortez, pasado mediodía ya no pudo aguantar la preocupación y la curiosidad por saber el motivo de este inaudito acontecimiento. Llamó por teléfono a la casa de su empleada y al momento escuchó su inconfundible voz. A las preguntas ansiosas de su señor, contestó de un solo tirón:— ¿Que qué ha pasado?, ¿que por qué no he ido? ¿Que si no pienso ir a cocinar para ustedes? Más bien que venga su esposa a cocinar para mí. Jugué a la lotería, ¡y me saqué el premio gordo! ¡Ahora váyanse ustedes a la mierda! ¡Váyanse a la mierda! ¡Váyanse a l...!

En ese momento ya el señor Cortez había colgado. Inútilmente, pues durante días y días siguió escuchando esa contundente expresión en la voz de doña Juanita.

Nervios

Sueño.

Estoy yendo a una oficina, más bien a un consultorio médico... —mi negocio es la venta de libros— ¿y a quién me encuentro en la sala de espera? A mi querida Marilyn, que más de una vez fue objeto de mis sueños eróticos. Nos saludamos con un beso entre casto y amoroso, que me deja un suave sabor en los labios, y nos sentamos a charlar, de libros, de lugares, de nada. Yo leo esto, yo no leo esto, ¿cuándo viajas a Cocha?, esto me interesa, esto no me interesa...

De repente vemos ingresar a una muchacha joven, morena, cargada de su hijo de meses, y se sienta a nuestro lado. El bebé se pone a llorar, no para, la madre se inquieta y por último le pide auxilio a Marilyn.

— ¿Me lo puede tener un momento?, voy al baño.

Mary lo toma en sus brazos y el bebé se calma... por unos minutos, luego llora peor que antes y yo, viejo entendido en guaguas, le digo que me lo pase un rato. Tomo al bebé, sin su manta, la cual queda en los brazos de Mary. El bebé se calma, pero al rato vuelve a llorar, vaya, qué molestia. Por suerte aparece la madre y lo toma nuevamente en sus brazos. Pero ni bien se sienta me pide:

— ¿Me lo cuida otro rato, por favor? Ya vuelvo.

Nuevamente estoy con el bebé, esta vez con la manta que me entrega Mary. Pasan los minutos, la madre no aparece, la guagua ya no llora mucho. Me inquieto, no, no vuelve la muchacha morena, y de pronto Marilyn y yo nos damos cuenta: Hemos sido engañados. Ya no va a aparecer más la madre y yo, sí, yo tengo que hacerme cargo del bebé, adoptarlo, criarlo. Sí, estoy convencido, pasa más de media hora, una hora, y nada. Entonces le digo a Marilyn:

— Ni modo, acompáñame a mi casa.

— ¿Pero acaso no viniste a...?

— Eso ya no importa, ¿me acompañas?Salimos a la calle.

Caminando pocas cuadras, llegamos a un edificio en uno de cuyos departamentos vivo con mi familia. Intento abrir la puerta, mis manos están ocupadas con el bebé, se lo paso a Mary para tener las manos libres. Finalmente abro la puerta de mi departamento, donde noto que hay mucha agitación.

Bueno, tengo que decirle a mi mujer lo que ha pasado, y que tenemos que adoptar a la guagua. Se me ocurre pensar que mi familia (mi mujer, mis hijos, mi hermana que está de visita, a quienes veo muy ocupados), van a pensar que la criatura es nada menos que de Marilyn y de mí. Pero no pasa nada, apenas me miran y me saludan, sin reproches, como desde un mundo paralelo.

Veo a muchas personas extrañas, ¿o son viejos amigos, parientes lejanos, llegados de otros países?, sí, creo que de Rusia, y uno de ellos se ha pasado con los tragos y está muy delicado. Éste es el motivo de la preocupación y la causa de la agitación general. Mi problema, sin embargo, es otro: el bebé que se me ha endilgado. Ya lo tengo otra vez en mis brazos, claro, para que no haya confusiones con la ocurrencia de que Mary pueda ser la madre.

Veo el futuro lleno de complicaciones. Qué problema, me quiero morir… Damos vueltas entre la gente. Ni modo, a poner el pecho, pienso. Qué manera de haberme engañado esa morena, típica mujer de pueblo, joven, vividora, pobre y desvergonzada madre soltera que debe andar muy oronda en otras latitudes.

Pasa un rato más y tocan a la puerta. ¿Quién será? Nos acercamos, y ¿quién aparece en la puerta, toda pálida y llorosa? La madre del niño que desesperada se me acerca a tomar a su criatura. Y yo respiro, aliviado, y solo me pregunto, aunque ya no con inquietud, ¿de cómo la chica esta se ha enterado de dónde vivo para recuperar a su hijo?

Esto solamente ocurre en los sueños. Despierto.

Bicho

Érase una vez una señora en un pueblo lejano, que vivía con la única compañía de su gato. El gato era todo para ella: hermoso, tranquilo, maullador. Y hete aquí que el día menos pensado el gatito se murió, o desapareció, quién sabe si robado por algún alma mal natural (los cronistas no se ponen de acuerdo al respecto). La señora no cabía en sí de dolor, y lo único que hacía era llorar sin consuelo.

— Mi gato, mi gatito, mi única compañía, ahora qué será de mí, con quién podré conversar en mis largas horas de soledad. Quién alegrará mis ojos y mis oídos, ay...

No faltó un alma caritativa que, compadecida ante tanto dolor y abandono, decidiera consolar y sorprender a la señora con un regalo. Una tarde, dicha persona apareció en su casa... con otro animalito.

— Le ruego me lo acepte, señora, ya que no he podido encontrar un gato como el que usted tenía.

No era que en ese pueblo no hubiera gatos. Pero el joven del regalo (sí, era un jovencito), pensó que era preferible otro animal, ya que en realidad lo que la señora necesitaba era olvidar a su gato, y qué mejor que con un... con un pollito que ya comenzaba a emplumar.

— ¿Y esto es un pollo? —confundida y sonriente preguntó la señora.

— Sí, señora Catita (que así se llamaba la señora, más vale saberlo tarde que nunca), le ruego me lo acepte. Es mi cariño.

Sí, era un pollito, feúcho y con plumas de diversos tonos de gris. Bueno, pensó doña Catita, con una buena alimentación y mucho cariño, pronto se pondrá firme y de colores más definidos.

— Gracias, gracias, vecino, yo no sabía que se podía regalar pollitos, y justamente uno como éste, para esta pobre alma desamparada. Y la señora volvió a sonreír. Se la volvió a ver caminando por las calles, hablando con sus amistades, de aquí para allá, por senderos y patios y gradientes, arreando, o cargando en sus brazos a su nueva compañía.

Con el paso del tiempo, la inesperada mascota siguió creciendo. Y mientras crecía, oh, sorpresa, el pollito iba pareciéndose cada vez menos a un pollo. Bah, ¿qué importaba? La señora Catita se acostumbró incluso a llevarlo bien parado sobre sus hombros, como si fuera un mono o un loro, y el bicho aquel parecía también estar muy contento con su dueña.

(Paréntesis, quiebre de la historia).

Las plumas se le negreaban. El cuello se le estiraba, se le caían de esa parte las plumas, se retorcía, una cresta ya no se disimulaba, y el pico se le ponía más y más y más curvo y agresivo...

Efectivamente, a los cinco meses del comienzo de estos hechos, ya nadie en el pueblo pudo dudarlo: lo que le habían regalado a la señora Cata era clara y contundentemente una cría de sucha, como en esas regiones les llaman a los buitres más comunes y ordinarios.

Sin embargo —cómo es la capacidad de amar, o de adaptación del ser humano—, la señora andaba campante por las calles, con su bicho amaestrado repechándose por los hombros, las orejas, los largos cabellos de Catita... la mujer más alegre y orgullosa del pueblo.
NerviosSueño. Estoy yendo a una oficina, más bien a un consultorio médico... —mi negocio es la venta de libros— ¿y a quién me encuentro en la sala de espera? A mi querida Marilyn, que más de una vez fue objeto de mis sueños eróticos. Nos saludamos con un beso entre casto y amoroso, que me deja un suave sabor en los labios, y nos sentamos a charlar, de libros, de lugares, de nada. Yo leo esto, yo no leo esto, ¿cuándo viajas a Cocha?, esto me interesa, esto no me interesa...De repente vemos ingresar a una muchacha joven, morena, cargada de su hijo de meses, y se sienta a nuestro lado. El bebé se pone a llorar, no para, la madre se inquieta y por último le pide auxilio a Marilyn.— ¿Me lo puede tener un momento?, voy al baño. Mary lo toma en sus brazos y el bebé se calma... por unos minutos, luego llora peor que antes y yo, viejo entendido en guaguas, le digo que me lo pase un rato. Tomo al bebé, sin su manta, la cual queda en los brazos de Mary. El bebé se calma, pero al rato vuelve a llorar, vaya, qué molestia. Por suerte aparece la madre y lo toma nuevamente en sus brazos. Pero ni bien se sienta me pide: — ¿Me lo cuida otro rato, por favor? Ya vuelvo.Nuevamente estoy con el bebé, esta vez con la manta que me entrega Mary. Pasan los minutos, la madre no aparece, la guagua ya no llora mucho. Me inquieto, no, no vuelve la muchacha morena, y de pronto Marilyn y yo nos damos cuenta: Hemos sido engañados. Ya no va a aparecer más la madre y yo, sí, yo tengo que hacerme cargo del bebé, adoptarlo, criarlo. Sí, estoy convencido, pasa más de media hora, una hora, y nada. Entonces le digo a Marilyn: — Ni modo, acompáñame a mi casa.— ¿Pero acaso no viniste a...? — Eso ya no importa, ¿me acompañas?Salimos a la calle. Caminando pocas cuadras, llegamos a un edificio en uno de cuyos departamentos vivo con mi familia. Intento abrir la puerta, mis manos están ocupadas con el bebé, se lo paso a Mary para tener las manos libres. Finalmente abro la puerta de mi departamento, donde noto que hay mucha agitación. Bueno, tengo que decirle a mi mujer lo que ha pasado, y que tenemos que adoptar a la guagua. Se me ocurre pensar que mi familia (mi mujer, mis hijos, mi hermana que está de visita, a quienes veo muy ocupados), van a pensar que la criatura es nada menos que de Marilyn y de mí. Pero no pasa nada, apenas me miran y me saludan, sin reproches, como desde un mundo paralelo. Veo a muchas personas extrañas, ¿o son viejos amigos, parientes lejanos, llegados de otros países?, sí, creo que de Rusia, y uno de ellos se ha pasado con los tragos y está muy delicado. Éste es el motivo de la preocupación y la causa de la agitación general. Mi problema, sin embargo, es otro: el bebé que se me ha endilgado. Ya lo tengo otra vez en mis brazos, claro, para que no haya confusiones con la ocurrencia de que Mary pueda ser la madre. Veo el futuro lleno de complicaciones. Qué problema, me quiero morir… Damos vueltas entre la gente. Ni modo, a poner el pecho, pienso. Qué manera de haberme engañado esa morena, típica mujer de pueblo, joven, vividora, pobre y desvergonzada madre soltera que debe andar muy oronda en otras latitudes. Pasa un rato más y tocan a la puerta. ¿Quién será? Nos acercamos, y ¿quién aparece en la puerta, toda pálida y llorosa? La madre del niño que desesperada se me acerca a tomar a su criatura. Y yo respiro, aliviado, y solo me pregunto, aunque ya no con inquietud, ¿de cómo la chica esta se ha enterado de dónde vivo para recuperar a su hijo? Esto solamente ocurre en los sueños. Despierto. BichoÉrase una vez una señora en un pueblo lejano, que vivía con la única compañía de su gato. El gato era todo para ella: hermoso, tranquilo, maullador. Y hete aquí que el día menos pensado el gatito se murió, o desapareció, quién sabe si robado por algún alma mal natural (los cronistas no se ponen de acuerdo al respecto). La señora no cabía en sí de dolor, y lo único que hacía era llorar sin consuelo. — Mi gato, mi gatito, mi única compañía, ahora qué será de mí, con quién podré conversar en mis largas horas de soledad. Quién alegrará mis ojos y mis oídos, ay...No faltó un alma caritativa que, compadecida ante tanto dolor y abandono, decidiera consolar y sorprender a la señora con un regalo. Una tarde, dicha persona apareció en su casa... con otro animalito. — Le ruego me lo acepte, señora, ya que no he podido encontrar un gato como el que usted tenía. No era que en ese pueblo no hubiera gatos. Pero el joven del regalo (sí, era un jovencito), pensó que era preferible otro animal, ya que en realidad lo que la señora necesitaba era olvidar a su gato, y qué mejor que con un... con un pollito que ya comenzaba a emplumar.— ¿Y esto es un pollo? —confundida y sonriente preguntó la señora. — Sí, señora Catita (que así se llamaba la señora, más vale saberlo tarde que nunca), le ruego me lo acepte. Es mi cariño.Sí, era un pollito, feúcho y con plumas de diversos tonos de gris. Bueno, pensó doña Catita, con una buena alimentación y mucho cariño, pronto se pondrá firme y de colores más definidos.— Gracias, gracias, vecino, yo no sabía que se podía regalar pollitos, y justamente uno como éste, para esta pobre alma desamparada. Y la señora volvió a sonreír. Se la volvió a ver caminando por las calles, hablando con sus amistades, de aquí para allá, por senderos y patios y gradientes, arreando, o cargando en sus brazos a su nueva compañía. Con el paso del tiempo, la inesperada mascota siguió creciendo. Y mientras crecía, oh, sorpresa, el pollito iba pareciéndose cada vez menos a un pollo. Bah, ¿qué importaba? La señora Catita se acostumbró incluso a llevarlo bien parado sobre sus hombros, como si fuera un mono o un loro, y el bicho aquel parecía también estar muy contento con su dueña.(Paréntesis, quiebre de la historia). Las plumas se le negreaban. El cuello se le estiraba, se le caían de esa parte las plumas, se retorcía, una cresta ya no se disimulaba, y el pico se le ponía más y más y más curvo y agresivo... Efectivamente, a los cinco meses del comienzo de estos hechos, ya nadie en el pueblo pudo dudarlo: lo que le habían regalado a la señora Cata era clara y contundentemente una cría de sucha, como en esas regiones les llaman a los buitres más comunes y ordinarios.Sin embargo —cómo es la capacidad de amar, o de adaptación del ser humano—, la señora andaba campante por las calles, con su bicho amaestrado repechándose por los hombros, las orejas, los largos cabellos de Catita... la mujer más alegre y orgullosa del pueblo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario